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  • “No es desregulación o nada: es regeneración o resignación”

    » Comercio y Justicia

    Fecha: 15/05/2025 08:21

    Sobre la modificación del Decreto 2293/92. Por Mariano Albrisi (*) Si algo no tolera la abogacía real -ésa que se gana la vida defendiendo derechos, luchando por honorarios y sobreviviendo a los vaivenes judiciales- es la impostura. Y eso, justamente, es lo que sobra en muchas estructuras colegiales y previsionales: impostura institucional. Por eso, cuando se presentó el proyecto de ley que propone eliminar la obligatoriedad de las matrículas, las cuotas y cualquier otro aporte compulsivo, muchos dirigentes pusieron el grito en el cielo. Alegaron que el proyecto es inconstitucional, que afecta el federalismo, el sistema previsional, el bienestar general, que desprotege al profesional autónomo y que pone en jaque un delicado entramado de solidaridad intergeneracional. Pero pocos -muy pocos- se detuvieron a pensar por qué una propuesta semejante prende tan rápido entre los colegas. Y la respuesta es incómoda pero simple: porque tiene sentido. Sí, leyeron bien: tiene sentido. Sobre todo para quienes aportan sin recibir, cumplen sin ser escuchados y sostienen estructuras que hace tiempo dejaron de sostenerlos a ellos. No es porque uno adhiera al caos o reniegue de la regulación sino porque, tal como están hoy, muchas de estas instituciones se han alejado de su razón de ser. En vez de representar la profesión real, algunos colegios operan como vitrinas de egos, más preocupados por protagonismos que por protección. A veces da la sensación de que el colegio resulta más útil como trampolín que como paraguas. La narrativa oficial dirá que el colegio defiende, representa, asiste y contiene. Y, nobleza obliga, la gestión actual ha demostrado compromiso y avances valiosos. Pero no todo está logrado ni todo está bien. Falta autocrítica, falta escucha genuina y falta representación efectiva. Gestionar no alcanza cuando miles de colegas se sienten afuera. Hoy, de los más de 13.000 abogados y abogadas matriculados en Córdoba capital y sus delegaciones, menos de 5.000 participan del acto electoral. Y muchos de ellos votan en contra de la continuidad. ¿Qué hacen los otros 8.000? Pagan. Porque si no pagan, no pueden trabajar. Un singular concepto de libertad profesional. El colegio debería ser un escudo, no un peaje. Para realizar un trámite básico hay que estar al día con la cuota. Pero, ¿qué se recibe a cambio? ¿Una cancha de pádel? ¿Un brindis institucional? ¿Una foto en redes sociales con alguien que te recuerda solo en campaña? Mientras tanto, la mayoría de la matrícula sobrevive. No alcanza con ser buen abogado: hay que ser también equilibrista financiero, psicólogo autodidacta, community manager, gestor, terapeuta y mártir. Todo para cobrar -con suerte- varios meses después. Y en cuotas. ¿Es justo entonces que el colegio incurra en gastos suntuarios o se convierta, en los hechos, en plataforma de visibilidad profesional para sus dirigentes? Frente a esa realidad, la crítica no es una amenaza: es un llamado urgente a la coherencia. Lo mismo se aplica a la Caja de Abogados. Si el colegio a veces funciona como un círculo con reglas propias, la caja directamente parece un sistema cerrado, anacrónico y recaudatorio. Lejos de ser un organismo de amparo, impone cargas inflexibles con escasa devolución. Los abogados jubilados perciben una mínima de apenas 400 mil pesos, insuficiente incluso para subsistir. Y si quieren volver a litigar – empujados por necesidad, no por capricho – pierden ese haber. Una jubilación que, más que derecho, parece castigo. No se puede hablar de representación sin mencionar el silencio del Colegio ante el conflicto salarial del Poder Judicial. Las asambleas, los paros intermitentes, el trabajo a reglamento y las demoras crónicas afectan directamente al abogado litigante y a la ciudadanía. El colegio no puede ser espectador neutral del deterioro del servicio de justicia. No se trata de tomar partido. Se trata de alzar la voz cuando el sistema que nos contiene empieza a quebrarse. Es en este contexto de desconexión, silencios y estructuras desactualizadas que el proyecto de desregulación aparece con fuerza. No como enemigo sino como síntoma. Como reflejo incómodo. Como espejo. No sorprende que muchos lo vean con simpatía: interpela un malestar real que las instituciones no pueden seguir negando. Entonces no, no estoy de acuerdo con dinamitar todo. Pero sí con encender todas las luces. Porque hay cosas que ya no se pueden seguir escondiendo bajo la alfombra de la institucionalidad. La pertenencia institucional no se sostiene con cuotas impuestas. Se gana con utilidad, con empatía y con acciones que inspiren. Si la única forma de sostener una institución es mediante coerción jurídica o económica, entonces el problema no es la ley: es el modelo. Colegios y cajas sí, pero no así. O los regeneramos desde adentro, o nos los reformarán desde afuera. Si duele, mejor. Porque el dolor, a veces, es el último síntoma de que algo aún está vivo y merece ser salvado. (*) Abogado litigante. Secretario Gremial del Colegio de Abogados de Córdoba

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