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  • Fake news: ¿quién paga lo platos rotos?

    » Comercio y Justicia

    Fecha: 27/05/2025 00:04

    Por Pablo Salas (*) exclusivo para COMERCIO Y JUSTICIA Cuando los contenidos se fabrican más rápido que la realidad, las fake news pueden funcionar como armas para modificar resultados electorales, voltear gobiernos, inflar mercados o arruinar reputaciones. La regulación de las fake news en entornos digitales enfrenta el dilema de compatibilizar la lucha contra la desinformación con la libertad de expresión, principio consagrado en el artículo 14 de la Constitución Nacional y en el artículo 13 de la Convención Americana. Si bien Argentina no cuenta con una ley específica que regule de manera integral la difusión de noticias falsas en entornos digitales, el ordenamiento jurídico ofrece un conjunto disperso de herramientas. El Código Civil y Comercial de la Nación prevé la obligación de reparar todo daño injustamente causado (art. 1716), y la responsabilidad puede surgir incluso ante la difusión imprudente o negligente de información falsa cuando ello genere un perjuicio cierto (art. 1724), lo que para la doctrina permitiría encuadrar la difusión de fake news como una modalidad de daño comunicacional cuando afecta derechos personalísimos como el honor, la imagen o la privacidad. En el ámbito del consumo, la Ley 24.240 prescribe que la información brindada al consumidor debe ser cierta, clara y detallada (art. 4), y prohíbe expresamente la publicidad engañosa (art. 9). La normativa ha sido interpretada extensivamente en contextos digitales cuando una fake news, difundida con fines comerciales o a través de prácticas de marketing digital, induce al error de forma sistemática (CNCom, “Asociación de Consumidores Financieros c/ Mercado Libre”, 2020). En el plano penal, el Código Penal tipifica como delitos contra el honor las calumnias e injurias (arts. 109 a 117 bis), con aplicación limitada a imputaciones falsas que afecten directamente el honor de una persona determinada, y su persecución depende de instancia privada (art. 73 CP). La Corte Suprema de Justicia de la Nación ha delineado estándares altos de protección a la libertad de expresión, especialmente en cuestiones de interés público, lo que dificulta el avance de acciones penales en muchos casos de fake news. A nivel internacional, las soluciones legislativas se dividen entre el enfoque prohibitivo y el modelo garantista. En Alemania, la NetzDG (Ley de Cumplimiento de la Ley en Redes, 2017) obliga a las plataformas digitales a eliminar contenido ilegal en menos de 24 horas bajo amenaza de multas millonarias, y ha sido cuestionada por dejar en manos privadas una función cuasi jurisdiccional. La Ley contra la manipulación de la información francesa (2018) permite suspender contenidos falsos en época de campañas electorales. En Brasil, el Marco Civil de Internet (2014) intenta equilibrar neutralidad de red y responsabilidad limitada del proveedor, aunque su reforma en curso apunta a endurecer sanciones por desinformación. El enfoque estadounidense adopta una (des)regulación radicalmente diferente: la Sección 230 de la Communications Decency Act (1996) dispone que “ningún proveedor o usuario de servicio informático será tratado como el editor o portavoz” del contenido publicado por terceros, escudo de inmunidad que facilitó el crecimiento de gigantes web como Twitter o Google al no considerarlos responsables por los mensajes de usuarios. La Unión Europea toma una vía intermedia: el Digital Services Act (Reglamento UE 2022/2065) exige a los intermediarios la implementación de sistemas para detectar y retirar contenido ilegal (como incitación criminal o pornografía infantil) e impone a plataformas muy grandes (VLOPs/VLOSEs) la presentación de planes anuales de gestión de riesgos, entre ellos los vinculados a la desinformación. También obliga a la transparencia algorítmica y a advertir al usuario sobre recomendaciones patrocinadas. Entonces, ¿deben las plataformas ser responsables por las fake news que circulan en sus redes? Si buscamos una respuesta corta: depende. Si bien un factor atributivo de responsabilidad objetiva podría resultar excesivo, el principio de debida diligencia impone deberes mínimos, como actuar ante denuncias fundadas, brindar mecanismos de reporte y evitar la amplificación algorítmica de contenidos dañinos. Desde el derecho argentino, la responsabilidad de intermediarios se rige por el principio de conocimiento efectivo (“Rodríguez c/ Google”, CSJN, 2014), es decir, que no se exige al proveedor digital una vigilancia activa de contenidos de terceros, pero sí la remoción expedita tras una denuncia válida. Quizá el problema perdura cuando la fake news no afecta a una persona concreta, sino al interés público: ¿quién puede y debe accionar? El desarrollo normativo necesario se articula en tres frentes complementarios. Por un lado, tipificar la desinformación dolosa con potencial lesivo, distinguiéndola del error involuntario, la crítica legítima o la sátira. Segundo, establecer deberes concretos de diligencia para las plataformas digitales, sin delegarles funciones jurisdiccionales ni habilitar censura previa, pero exigiendo mecanismos eficaces de reporte, transparencia y cooperación. Finalmente, impulsar la alfabetización digital como política pública, recordando que, frente al avance de la desinformación, no alcanza con sancionar después: también es necesario educar antes. Nuestro ordenamiento actual ofrece un andamiaje robusto que debe nutrirse con normas adaptadas a la era digital, y protejan tanto la democracia como la libertad de expresarse en la web. (*) Abogado LLM (Master of Laws), Director de Carrera UCC.

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