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» Corrienteshoy
Fecha: 04/07/2025 01:57
La muerte del visto Por Joan Cwaik El doble tilde azul reconfortaba; era, a su modo, una confirmación. El duelo comenzó cuando, en un mundo hipersaturado de tareas y mensajes, el silencio ganó -incluso- para disciplinar la expectativa emocional de los otros. La muerte del visto no se produjo cuando dejamos de ver el doble tilde azul. Ocurrió cuando entender que un mensaje fue leído dejó de necesitar confirmación. En un presente saturado de atención, la omisión ya no se interpreta como olvido, se interpreta como decisión. La conversación digital se ha desplazado de la inmediatez a la administración. No se trata de comunicarse, sino de orquestar nuestros silencios. La demora dejó de ser un accidente para convertirse en recurso. Un recurso expresivo, pero también sumamente táctico. Donde responder ya no es solo un gesto, sino una estrategia completa. Y no responder, una forma de marcar el ritmo emocional del otro. En este nuevo régimen de vinculación, lo afectivo no circula en la palabra dicha, sino en los lapsos, en los tiempos muertos. En la gestión de los signos ausentes. El mensaje ya no es el texto: es el intervalo. Lo que importa no es lo que se dice, sino cuándo se lo dice. Y, sobre todo, cuándo se elige no decirlo. Las plataformas no crearon esta lógica. La amplificaron. La formalizaron. La volvieron norma. En un entorno donde cada mensaje puede ser leído en tiempo real, cada silencio se carga de significado. No hay neutralidad en el no responder. Cada ausencia se vuelve visible. Cada demora se convierte en forma. Y esa forma no es estética: es política. Responder demasiado rápido implica vulnerabilidad. Tardar demasiado puede sugerir indiferencia. No responder en absoluto, paradójicamente, genera más presencia que cualquiera de las anteriores. El nuevo poder no está en decir, sino en administrar la expectativa de ser dicho. El doble tilde, entonces, no desapareció. Se disolvió en una cultura donde el acto de mirar se da por hecho. Lo que está en juego ya no es la lectura, sino el acto de devolución. La respuesta dejó de ser un derecho del emisor para volverse una concesión del receptor. Y esa concesión, al estar constantemente en duda, se transforma en el núcleo emocional de toda interacción. En este nuevo orden, el tiempo no solo es dinero: es afecto. Y la demora no es una pausa, sino una arquitectura. Cada minuto que pasa sin respuesta instala un relato. Una interpretación. Una tensión. Una dramaturgia que ocurre sin palabras, pero que construye sentido con la misma intensidad. No se trata de impaciencia. Se trata de lenguaje. Porque cada sistema de comunicación moldea una sensibilidad. Y la nuestra está siendo entrenada para leer en el hueco, para buscar en la omisión, para interpretar en el margen. El “visto” ya no es un estado técnico, sino un terreno simbólico. Y, como tal, opera con una lógica propia, una gramática hecha de ausencias. Aceptar esto implica repensar la forma en la que entendemos la presencia. Porque ya no se está en la respuesta, sino en la posibilidad de que esa respuesta llegue. El vínculo se suspende en esa espera. Se define en esa latencia. Se construye en ese umbral que no se cierra. Lo que muere, entonces, no es solo una función. Lo que muere es una concepción del tiempo, del decir, del estar. En su lugar, emerge una lógica que valora más la insinuación que la afirmación. Más la expectativa que el contenido. Más la pausa que la palabra. Y cuando todo puede ser gestionado, incluso la atención, incluso el afecto, incluso la presencia, responder deja de ser un acto espontáneo para convertirse en una intervención. Un recorte. Un posicionamiento. En un mundo donde la atención es el recurso más escaso, el silencio se vuelve el gesto más ruidoso.
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