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  • Silencio cómplice

    » Diario Cordoba

    Fecha: 18/06/2025 06:04

    Mientras los pilares milenarios de nuestra civilización se resquebrajan con la sordina de los derrumbes anunciados, mientras las columnas que sostuvieron el alma de Occidente -la verdad, el bien, la belleza, la trascendencia- son minadas no ya con la dinamita de la impiedad, sino con el ácido letal del olvido consentido, los buenos callan. Y no callan por ignorancia, ni siquiera por escepticismo fatigado, sino por una forma de cobardía que ha aprendido a disfrazarse con los afeites pusilánimes de la tolerancia, esa virtud adulterada que se ha convertido en escudo de los espíritus claudicantes. Lo dijo Edmund Burke, con esa sobriedad de quien contempla el abismo con lucidez sin escándalo: «Para que el mal triunfe, basta con que los buenos no hagan nada». Y hoy los buenos no hacen nada con una obstinación que linda con la apostasía. Ya no hacen falta inquisidores que ardan en celo dogmático, ni tiranos de gesto crispado: basta con una opinión pública amaestrada que ladra al disidente, basta con una sociedad entrenada en la sospecha y la burla, basta con esa plaga digital que convierte cada matiz moral en una herejía castigada por las multitudes ignaras. El totalitarismo de nuestros días no se impone con tanques ni con yugos, sino con sonrisas profilácticas, con boletines oficiales y algoritmos inquisitoriales que cancelan al que osa decir que el rey está desnudo. Pero, ¿quién se atreve ya a decirlo? ¿Quién alza la voz cuando la blasfemia es elevada a libertad creadora y la fe es reducida a superstición folclórica? Los templos se vacían sin que nadie llore, las aulas se tornan laboratorios de reingeniería moral, las familias se dispersan como tribus nómadas sin ley ni altar, y la lengua se prostituye en boca de quienes han renunciado a nombrar lo verdadero. Pero los buenos callan. Y su silencio es más escandaloso que las imprecaciones del mal, porque lleva en sí el germen de la rendición decorosa, de la claudicación vestida con el frac de la prudencia. Solzhenitsyn, que sufrió en su carne el terror frío de las ideologías redentoras, supo que el mal no necesita cómplices declarados: le basta con los silencios tibios de los que no quieren perder la comodidad de su anonimato moral. Y no faltan entre estos callados los que aún frecuentan las iglesias con gesto compungido, los que alumbran una vela en noviembre y hojean a los clásicos con piedad melancólica; pero cuando la hora exige un testimonio, cuando el mundo clama por una palabra que sacuda la modorra generalizada, enmudecen. Temen ser tachados de reaccionarios, cuando ser reaccionario no es otra cosa que reaccionar -con amor y con ira santa- ante la barbarie disfrazada de progreso. Hoy callar es otorgar. Callar es pactar con los mercaderes que han ocupado el templo. Callar es abandonar la ciudadela del alma al saqueo de los nihilistas satisfechos. Y mientras la sangre de los mártires del espíritu clama desde la tierra, los buenos prefieren susurrar en privado, no vaya a ser que el aire se llene de reproches. Mas llegará el día -porque todo se paga, incluso lo no dicho- en que ese silencio se alce contra ellos como un juicio inapelable. Que no se diga entonces que no supimos. Que no se diga que fuimos vencidos por el Mal, sino por nuestra cobardía. Porque el silencio de los buenos es la más eficaz de las traiciones. *Mediador y escritor

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