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Parana » AnalisisDigital
Fecha: 25/05/2025 13:22
Nació el 25 de mayo de 1925 en la ciudad de Chacabuco y después de una intensa vida en la que fue maestro rural, seminarista, profesor de latín, piloto civil, guionista, periodista y escritor de siete libros inolvidables cada uno de ellos, fue secuestrado y desaparecido el 5 de mayo de 1976. Haroldo Conti ocupa un lugar destacado, quizás único, en la literatura argentina, un mundo hecho de silencios, derivas y una sensibilidad particular por los habitantes de las orillas. Entre narraciones breves -cuentos y crónicas- y las novelas Sudeste, Alrededor de la jaula, En vida y Mascaró, el cazador americano, construyó una épica de gestos mínimos y solidaridades sin estridencias y, sobre todo, dejó una respiración narrativa que persiste más allá del tiempo y despierta un interés creciente por rescatar sus textos y celebrar su vitalidad. En el entramado de la literatura argentina del siglo XX, Haroldo Conti ocupa un lugar único, hecho de silencios, derivas y, ante todo, de una lealtad absoluta a las orillas. No construyó su lugar de enunciación desde algún centro ni buscó inscribirse en tradiciones hegemónicas; prefirió seguir el ritmo de los cauces secundarios, allí donde la historia oficial apenas se insinúa y las vidas mínimas encuentran dignidad. Este año, que marca el centenario de su nacimiento, invita a una acción que vaya más allá de la conmemoración: revisitar su obra como quien se interna en un río escondido. Haroldo Pedro Conti nació el 25 de mayo de 1925 en Chacabuco, provincia de Buenos Aires, en el corazón de una llanura donde el horizonte no encontraba límites. Esa vastedad, que obligaba a mirar lejos, pero también invitaba a demorarse en los matices de luces y vientos, sellaría su sensibilidad literaria. Sin embargo, la vida de Conti no se circunscribió a una única pertenencia: transitó por múltiples oficios -maestro rural, seminarista, profesor de latín, piloto civil, guionista de televisión, periodista cultural- que expandieron su contemplación sobre el mundo y la enriquecieron con experiencias concretas. Su secuestro, el 5 de mayo de 1976, selló brutalmente la trayectoria de quien eligió narrar sin recurrir a la denuncia explícita. Nunca se supo oficialmente su destino. Sin embargo, más que reducirlo al símbolo del escritor silenciado -figura en la que inevitablemente fue convertido durante los primeros meses de la dictadura-, es necesario reconocer que su desaparición proyecta su obra como una forma de resistencia encarnada en la propia manera de contar. Una literatura contenida en siete libros de una densidad ética y poética extraordinaria, que aún hoy ofrece respuestas singulares al vértigo del presente: donde el paisaje no actúa como fondo, sino que se convierte en lengua; donde el tiempo no fluye, se arremolina; donde los hombres no conquistan: habitan. La épica que construye es la del gesto pequeño compartido. Esos recorridos vitales no se exhiben como autobiografía, sino que se sedimentan lentamente en la construcción de sus personajes y en la textura de sus paisajes. El hecho de haber navegado los ríos interiores y vivido entre islas, pueblos chicos y zonas apartadas le da a sus ficciones una verosimilitud palpable, una escucha atenta a lo frágil, una comprensión -sin idealizaciones- hacia quienes habitan lejos de las grandes concentraciones humanas. La relación de Conti con el Delta del Paraná no fue solo geográfica, también fue una preferencia estética y existencial. Más que retratar una región, inventó una zona literaria única, atravesada por una temporalidad lentificada que propició esa forma de estar en el mundo que impregnaría toda su narrativa. El agua, los juncos, las casas inclinadas, los perros vagabundos, los viejos pescadores no componen un cuadro regionalista ni un decorado folklórico: forman parte de un universo propio que marca el pulso de sus relatos. Hacia la brevedad La narrativa breve de Haroldo Conti, reunida en sus libros Todos los veranos (1964), Con otra gente (1967) y La balada del álamo Carolina (1975), compone una de las obras más singulares y persistentes de la literatura argentina del siglo XX. En sus cuentos, la pertenencia, la pérdida y el reencuentro no son solamente temas sino modos de existencia, respiraciones secretas en el corazón de una prosa que avanza con naturalidad. En Todos los veranos, Conti despliega un repertorio de personajes solitarios y errantes, modelados por el paisaje y sus estaciones. El cuento que da título al volumen es paradigmático: allí, padre e hijo habitan un tiempo suspendido junto al río, donde la vida transcurre entre pescas y silencios melancólicos. Conti no dramatiza: insinúa. El estilo, sereno y envolvente, perfila un mundo donde las pérdidas no irrumpen, sino que se filtran lentamente. Otro ejemplo es "Los novios", en que un idilio juvenil en el pueblo adquiere densidad simbólica. El amor es retratado aquí como una inocente ceremonia de acercamientos, gestos tímidos y promesas mudas. La prosa, de tintes líricos pero contenida, transmite el peso emocional de los pequeños rituales