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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 24/06/2025 07:00
Daniela Aza (foto: Eva Coronel) El recuerdo que Daniela Aza tiene de su paso por la escuela es memoria, pero también presente: es una intervención para cambiar el futuro. “Tengo una condición poco frecuente que se llama artrogriposis múltiple congénita”, dice, “y desde el comienzo fue todo difícil: dijeron que no iba a caminar, que no podía escolarizarme, que no iban a poder conmigo. Y acá estoy”. Daniela es Licenciada en Comunicación y activista por los derechos de las personas con discapacidad —desdes las redes cuestiona mitos y tabúes—, es autora y conferencista. También es madre: siempre creyó que no iba a poder y es un momento que esperó mucho. Su historia es la historia de la tenacidad y de la creencia —la certeza— de que, como sociedad, podemos ser mejores. —No me interesa ni demonizar al docente ni victimizar a la persona con discapacidad —dice—. Me interesa mostrar que la educación puede ser mejor para todos. Daniela comparte su vida y sus ideas en el marco de los encuentros que Argentinos por la Educación y Ticmas realizan mensualmente. La charla se da en las oficinas de Argentinos. Afuera, Buenos Aires vive la agitación de una ciudad que nunca tiene tiempo que perder; adentro, cuatro personas escuchan —escuchamos— a alguien que aprovechó el tiempo para pensar. Cuando tenía cinco años, sus padres empezaron a buscarle un colegio: "Lo primero que le dijeron a mi papá —dice— fue: 'No estamos preparados para recibir a Daniela'", cuenta. (Foto: Eva Coronel) “No estamos preparados” Cuando tenía cinco años, sus padres empezaron a buscarle un colegio para que iniciara su escolaridad: un derecho y una obligación. —Lo primero que le dijeron a mi papá —dice— fue: “No estamos preparados para recibir a Daniela”. Esa frase se repite aún hoy, en 2025. Como si no haber hecho nada en 40 años fuera una justificación. Sus padres no se resignaron. Presentaron papeles, informes médicos, pidieron reuniones, pelearon por una vacante. Ellos sabían que Daniela podía convivir con los demás chicos. Estaban en lo cierto. Finalmente, fue admitida en una institución que la acompañó durante toda la escolaridad: jardín, primaria y secundaria. Al principio, le pedían a la madre —que era maestra— que se quedara cerca por si pasaba algo. —No es que yo necesitara una acompañante terapéutica —dice—. Mi mamá se quedaba porque las seños tenían miedo a la situación. Le pedían que se quedara en un bar cerca, por si pasaba algo. Un miedo que puede plantearse como algo más que desconocimiento: un temor a la diferencia. Un miedo que se fue borrando con el correr del tiempo. “Por eso digo que la escuela aprendió conmigo. Aprendieron que había otras formas de estar. Otras maneras de enseñar. Que no era cuestión de meterme a la fuerza en los modelos lógicos de la normalidad, sino de encontrar lo que sí podía hacer”. “Una escuela pensada para incluir” Una de las críticas más firmes de Aza es hacia el modelo médico de la discapacidad, que toma a la diferencia como problema y se obsesiona con la reparación. “Ese modelo piensa en cuerpos deficitarios, en enfermedades que hay que corregir. Está bien que exista, pero tiene que quedarse en el consultorio. Cuando salimos de ahí, somos personas. Y la sociedad tiene que estar preparada para convivir con la diversidad, no para suprimirla”. Las palabras que usamos también importan. “¿Por qué tengo que tener un ‘problema’? ¿Qué ‘problema’ tengo yo? El problema lo tiene la sociedad que no genera o no construye las iniciativas para que yo sea parte. ¿Por qué hablar de ‘casos’ como si fuéramos expedientes? Todo ese lenguaje reproduce una idea: que lo que no encaja es lo que hay que sacar”. La inclusión no es solo una decisión institucional. Es una práctica en la que intervienen todos los actores y, como tales, necesitan formación, compromiso y recursos. “A los doce, trece años tuve una cirugía que requirió que fuera en silla de ruedas. Mis docentes se organizaron para que pudiera seguir