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Concordia » Saltograndeextra
Fecha: 20/05/2025 14:34
La Canasta Básica de Crianza no representa solo un conjunto de bienes materiales; es necesario pensarla como una estructura simbólica que sostiene el desarrollo subjetivo de niñas, niños y adolescentes. En nuestro país, el costo de la CBC* que mide el INDEC es marcadamente mayor que el Salario Mínimo Vital y Móvil ($308.200), que apenas cubre un 67,5% de la misma. La Canasta Básica de Crianza tiene en cuenta el costo de bienes, servicios y el de cuidados, y alcanzó en abril los $410.524 para menores de 1 año, $487.826 para niños de 1 a 3 años, $410.197 para niños de 4 a 5 años, y $515.984 para niños de 6 a 12 años. Dados estos datos alarmantes, es posible pensar que asistimos a una fractura en el Otro Social, ese que indica que no hay sujeto fuera de lo colectivo, ese Otro que debería garantizar condiciones básicas para el despliegue de la vida psíquica y que, sin embargo, se encuentra fragmentado. Las estadísticas, lamentablemente, así lo reflejan cuando muestran que en el país el segmento de la población de los niños (0 a 14 años) es el más afectado por la pobreza, alcanzando un 51,9% en esta porción de la población. Indagando más, también es alarmante el porcentaje de argentinos que se encuentra en la pobreza entre los 12 y los 17 años, representando al 55,1%, constituyéndose así en la franja etaria más castigada. Esto también invita a reflexionar sobre qué consecuencias tiene transitar una etapa tan importante de la vida, previa al mundo adulto y al mercado laboral, en una situación con una dificultad tan marcada. Volviendo a lo que se busca problematizar en este texto, desde el psicoanálisis entendemos que esta fractura tiene efectos profundos en la constitución del deseo, la identidad y los vínculos familiares, con un impacto marcado en mujeres e infancias. Lacan nos enseña que «el deseo se articula en torno a la falta», pero cuando esa falta es impuesta por una violencia estructural, se transforma en privación. La pobreza no es solo la falta de recursos materiales, sino la exclusión de ciertos significantes sociales (ciudadano, digno, útil, etc.), una herida que fija la angustia en lo concreto. Para las madres y cuidadoras —en su gran porcentaje, mujeres—, las coloca en un lugar de fracaso frente al ideal materno, generando culpa hacia los hijos. Se ha criticado el mandato social de la maternidad sacrificial, pero en contextos de pobreza, este mandato se exacerba. Las mujeres pobres cargan con el estigma de tener que hacer magia con los recursos insuficientes de los que disponen. Cuando una madre debe elegir entre comprar pañales o alimentos, esa elección deja marcas silenciosas en la trama familiar, que se traduce en hijas e hijos que renuncian a pedir para no angustiar a la madre, pesando así, de manera simbólica, lo no dicho. En lo que respecta a los adolescentes, se observa en los varones una salida a la exclusión a través de la pulsión agresiva, que se traduce en consumo de sustancias o en hurtos, como consecuencia de la ausencia de un Otro que ofrezca alternativas simbólicas. No quedan dudas de que la salida debe ser en conjunto, rechazando la crueldad neoliberal que patologiza y estigmatiza a las madres pobres por «no saber cuidar» mientras recorta políticas públicas. Debemos exigir al Estado políticas de cuidado con un presupuesto real, con acceso a la tierra y a la vivienda. Como psicoanalistas comprometidos con la realidad, nuestro deber es escuchar y alojar lo que no se dice en las cifras: el de las infancias privadas de futuro y el de las mujeres que, con toda la carga, siguen sosteniendo el mundo.
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