cotidianos. Finalmente, en “Ad Astra”, la muerte y el reencuentro con un hermano difunto surgen como epifanías naturales, más cercanas a un sueño que a una tragedia. En Con otra gente, el paisaje cambia, y también los tonos. Aquí, la ciudad, los bares, los grupos políticos juveniles y las conspiraciones menores componen un fondo de existencia más agitada, aunque igual de melancólica. En “Otra gente”, por ejemplo, el retrato de un grupo de jóvenes desilusionados que buscan razones para seguir adelante refleja un desencanto generacional que se ancla en los años sesenta. A diferencia de sus cuentos rurales, el estilo de Conti aquí se vuelve más fragmentado, más irónico, como si captara la velocidad y la precariedad de las nuevas vidas urbanas. “Cinegética” ofrece otro registro: el de una cacería en la que la violencia parece latente pero nunca se consuma de manera espectacular. Más que la presa, lo que importa es la atmósfera opresiva, los desplazamientos, la comunión incómoda entre los hombres. Conti logra aquí una tensión narrativa extraordinaria a través de mínimos gestos y descripciones contenidas. En "La espera", la soledad se convierte casi en personaje: un hombre pasa su vida aguardando un suceso que nunca llega. La minuciosa atención a los detalles insignificantes -una forma de resistencia contra el olvido y la nada- confirma el arte del cuentista para transformar lo trivial en revelación. Finalmente, La balada del álamo Carolina representa quizás la cumbre de su arte narrativo. En el cuento “La balada del álamo Carolina”, el protagonista es un árbol viejo, narrado en primera persona con una ternura y sabiduría extraordinarias. El paso del tiempo, la persistencia de la memoria vegetal, la fusión con el paisaje, encuentran en esta historia una expresión que desborda los límites convencionales del relato. Conti alcanza aquí una suerte de "naturalismo metafísico", donde la vida de un álamo se vuelve metáfora de toda existencia. "Las doce a Bragado" retoma los tonos más autobiográficos: un regreso a la infancia a través del recuerdo de un tío y los caminos polvorientos entre Chacabuco y Bragado. El viaje no es solo geográfico, sino temporal: las rutas se mezclan con las edades de la vida, y la nostalgia se instala como fuerza motriz del relato. En "Perfumada noche", la noche misma parece cargarse de sentidos múltiples: escenario de encuentros fugaces, de evocaciones infantiles, de duelos íntimos. Conti maneja aquí con maestría la sensación de que el pasado no ha muerto, sino que continúa latiendo en la porosidad de la vida cotidiana. En conjunto, estos cuentos no buscan la anécdota impactante ni la resolución dramática. Su estilo, de profunda cadencia lírica, trabaja con la materia sutil de los recuerdos, los afectos perdidos, las geografías interiores. Cada historia -trate de un padre e hijo pescando, un joven desencantado en la ciudad, o un árbol envejeciendo en el campo- habla de la precariedad de los vínculos humanos con su entorno y de la paradójica persistencia de lo perdido. Los personajes rara vez son héroes: son más bien testigos, viajeros, moradores transitorios de mundos que los superan y los transforman. Su arrojo consiste en resistir, recordar, habitar sus pequeñas derrotas con dignidad callada. La patria íntima Con la novela Sudeste (1962), Conti fundó un territorio ético. La novela, ambientada como gran parte de sus cuentos, en el Delta, relata la convivencia entre el viejo, el joven Boga y el perro bayo en una isla. La trama es minúscula y va de cortar junco y navegar a sobrevivir. Sin embargo, en esa mínima acción se cifra una filosofía de vida, una lección de aceptación frente al devenir incierto del mundo. El viejo no enseña a través del discurso ni de la explicación, sino mediante una pedagogía de los gestos y las acciones: compartir el trabajo, respetar los silencios, habitar el paisaje sin someterlo. La relación con el joven se teje en esa transmisión tácita, donde el saber no busca imponerse ni trascender; apenas continuar. Cuando el viejo parte hacia San Fernando, enfermo y solo, el Boga queda a cargo de la casa, del perro y del río. Solo queda una herencia muda. El lenguaje es austero, casi táctil y la escritura es demora. La luz filtrada en la cabaña, el sonido del motor que falla, la humedad que hace crujir maderas: cada detalle compone un fresco que funde la dimensión sensorial con la existencial. Sudeste se erige como un gesto literario que afirma otra forma de estar en el mundo, menos ruidosa pero no menos profunda. El Delta es patria íntima y una lección de humildad. Con Alrededor de la jaula (1966), Conti introduce la conciencia de que el despojo ya no es solo natural, sino también histórico. La ciudad, lejos de integrar, profundiza el desarraigo. En ese paisaje urbano deteriorado -la ribera sur de Buenos Aires, donde la ciudad industrial se desvanece entre vapores, barcazas oxidadas y restos de ferias populares- sobreviven Silvestre y Milo, un viejo y un niño que reparan cochecitos de feria y comparten una ternura sin necesidad de palabras. En esa intemperie, el vínculo entre ellos y la mangosta Ajeno se vuelve una forma