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  • Miguel Ángel, el artista que no quería ser pintor y comenzó hace 517 años la obra maestra que perdura en la Capilla Sixtina

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 10/05/2025 05:00

    El fresco de Miguel Ángel "La creación" en el techo de la capilla Sixtina del Vaticano (AP Foto/Plinio Lepri) La anotación es breve y clara. Dice: “Hago constar que yo, el escultor Miguel Ángel, he recibido hoy, día 10 de mayo de 1508, 500 ducados de Su Santidad el papa Julio II, que Carlino y Carlo degli Alvizzi me han abonado para que pinte la bóveda de la capilla del papa Sixto. Comienzo hoy a trabajar sujeto a las cláusulas contractuales que figuran en un documento extendido por el reverendo obispo de Pavía y firmado personalmente por mí al pie”. Y firmó, Miguel Ángel Buonarotti. Así, hace quinientos diecisiete años, el gran genio del Renacimiento empezó a pintar una de sus grandes obras, la Capilla Sixtina, donde el jueves pasado, ciento treinta y tres cardenales de la Iglesia Católica sesionaron, tejieron y rumiaron hasta consagrar al segundo americano de la historia, el primero estadounidense, como nuevo Papa de la cristiandad, sucesor de Pedro, el cardenal Robert Prevost, que eligió ser León XIV. Entre leones se gestó también la Capilla Sixtina. Lo de Miguel Ángel no fue fácil. Ni pintarla, ni llevarse bien con el entonces pontífice Julio II, Giuliano Della Rovere, que había ocupado el trono de Pedro en 1503 y era conocido como “El Papa guerrero” precisamente porque lo era. El Papa tenía un carácter belicoso y Miguel Ángel era un tipo mal llevado, de modales algo bruscos, para decirlo con suavidad y de índole tan esquiva y tumultuosa como la de Su santidad, faltaría más. Miguel Ángel solía escribir tiernas cartas a su padre y fulminantes misivas a su hermano Giovansimone, un chico dado a la francachela y a derrochar la fortuna familiar que, dicho sea de paso, aportaba el artista. Cuando se ponía tierno con su padre, firmaba como “Michelangiolo”. Pero a su hermano díscolo, que incluso se había violentado contra su padre, le dirigía cartas terribles. Antes de regresar a la Sixtina, a los Papas y al Espíritu Santo, un ejemplo de la furia de “Michelangiolo” para con su hermano, que vivía en Florencia: “Eres un animal, y como tal te trataré porque cualquiera que viera a su padre amenazado o injuriado, arriesgará su vida por salir en su defensa, y así lo hago yo. (…) Si sigues comportándote como hasta ahora, iré ahí y te ajustaré las cuentas para que te enteres de una vez por todas de quién eres, qué tienes y dónde te lleva tu camino. Eso es todo. Cuando me canse de hablar, pasaré a la acción. (…) Razona y no me tientes, porque mi cólera es más fuerte que tú”. Miguel Ángel tardó más de cuatro años en pintar la Capilla Sixtina (Grosby) El choque de ese carácter exaltado con el del Papa guerrero sacó chispas en la historia. En marzo de 1505, Julio II le había encargado a Miguel Ángel que diseñara y esculpiera su futura tumba, la del Papa. Buonarotti proyectó entonces un complejo arquitectónico y escultórico monumental que, casi por encima de la celebridad del pontífice, glorificaba el triunfo de la Iglesia. Por eso pasó ocho meses en Carrara para elegir en persona los mármoles y dirigir su delicada extracción de la cantera. Cuando en 1508 Julio II le ordenó a Miguel Ángel, que había viajado por una temporada a Florencia, que regresara a Roma, ambos habían superado en parte una relación áspera en la que el artista siempre huía de Roma y el Papa ordenaba capturarlo casi y traerlo de regreso ante su trono. Miguel Ángel pensó que había sido convocado para reanudar las obras del sepulcro papal, pero Julio II, que fue el pontífice que colocó la primera piedra en la hoy Basílica de San Pedro, había cambiado de opinión: para su tumba habría tiempo; ahora se proponía restaurar el techo abovedado de la Capilla Sixtina. Hace cinco siglos las cosas tardaban mucho más tiempo que ahora. Piensen en el flamante papa León XIV: es el sacerdote de carrera más meteórica que se ha conocido; fue elevado al cardenalato por Francisco en 2023, y en apenas dos años, se convirtió en vicario de Cristo en la Tierra: eso es ir a marcha rápida. La Sixtina, bajo cuyo techo fue consagrado Prevost, llevó mucho más tiempo. Miguel Ángel, que tenía treinta y tres años en 1508, había nacido en Florencia el 6 de marzo de 1475, no quiso saber nada con el trabajo: recomendó en cambio a Rafael de Sanzio, otro joven genio de la época. Pero el Papa tampoco quiso saber nada con Rafael: estaba emperrado, tenía buen ojo, en que la mano que restaurara el esplendor de la capilla debía ser la de Miguel Ángel. Tampoco aceptó la tonta excusa del artista que le dijo que no era un entendido en pintar frescos. No era verdad. Había aprendido los secretos de la pintura a los trece años, cuando Domenico Ghirlandaio lo aceptó en su escuela de Florencia; fue ese maestro quien le enseñó los secretos del fresco: revocar la pared, mezclar los colores y pintar rápido, mientras la cal seguía húmeda, para que los pigmentos se fundieran con el revoque, se integraran a la pared y duraran cientos de años. Los 133 cardenales que elegirán al nuevo papa se encerrarán desde mañana en la Capilla Sixtina, ante el fresco de Juicio Final de Miguel Ángel y donde todo está