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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 09/07/2025 02:50
Marisa Graham había asumido en 2020 e intentó sostenerse en el puesto a través de una resolución administrativa Durante los últimos días de mayo, el Congreso Nacional resolvió poner fin al mandato de Marisa Graham como defensora de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes. Su salida marca el cierre de una gestión marcada desde el inicio por un fuerte sesgo ideológico, que desvirtuó por completo el espíritu y la razón de ser de la Defensoría: la protección integral de la infancia. El nombramiento de Graham en 2020 ya había generado una profunda controversia, al darse en pleno debate sobre la legalización del aborto y en el contexto excepcional de la pandemia. Aquella designación no solo fue impulsada por afinidades partidarias, sino que evidenció una clara intención de ubicar en un rol técnico y autónomo a una figura abiertamente militante. Desde entonces, quedó en evidencia que la prioridad de su gestión no sería la defensa de los derechos de los niños, sino la promoción de una agenda política afín al oficialismo de entonces. Graham nunca escondió su ideología. Desde el primer momento, se alineó al Poder Ejecutivo nacional y a su narrativa, incluso cuando las decisiones gubernamentales afectaron de forma directa y perjudicial a los más chicos. Durante los meses de encierro extremo que impuso la cuarentena, no alzó la voz frente al daño emocional, físico y social que sufrieron millones de niños y adolescentes. La Defensoría —que debía ser un faro de alerta y contención en tiempos críticos— eligió callar, en una clara subordinación política. Pero el problema fue más allá de su pasividad. Graham usó el cargo para militar causas que nada tienen que ver con la defensa integral de la niñez. Impulsó el Plan ENIA, promovió la ideología de género a través de la ESI y sostuvo una postura militante en favor del aborto, alejándose aún más del mandato institucional, que —vale recordarlo— incluye la obligación de proteger la vida desde la concepción, tal como establecen la Convención Americana sobre Derechos Humanos (art. 4.1) y la Convención sobre los Derechos del Niño (arts. 6.1 y 6.2), ambas con jerarquía constitucional en la Argentina. Resulta profundamente contradictorio que quien debía ser garante de los derechos de todos los niños —incluidos los no nacidos— se haya posicionado de manera tan clara en favor de una práctica que niega ese derecho fundamental. Argentina puso a una militante del “pañuelo verde” al frente de una institución creada precisamente para velar por el interés superior del niño. No es un matiz ideológico: es una contradicción esencial con el espíritu de la ley. Aun ante tragedias conmocionantes como el asesinato de Lucio Dupuy, cuya muerte dejó al desnudo fallas estructurales en el sistema de protección infantil, la Defensoría brilló por su silencio. Ese caso fue invisibilizado por Graham, probablemente porque desafiaba su relato y su mirada ideológica sobre la realidad. ¿Qué tipo de defensora omite pronunciarse ante uno de los crímenes más atroces cometidos contra un niño en nuestro país? Incluso en sus últimos días en el cargo, Graham dejó en claro su prioridad ideológica por sobre el bien común. Redactó un documento criticando el proyecto de ley para un nuevo Régimen Penal Juvenil, una iniciativa que busca reducir el número de niños y adolescentes con causas penales mediante soluciones de fondo: educación, inclusión laboral, deporte, acompañamiento profesional y reinserción social. Lejos de apoyar una propuesta orientada a proteger a los chicos desde la raíz del problema, eligió obstaculizarla, demostrando una vez más que su agenda política estaba por encima de las verdaderas necesidades de la infancia. Finalmente, intentó prorrogar su propio mandato por resolución administrativa. Fue el Congreso el que debió intervenir para impedir un atropello institucional que confirma hasta qué punto confundió su rol técnico con su agenda personal. Hoy se abre una nueva etapa. Y con ella, la posibilidad de devolverle a la Defensoría su verdadera función: ser una institución seria, independiente y comprometida con la niñez —no con la política partidaria—. Más del 60% de nuestros niños vive bajo la línea de pobreza. No hay tiempo para desvíos ideológicos. Se necesita un perfil técnico, formado y valiente, que reconozca el valor de la vida desde el inicio, respete la etapa evolutiva de cada niño, y defienda con firmeza el rol de la familia como primer ámbito de contención. También será necesario reformar los procesos de adopción, garantizar derechos básicos y repensar la Educación Sexual Integral desde un enfoque verdaderamente respetuoso del niño como persona en desarrollo. La niñez debe estar en el centro, no al servicio de ninguna causa política. La infancia no puede esperar. La Argentina necesita una Defensoría que realmente sea de los niños, y no de una ideología.
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