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  • Hamás descabezado y el dilema de los rehenes: la guerra que no termina

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 07/06/2025 04:56

    Soldados de Israel en la Franja de Gaza A casi veinte meses del ataque del 7 de octubre, la campaña militar israelí ha logrado desmantelar buena parte de la estructura de Hamás en la Franja de Gaza. Decenas de líderes asesinados, miles de combatientes eliminados, la red de túneles colapsada y el aparato burocrático del grupo reducido a ruinas. Y sin embargo, aún hay 56 rehenes israelíes en Gaza. Solo 20 de ellos se presume que siguen vivos. ¿Cómo se explica que, con semejante nivel de destrucción, aún no se haya logrado liberarlos? La paradoja de esta guerra es que Israel ha conseguido desarticular los componentes principales del poder de Hamás, sin lograr todavía sus dos objetivos centrales: la destrucción total del grupo y la recuperación de los rehenes. Los nombres que alguna vez dirigieron la organización están, en su mayoría, muertos o escondidos bajo tierra. Muhammad Deif, Yahya Sinwar y Marwan Issa ya no operan. La cadena de mando ha sido severamente dañada, y muchos de los batallones que antes controlaban barrios enteros hoy funcionan de forma fragmentada y con baja capacidad de fuego. La ofensiva Gideon’s Chariots ha sido meticulosa y constante, tomando uno por uno los bastiones de Hamás en Rafah, Khan Younis y la Ciudad de Gaza. Pero el problema va más allá de los nombres. Hamás ya no gobierna Gaza, pero sigue operando como red insurgente. Algunos de sus cuadros más relevantes aún siguen vivos: Ezz al-Din al-Haddad, Raed Saad, Imad Aqel, Muhammad Odeh, entre otros. No controlan la Franja, pero tampoco han sido neutralizados. Los últimos informes indican que cada uno comanda pequeños núcleos de combatientes, sin capacidad de lanzar una ofensiva, pero sí de entorpecer cualquier intento de reconstrucción o liberación. Y más importante aún: muchos de ellos estarían implicados directamente en la retención y ocultamiento de los rehenes. La pregunta que sobrevuela los círculos de inteligencia y los gabinetes de guerra es brutalmente simple: ¿qué falta para derrotar definitivamente a Hamás? ¿Y por qué, después de tanto, no se ha podido rescatar a los últimos cautivos? La respuesta parece estar en tres planos. El primero es operativo: sin inteligencia humana precisa —sin detenidos que hablen, sin comandantes capturados con vida, sin mapas actuales del sistema de túneles—, cualquier operación de rescate es una ruleta rusa. Hamás ha ocultado a los rehenes como si fueran armas estratégicas, diseminados, probablemente custodiados por células autónomas o incluso por clanes familiares con afinidad ideológica. Matar a los altos mandos sirve, pero no garantiza el éxito de una misión de extracción. El segundo plano es simbólico. Hamás sabe que mientras tenga rehenes, tiene algo que negociar. La supervivencia de sus líderes no es solo una cuestión física, sino política: cada dirigente que logra escapar a la muerte o al arresto es una pieza viva en una guerra que se libra también en la narrativa regional. Desde su fundación, Hamás ha demostrado ser más que una estructura militar: es una idea, una red transnacional, un actor político con apoyos en Irán, Qatar, Turquía y el sur del Líbano. Puede mutar, esconderse, recomponerse. La decapitación de su cúpula no implica su desaparición como amenaza. Y el tercer plano es estratégico. Israel ha demostrado que puede ganar todas las batallas y aún así no cerrar la guerra. Sin una solución política —una alternativa de gobernabilidad palestina en Gaza, algún tipo de administración árabe o internacional que impida el retorno del caos—, el terreno queda fértil para una nueva forma de Hamás, u otro grupo que tome su lugar. La idea de una “victoria total” se vuelve más esquiva cuanto más se acerca el final de la operación militar. Porque eliminar a un enemigo no garantiza el control de lo que viene después. Hamás no es hoy lo que era hace dos años. Está más débil, más perseguido y roto que nunca. Pero sigue siendo capaz de mantener con vida una tragedia que comenzó el 7 de octubre, con la masacre de más de 1200 personas y el secuestro de 240 civiles y que continúa hoy en la forma más cruel de 58 rehenes en Gaza. Esa persistencia del dolor es la prueba más brutal de que la guerra, aunque avance en su faz militar, no puede considerarse ganada. No mientras los rehenes sigan bajo tierra. No mientras los escombros de Gaza sigan ocultando células dormidas. No mientras el sistema ideológico y financiero que sostiene a Hamás —desde Irán hasta Qatar— siga intacto. Israel ha infligido un daño estructural a Hamás como nunca antes. Pero incluso si mañana cayera el último de sus líderes, lo que vendrá después será igual de desafiante: reconstruir sin repetir, contener sin asfixiar, y garantizar que el vacío que deja el terror no sea ocupado por un nuevo grupo yihadista. La victoria en esta guerra no será un acto puntual, sino un proceso largo, ambiguo y doloroso. Quizás por eso, lo que más asusta no es que Hamás todavía exista, sino que, aun derrotado, siga marcando los tiempos del conflicto. Porque cuando el enemigo ya no gobierna, pero aún dicta el dolor, la paz está lejos. Lo que queda por delante no es una fase final, sino un umbral peligroso. Israel puede seguir eliminando cabecillas, puede seguir degradando la infraestructura armada. Pero mientras los rehenes sigan bajo tierra, mientras no se logre rescatar ni siquiera a los últimos 20 con vida, la sensación de victoria será siempre incompleta. Y Hamás, aún sin poder gobernar, seguirá reteniendo el poder de condicionar el destino de todo un conflicto.

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