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» Diario Cordoba
Fecha: 14/05/2025 05:06
Hay épocas en que la historia parece empujar a la humanidad hacia un despeñadero, como si una fuerza oculta -una mysterium iniquitatis que opera con disimulo serpentino- la atrajese a la descomposición, al nihilismo, a esa forma de barbarie barnizada con los oropeles de la tecnología y la tolerancia. Son tiempos donde las antiguas certidumbres han sido dinamitadas, donde la confusión es elevada a derecho, donde el crimen es celebrado como conquista y el pecado como identidad. En tales tiempos, sólo queda un baluarte que se yergue como un último bastión contra la embestida del abismo: la Iglesia. La Iglesia, esa vieja nodriza de la civilización, no es una institución entre otras, ni un parlamento espiritual que busque consensos con el mundo. Es -como dijo san Pablo- el katejón, lo que retiene, lo que impide que el mal campe a sus anchas antes del colapso final. Por eso es odiada con saña por los ingenieros del alma, los profetas del transhumanismo y los apóstoles del relativismo. Porque mientras exista un Papa que alce su voz para proclamar que el hombre no se pertenece a sí mismo, que su cuerpo es templo y no juguete, que la verdad no se negocia en los mercados de la opinión, habrá esperanza. El nuevo Papa, cuyo nombre aún resuena con timidez en los labios de los fieles, ha sido recibido por muchos con recelo, cuando no con la acritud propia de quienes han hecho de la Iglesia una ONG con incienso. Pero en su primera homilía -contenida, grave, ajena a los halagos de la prensa- se vislumbró la silueta de un pontífice que no quiere agradar al mundo, sino salvarlo. Un hombre que no teme al martirio cultural, que ha comprendido que la Iglesia no está llamada a adaptarse a los tiempos, sino a transfigurarlos. Su sola presencia parece una afrenta para los que han hecho del pensamiento débil una teología de la claudicación. Será acusado de rigidez por quienes han confundido la misericordia con la complicidad, y de autoritarismo por los que aplauden la tiranía del deseo. Veremos desfilar editoriales encendidos, campañas de descrédito, caricaturas obscenas y hasta silencios vaticanos más elocuentes que una traición. Pero nada de eso importa si en su pecho arde la llama de Pedro, si está dispuesto a confirmar a sus hermanos en la fe, aunque el Sanedrín de este siglo lo condene. No vendrán tiempos fáciles. El nuevo Papa será vituperado, caricaturizado, traicionado incluso desde dentro, como lo fue su Maestro. Pero si permanece fiel, si guarda el depósito de la fe sin claudicaciones, será para este siglo lo que León Magno fue para Atila: el rostro de una Iglesia que, aun envuelta en harapos, conserva la majestad de lo eterno. Y entonces, quizá, los cimientos del mundo vuelvan a crujir, no por la barbarie que avanza, sino por la fe que resiste. *Mediador y escritor
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