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  • Una mirada desde la alcantarilla. El gen destructor

    Parana » Ahora

    Fecha: 12/06/2025 09:33

    * Se podía ver desde la persiana de cedro del comedor cuando cortaron las flores. Todas de cuajo. Arrancaron el cantero, gritó la madre. Margaritas y jazmines quedaron desplumados, si un gato hubiera cazado pájaros habría quedado menos revuelo. Al regreso del trabajo la mujer que vivía al lado encontró sus árboles sin ramas, amputados como soldados mientras hombres vestidos de azul se alejaban. Un día un estudiante tuvo una crisis y pateó la puerta de un departamento que alquilaba, casi despega el marco con la punta de su pie, casi descarna el pie de su esqueleto. Llegaba a clases rengo, con una férula y casi no hablaba. Eso lo sé porque lo escribió en la clase de literatura y le creí. Algunas palabras guardan verdad, nunca supe a ciencia cierta si vivía incluso en una casa con puertas de madera o si practicaba un deporte o si trepaba palos de luz. Quería romper cualquier cosa, incluso su cuerpo. Un marido que tuve estrelló un plato con comida en la pared mientras almorzábamos, no recuerdo la conversación que lo llevó a eso, me acuerdo de las astillas de vidrio en el mantel, de la noche en la mesa con puntas de estrellas en las ensaladas aunque hubiera sol y otoño al otro lado de las cortinas. Me acuerdo del asombro ante las ganas de reventar una cabeza como si se tratara de una sandía. Me acuerdo de mis partos como carneadas, de mis alumbramientos como milagros. Algunas veces vemos cosas que no están, creemos en los rincones luminosos escondidos en el lenguaje -aunque el lenguaje no diga- algunas veces pienso en el poema de Ada Limón que dice: No he renunciado a tratar de vivir una buena vida, incluso una vida realmente buena, sentado en la cocina en Kentucky, imaginando lo agradable que seré, el avance de la satisfacción y del deseo, todas estas necesidades satisfechas, y luego insatisfechas de nuevo. Cuando era niña, me entusiasmaban las zanahorias, sus tapas de neón arácnidas en la parcela del jardín. Y así los arranqué a todos. Rompí las nuevas raíces y se las llevé, como un premio, a mi padre, quien me regañó, con razón, por matar toda su cosecha. Los amaba: mis propias cosas muertas y brillantes. Tengo treinta y cinco años y recuerdo todo lo que he hecho mal. Ayer fui amable, pero en realidad me molestaba la alegría del campo. ¿Por qué debemos practicar esta rendición? Lo que quiero decir es: hay días que todavía quiero matar las zanahorias porque puedo.

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