cursando. Mis compañeros también. Me llevaban, me ayudaban, me acompañaban. Y yo también aprendí a valerme por mí misma”. Pero aquello que vivió en su escuela, ¿se ve hoy en las aulas? “Avanzamos como sociedad; hay más herramientas, hay más acceso a Internet, más apoyos tecnológicos, más oportunidades. pero hay que tomarlas. Las oportunidades por sí solas no cambian nada”. Uno de los aspectos más alarmantes que Daniela menciona es la persistencia de prácticas de exclusión encubierta: —Sigue pasando lo mismo —dice—: no hay vacantes, se pone en duda si el chico va a poder. Ya no es admisible que una escuela no tenga rampas, que un docente no sepa cómo actuar, que se aísle a un alumno en la clase de gimnasia. No sirve que admitan a un alumno si después lo aíslan. Eso no es inclusión. Es abandono. Una imagen que se opone diametralmente a esta realidad es la escuela de Estados Unidos a la que fue gracias a un intercambio escolar: “Era toda accesible”, dice, “piso plano, rampas, recursos. Me impresionó, no por lo moderno, sino porque todo estaba pensado para incluir”. —¿Puede la inteligencia artificial ser una aliada en el camino de la inclusión? —Depende. Como toda herramienta, puede servir para ayudar o para excluir. Depende del uso. Las redes sociales, por ejemplo, también pueden hacer daño. Pero si se usan con responsabilidad, son una plataforma para visibilizar, para informar, para educar. "El objetivo no es que te dejen entrar. El objetivo es que quieras estar. Que la escuela no sea un padecimiento", dice Daniela Aza (foto: Eva Coronel) La inclusión en la formación docente La convivencia en el aula no fue fácil, pero tampoco fue imposible. —Yo sentía la diferencia, claro; sobre todo en la adolescencia. En los recreos, cuando todos salían corriendo y yo no podía. O en los juegos que no podía hacer. Pero mis compañeros eran solidarios. Había padres que les decían: “Inviten a Daniela a dormir, invítenla al cumpleaños”. Eso hoy no se ve tanto; sigue pasando que a los chicos con discapacidad no los invitan porque “va a ser un lío”. Los chicos aprenden a excluir en casa. Si no, no lo hacen. Hay que empezar por ahí. Educar desde la familia. Mostrar con el ejemplo. Que el otro no es una carga, sino una oportunidad para aprender a mirar distinto. Daniela plantea la necesidad de una mirada plural e inclusiva de la educación, desde una política pública que intervenga en el sistema y no responsabilice a los docentes. “Falta que dentro de la currícula de formación docente se incorpore la materia de inclusión o discapacidad para que los docentes estén más preparados”, dice, y sigue: “En los profesorados no se habla lo suficiente de inclusión, de discapacidad, de estrategias de enseñanza para distintos perfiles”. En concordancia con este reclamo, vale destacar que Argentinos por la Educación publicó hace unos meses un informe en el que los docentes expresaban las necesidades de su formación continua: los docentes jóvenes pedían más capacitación en alfabetización; los que ya tenían más experiencia, en género y diversidad. Una escuela para todos Desde que fue madre, Daniela piensa más que nunca en la escuela como espacio de socialización: —Quiero que mi hijo crezca en una escuela donde todos tengan lugar. Que aprenda valores, no solo contenidos. Que no tenga que ocultar al que camina distinto. Que no lo mire como raro, sino como alguien más. La convivencia, dice, no es un objetivo, es un derecho. Y ese derecho no puede depender de la voluntad de un docente, de la predisposición de una directora o del activismo de una madre: tiene que haber políticas, tiene que haber Estado: “porque si no, seguimos a merced de la buena voluntad”. —El objetivo no es que te dejen entrar —dice—. El objetivo es que quieras estar. Que la escuela no sea un padecimiento. Que no se tolere a alguien distinto, sino que se celebre que todos lo somos. A mí me gustaba ir al colegio. Y eso, que tuve que pelearla desde el principio. Ojalá cada vez más chicos con discapacidad puedan decir lo mismo.
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