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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 29/06/2025 06:32
Ali Khamenei, líder supremo de Irán (Office of the Iranian Supreme Leader/WANA via REUTERS) La reciente guerra entre Irán e Israel, en la que por primera vez ambos países intercambiaron fuego directo a gran escala, dejó una conclusión estratégica que resuena más allá del campo de batalla: la famosa red de milicias de Irán no actuó como tal. Las seis fronteras de fuego que el régimen iraní había cultivado con esmero —en Gaza, Líbano, Siria, Irak, Yemen y Cisjordania— fracasaron en su momento decisivo. Ni siquiera tras un ataque directo al territorio iraní, incluyendo un bombardeo en pleno Teherán, esas milicias respondieron con la unidad y contundencia que se suponía justificaría años de inversión militar, ideológica y financiera. Lo que se prometía como una constelación de brazos armados fieles a Teherán demostró ser, en buena medida, un espejismo. Desde la Revolución Islámica de 1979, y con especial énfasis desde la década de los noventa, la Guardia Revolucionaria iraní, mediante su fuerza de élite encargada de operaciones externas, la Fuerza Quds, se propuso establecer un “Estado profundo iraní” en varios países árabes. El artífice de ese diseño fue Qassem Soleimani, comandante de la Fuerza Quds desde 1998 hasta su eliminación selectiva en 2020, por orden del entonces presidente Donald Trump. Soleimani no era simplemente un general: era el arquitecto de la estrategia de proyección regional de Irán, una figura carismática y temida, con un aura casi mitológica en Teherán. Supo combinar asistencia militar, penetración ideológica y operaciones encubiertas para sostener a sus aliados en Irak, Siria, Líbano, Gaza y Yemen, construyendo una red que respondía más a su liderazgo personal que a una lógica estatal. Qassem Soleimani Su muerte no desactivó de inmediato ese andamiaje, pero sí desarticuló la cohesión política que lo mantenía unido. Soleimani tenía la capacidad de resolver disputas internas, alinear agendas y reforzar la narrativa de un frente común contra Israel y Estados Unidos. Sin él, la coordinación entre las distintas milicias decayó. Y si algo quedó claro en esta última escalada entre Irán e Israel es que ninguna figura en Teherán ha logrado ocupar su lugar. La idea de una respuesta sincronizada desde múltiples frentes se diluyó entre disensos internos, cálculos políticos y temor al costo. El modelo Soleimani era sencillo pero ambicioso: fomentar movimientos político-militares locales, armarlos, financiarlos y entrenarlos para que operen como brazos iraníes, creando presión constante sobre los enemigos del régimen. Sin embargo, la realidad reciente mostró que las lealtades ideológicas tienen un límite cuando entran en juego intereses locales. Hamas, por ejemplo, aunque mantiene vínculos estrechos con Irán, actuó de manera autónoma en el ataque del 7 de octubre de 2023, sin informar a Teherán. Esta iniciativa unilateral sorprendió a sus supuestos aliados, que respondieron con fuego limitado, descoordinado y principalmente simbólico. En Líbano, incluso dentro del campo chiita, surgieron voces disuasorias como el movimiento Amal. En Irak, figuras como Muqtada al-Sadr y el gran ayatolá Sistani desaconsejaron cualquier involucramiento mayor. Los grupos armados que Irán creía moldeados a su imagen resultaron tener agendas propias, reacios a arriesgar su poder local o sus intereses económicos por una lógica de confrontación dictada desde Teherán. Paradójicamente, este debilitamiento de la red proxy representa no sólo un revés para Irán sino también una oportunidad para sus rivales. A corto plazo, Israel salió fortalecido: disuadió a Teherán con una ofensiva quirúrgica, demostró su superioridad tecnológica en defensa aérea y evidenció la fragilidad del eje iraní. Pero el impacto más profundo puede darse a nivel regional. El fracaso de las milicias abre espacio para que nuevos actores árabes vean la normalización con Israel no como una traición, sino como una estrategia de supervivencia. Desde los Acuerdos de Abraham, firmados en 2020 entre Israel y varios países del Golfo, se consolidó una tendencia en la que el pragmatismo empezó a imponerse sobre viejas narrativas panarabistas. Aunque la guerra en Gaza congeló ese proceso, la inacción de las milicias proiraníes ante el ataque a su principal aliado reavivó la idea de que Irán es más una amenaza que una garantía. Si Israel hubiese fallado en frenar el ataque iraní, probablemente habría estallado una carrera nuclear en Medio Oriente, con varios países árabes buscando armas propias. Pero ocurrió lo contrario: la defensa israelí, firme y contenida, mostró que Teherán no tiene el control ni la capacidad que muchos le atribuían. Eso puede abrir un nuevo escenario. Siria, tras años de guerra civil, enfrenta un cambio profundo. Bashar al-Assad fue desplazado y reemplazado por un liderazgo que, paradójicamente, proviene de grupos vinculados históricamente a Al Qaeda. En ese contexto, el país busca reconstruirse y asegurar su supervivencia política y económica, lo que ha llevado a sectores del nuevo gobierno a considerar un acercamiento pragmático a Israel como parte de su estrategia de legitimación y equilibrio regional. Este dato puede parecer contradictorio, pero ilustra cómo la lógica geopolítica en Medio Oriente supera frecuentemente las divisiones ideológicas. Por su parte Arabia Saudita, inmersa en un profundo proceso de modernización económica y en la búsqueda de un liderazgo regional basado en la influencia cultural y diplomática, podría avanzar de forma gradual hacia la normalización con Israel. Esta decisión responde a una lógica estratégica clara: frenar el avance de Irán y sus aliados, privilegiando la estabilidad regional por encima de viejos antagonismos. Esto no significa el fin del poder iraní en la región. Hezbollah sigue siendo una fuerza formidable, los hutíes operan con autonomía en Yemen y las milicias chiitas en Irak mantienen influencia política y militar. Pero el sueño de Soleimani —una red de milicias islámicas actuando en conjunto como un “cinturón de fuego” bajo control persa— ha sufrido un golpe devastador. Teherán descubrió que construir lealtades ideológicas no basta cuando estas compiten con ambiciones locales, intereses económicos y supervivencia política. La guerra de 2025 será recordada no solo por sus efectos militares, sino por su impacto conceptual. Marcó un límite al expansionismo indirecto de Irán y obligó a sus enemigos a repensar sus estrategias defensivas. También dejó en evidencia que incluso los diseños geopolíticos más sofisticados pueden derrumbarse cuando descansan en premisas frágiles sobre lealtad, obediencia y sacrificio. A menudo, es en los momentos de máxima tensión cuando se redefinen los equilibrios regionales. Esta guerra no solo alteró el curso del programa nuclear iraní: desnudó las vulnerabilidades de Teherán, reconfiguró alianzas y abrió la puerta a una nueva etapa en la arquitectura estratégica de Medio Oriente.
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