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  • El tren económico

    » El litoral Corrientes

    Fecha: 15/06/2025 05:02

    Por Enrique Eduardo Galiana Moglia Ediciones Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas” “Homenaje a la memoria urbana” Octava parte n “El toro de fierro” como se lo llamaba tenía la trocha angosta, las más estrecha de todas, luego vienen la media y la ancha. En épocas en que Corrientes no tenía caminos, los pocos que habían eran malos o peor impedían al interior comunicarse con la Capital. El Económico comenzó uniendo Santa Ana, Primer Ingenio Correntino, una vía llegaba hasta el río Paraná cerca de San Cosme lugar en que bajaban las máquinas que venían en barcos. En la ciudad su estación anterior a la que conocemos estaba en San Martín y Santa Fe, desde allí tenía vías que unían el puerto Italia y puerto Corrientes. Luego se extendió a San Luis del Palmar, Herlizka, Lomas de Gonzáles, Lomas de Vallejos, llegaba a General Paz, Caá Catí, se extendía hasta Mburucuyá terminando su recorrido en Manantiales. Los vecinos de estas localidades más otras que no cito, encontraban en el tren el comercio, salud, educación, los diarios, revistas, libros. Un vagón estaba destinado al correo, los estafeteros de cada lugar recogían la correspondencia para que llegara a destino, a ello se sumaban los encargos a los empleados del ferrocarril para gente de las intermedias, abundaban en las estaciones vendedores de todo tipo: maíz hervido, chipá cueritos, empanadas dulces de toda clase, algunas bebidas fabricadas en la zona, conformaban un espectáculo maravilloso. El viaje duraba más de un día y medio con mucha suerte, pues cuando venían las crecidas en lugares conocidos como esteros Maloyas y otros, el coraje del maqui- nista, foguistas, aparecía en el momento preciso. Frenaban el convoy observaban el panorama, las aguas tapaban las vías, uno se adelantaba a caballo, siempre estaba el gaucho de la zona que daba una mano, medía la profundidad de la vía, observaba si no había llevado el terraplén con durmientes y vías, después de este “científico” estudio decidían si se largaban o no a desafiar a los esteros. Era demo- crático el asunto, estaban quienes pretendían esperar, eso suponía días en el tren con los agravantes que traía, mujeres a la derecha, hombres a la izquierda para hacer sus necesidades, ojo con el que espiaba porque ligaba una paliza de padre y señor mío, no había apelación o revocatoria, guascazos por el lomo y atado hasta llegar a la estación próxima, se analizaban los víveres el agua, aunque muchos llevaban las pastillas del ejército para potabilizar las aguas de esteros y lagunas, tenían ingenio. Realizado el escrutinio por medio del telégrafo comunicaban la decisión a la central, asimismo a la parada de Caá Catí, desde allí partían familiares con caballos, mercaderías etc. a fin de socorrer a los sitiados, generalmente sus parientes venían en el “torito”. Manuel Gómez, español de Medina Sidonia en Cádiz, maquinista estudiaba la altura y volvía a repasar la información del bicheador (observador), entre tanto don Lucio Coria, español de vaya saber dónde, colocaba una plancha de hierro donde avivaba el fuego externo, fuera leña o carbón de piedra según la máquina que utilizaban, la caldera resoplaba, lanzaba humaredas, estaba enojada con el desafío. Extrañamente de un lugar que nadie advertía, aparecía un jinete que giraba su caballo delante de los conductores y pasajeros, con voz bien correntina pero afollada lanzaba su opinión: “métanle que van a pasar” o en otros casos, “se van a quedar porque un durmiente cedió chamigo”, dicho esto el jinete se perdía en los esteros como el humo asciende con el viento, Manuel expresaba: “este es un espíritu que conoce el lugar, debe andar enterrado cerca”. Lucio lo miraba con curiosidad, aunque sabía bien de la situación porque la vivió muchas veces. “Si el espectro nos dijo le metemos, adelante querida” decía acariciando sus manijas manivelas, los relojes marcaban el máximo de la presión, volviendo el convoy hacia atrás hasta una distancia prudencial, tomaba carrera hacia las aguas enfurecidas, se metía la locomotora y sus vagones poblados de pasajeros con los pies arriba de los asientos, machete en mano por si alguna víbora se atrevía a subir, o algún yacaré hambriento o lo que fuera. Con la velocidad de la distancia comenzaba a toser, se enfriaba la caldera, el jinete fantasmático gritaba, “ahora métele que fuego chamigo”. Lució abría la caldera y arrojaba el fuego centelleante que daba nuevo vigor al “torito de hierro”, pasaba la locomotora el viaje estaba salvado, muchos estaban observando –como hemos dicho– esperando el cruce, acompañaban la columna con la humareda gritando sapukay, volvía a desaparecer el jinete. Los aplausos brotaban espontáneos entre pasajeros y acompañantes. Llegaban al pueblo de General Paz, el jefe de la estación felicitaba a los empleados, los recibían con comida y algo de beber, recibían regalos. El jefe de la estación expresó: “Los ayudó pá nuestro muerto”. Manuel y Lucio, contestaban: “Y sí, parece que adora al tren”. “Dicen que lo mataron cuando viajaba y tiraron su cadáver en los esteros, nunca más lo encontraron”, agregó el jefe. “Así es”, respondieron los operarios, “toda la culpa del rojo y el azul, siguen matándose por colores. Le madrugó el liberal, el otro se confió, era ligero con el cuchillo y el revólver, pero se descuidó, como buen querendón con las mujeres se distrajo cuando una mujer que resultó ser una cómplice del matador, mostró sus pies descuidadamente. Los ojos del rojo quedaron encandilados, allí recibió el tiro en la cabeza, ni se enfrió chamigo y lo tiraron por la ventana, previo robarles la guayaca y el armamento. Dicen que se tiraron del tren, como iba despacio y lo esperaban sus correligionarios con montados, si te he visto no me acuerdo”. Terminada la conversación volvía el tren hacia su destino final. En las hermosas noches caacatieñas de luna deslumbrante, los vecinos dicen que se escuchan las campanas de la llegada del tren, otros que escuchan desde lejos el sonido de la locomotora arrojando humo hacia los vientos que soplan sobre sus lagunas, hasta los juncos y otras hierbas se estremecen con los fantasmas del Tren Económico. Hoy Raúl Cristian forma parte de la columna de fantasmas que recorren sus calles, va cantando “Caacatieño soy…”, Alcides que goza de plena salud lo ve y lo acompaña desde este plano. En la ciudad de los poetas, no cabe ninguna duda que los mismos regresan a su terruño cuando su guardián los autoriza a visitar el tiempo actual, no caben de gozo las ánimas que no están en pena, son alegres y entre zarandajas recorren las antiguas calles. No dejan de escuchar la composición “Viejo Caá Catí” de otras dos ánimas que visitan el lugar, Mansilla y Romero Maciel. Los bardos nunca mueren, viven en el alma de los pueblos como sostiene Whalt Whitman, “son los eternos recordados y amados”.

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