de desafío silencioso, más poderosa que cualquier rebelión estridente. La novela retoma la ética de la humildad que vertebraba Sudeste, pero desplazándola a un contexto de encierro y degradación. El río ya no es ámbito de libertad, sino frontera difusa entre la promesa urbana y la miseria. La infancia, representada por Milo, aparece como una forma frágil de persistencia afectiva. La figura de Ajeno, la mangosta cautiva en el zoológico, condensa el núcleo simbólico del relato: la jaula como metáfora de una existencia cercada por la desprotección y la indiferencia social. Frente a esa clausura, Milo responde con gestos mínimos de cuidado: dar agua, acariciar. Sin grandes proclamas, Conti propone en esos actos cotidianos una ética de lo mínimo, una forma baja y constante de oposición al abandono. Publicada en 1971, En vida representa una de las obras más ambiciosas de Conti. Es su novela más abiertamente existencial y urbana, aunque todavía atravesada por el río, los márgenes y una poética del desarraigo. La trama sigue a Oreste, un personaje taciturno y sin rumbo claro que se desplaza por un mundo gris de trenes, habitaciones alquiladas, cantinas, islas abandonadas y personajes excéntricos. En ese tránsito entre el conurbano y la ribera, la historia traza un mapa deshilachado de vínculos rotos, lealtades difusas y recuerdos que no terminan de sedimentar. Oreste -funcionario menor, hijo que cuida a un padre enfermo, amante ocasional de su cuñada- no busca otra cosa que permanecer. Su derrotero no tiene meta, pero sí una sensibilidad extrema ante los vínculos y las cosas. Los personajes que lo rodean -el Negro Cárdenas, Nelly, el Gordo Rivero, la madre muda de la pensión, el fotógrafo- son figuras errantes, a veces grotescas, a veces entrañables, todos detenidos en un tiempo espeso donde la acción parece imposible. Hay algo beckettiano en la forma en que se hablan sin decirse nada, en cómo la rutina del cuerpo (el trabajo, la comida, el deseo) va sustituyendo cualquier plan o esperanza. La novela mantiene el tono elegíaco de Conti, pero lo encierra en una atmósfera urbana y crepuscular. La ciudad ya no ofrece escape: el río es apenas un fondo distante, y la isla a la que Oreste se retira configura una forma extrema del aislamiento. Es una novela sin estridencias, sin revelaciones, donde lo que se narra no es la caída sino el modo en que un hombre sostiene -con torpeza, con ternura- una vida que se le escurre. Con Mascaró, el cazador americano (1975), Conti lleva su literatura a un plano nuevo: el de la fábula liberadora. Lejos del lirismo contenido de sus obras anteriores, aquí abraza el barroquismo y el humor como estrategia de insurrección. La novela narra la travesía de la Trova de Arenales, un circo ambulante que recorre pueblos perdidos de una geografía latinoamericana imprecisa. Integrada por músicos, poetas, acróbatas y fugitivos, la Trova lleva alegría donde reina la desolación. Mascaró, su figura central, encarna la ambigüedad del payaso y del cazador: un ser que dispara, sí, pero contra el orden opresivo. Aquí, la risa es subversión. Cada función del circo es un acto político en clave de juego. Conti introduce fragmentos teatrales, canciones, episodios oníricos que quiebran la linealidad narrativa y abren el relato a múltiples registros de sentido. Publicada poco antes de su secuestro, Mascaró resuena hoy como un testamento literario. Pero no en el sentido de un cierre sombrío, sino como una afirmación potente: la vitalidad de imaginar, aún en medio del terror, una comunidad regida por el arte, la risa y la fiesta. Es una épica alegre, y no por eso menos insurrecta: su potencia política no reside en la denuncia directa, sino en la invención de otra forma de vida, donde lo lúdico, lo poético y lo colectivo desafían la lógica del orden y del miedo. Con el correr de las décadas y el cambio de siglo, la obra de Conti ha ido ganando un lugar fundamental en la literatura argentina y latinoamericana. No por la espectacularidad de su figura -a la que siempre evitó-, sino por la coherencia entre su escritura y su forma de habitar el mundo. Como en la Comala de Rulfo, la zona de Saer, la Santa María de Onetti o los arrabales de Borges, Conti erige en el Delta un espacio donde la fragilidad de la vida adquiere espesor mítico. Conti no escribe panfletos ni proclamas. La injusticia, la exclusión, la violencia aparecen filtradas en la demora de un remo, en el sigilo de una fuga y en el cansancio de una mirada. Esa elección estética es ante todo una ética: narrar el dolor sin hacerlo mercancía, sin dotarlo de la rentabilidad de la denuncia. Su apuesta por una poética de la lentitud y la contemplación ofrece una lección singular en un presente urgido por la aceleración y el consumo. Como las aguas del Delta que tanto amó y supo narrar, la literatura de Conti sigue fluyendo: a veces visible, a veces escondida entre juncales, pero siempre viva. Leerlo hoy es escuchar ese rumor persistente que dice que hay corrientes -y voces- que, por más diques que se levanten, no serán detenidas. Fuente: Página 12, Carlos Aletto.
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