ya preparado. EFE/ Vatican Media Por fin, Miguel Ángel aceptó refunfuñando la orden del Papa y de inmediato inició una tarea sensacional con la furia de los conversos, incluso hizo más amplio su trabajo y lo extendió a las bóvedas de la capilla, lo que le costó otro enfrentamiento con Julio II que el Papa selló con un resignado y autoritario “Haz lo que quieras”. Los cardenales que acaban de elegir Papa a Richard Prevost, León XIV, tal vez hayan mirado en sus horas de meditación, inspiración, invocación y rosca, a qué negarlo, ese techo maravilloso de la Sixtina en el que luce la creación del hombre. Si lo hicieron, y no hay por qué pensar que no lo hicieron, tienen que haber quedado deslumbrados por el intenso azul que ilumina el recinto, parece bajar del cielo y baja desde hace quinientos años de la maestría de Miguel Ángel. La Capilla Sixtina es rara. Desde afuera casi no se distingue, no luce adornos arquitectónicos ni escultóricos, comunes a iglesias y capillas; no tiene una fachada principal, ni es posible entrar en ella desde afuera: sólo se accede desde el interior del Palacio Apostólico. Su bóveda mayor mide veinte metros setenta centímetros de alto y corona un rectángulo de cuarenta metros noventa centímetros de largo por trece metros cuarenta de ancho. De modo que Miguel Ángel construyó él mismo un gran andamio móvil de dieciocho metros de alto para trabajar cómodo. De todas formas, hay que imaginarlo, solo, frente a esas enormes paredes en blanco, tomar la decisión de plasmar en ellas una obra inmortal. Lo hizo. Su primera preocupación fue el azul, el mismo que debe haber deslumbrado a los cardenales que eligieron a León XIV. El azul parece ser clave en los artistas, quién sabe por qué. Tres siglos después de Miguel Ángel, Vincent Van Gogh buscaba un azul en el que pudiera hacer descansar su vida atormentada. Los dos lo encontraron. Miguel Ángel, gracias a una cofradía que practicaba el ascetismo y el amor al prójimo y que le proveía siempre de pigmentos y a la que escribió una carta: “Hermano Jacopo: tengo que ejecutar aquí una labor pictórica, para la cual preciso un azul de gran calidad. Si dispones de él, te ruego me mandes sin tardanza la cantidad que tengas. Vuestro Michelangiolo, escultor de Roma”. El papa León XIV dirige la misa en la Capilla Sixtina del Vaticano (Vatican Media/Simone Risoluti ­Handout via REUTERS ) En esa firma está también la clave de la resistencia inicial de Miguel Ángel a pintar la Sixtina, o cualquier otra cosa: lo que Miguel Ángel quería era ser escultor, no pintor. Su madre había muerto cuando él era un chico de seis años y del resto de su crianza se encargó una nodriza, casada con un picapedrero: “Junto con la leche de mi nodriza –escribió alguna vez el artista– mamé también las escarpas y los martillos con los que después esculpí mis figuras”. Ya adulto, iba a sentenciar: “La pintura me parece perfecta cuanto más se aproxima al relieve –anotó en su diario– y éste peor cuanto más se acerca a la pintura. Siempre consideré a la escultura muy superior a la pintura y tan distintas entre sí como el Sol y la Luna (…) La pintura es a la escultura lo que la oscuridad de la ignorancia a la luz del conocimiento”. Palabra de Miguel Ángel. También pidió ayuda a Florencia para encarar la pintura de la Sixtina. Serían cinco colaboradores, artistas en potencia, pero que obrarían como aprendices y ayudantes encargados de trabajos secundarios. Iban a cobrar: “(…) Veinte ducados de oro que se añadirán al salario de cada uno en el caso de que nos pongamos de acuerdo. El salario se abonará desde el mismo día de su partida de Florencia. Si no llegásemos a un acuerdo, recibirán la mitad de la suma antes mencionada como indemnización por la pérdida de tiempo y los gastos ocasionados por el viaje”. Los muchachos fueron elegidos por Francesco Granacci, viejo amigo de Miguel Ángel en el taller de Ghirlandaio: “Giuliano Bugliardini, Jacopo di Sandri, Jacopo L’Indaco, Bastiano de Sangallo y Agnolo de Donnino. Todos abandonaron a Miguel Ángel en poco tiempo, no necesariamente por el tempestuoso carácter del artista, que también, sino porque no les estaba permitido desarrollar un trabajo creativo: con algunos conservó sin embargo una larga amistad. Miguel Ángel empezó a pintar la Capilla Sixtina probablemente a inicios de 1509, en la bóveda más cercana a la entrada: “El sacrificio de Noé” y “La embriaguez de Noé”. Pero, de pronto, el desastre: a poco de pintados, los magníficos frescos criaron moho. Bastiano de Sangallo, uno de sus jóvenes ayudantes, le explicó entonces que la cal romana era menos “dura” que la florentina y que exigía colores con menos agua. Miguel Ángel trepó de nuevo al andamio y empezó de nuevo con todo. El 27 de enero de 1509 escribió a su padre: “No tengo ni idea de los pasos a seguir. Hace casi un año que no recibo ni un céntimo de este Papa; no exijo nada porque tampoco mi trabajo adelanta lo suficiente como para reclamar. Todo radica en la dificultad de la tarea en sí y en que la pintura no es mi verdadero oficio. Así que, aquí estoy, perdiendo el tiempo. ¡Ojalá Dios me ayude!”. Recién en agosto de 1510 Miguel Ángel terminó la primera parte de su gran obra. Seguía sin recibir “un céntimo de este Papa”, porque Julio II estaba inmerso en una alianza con el emperador Maximiliano, con Fernando de Aragón y con Luis XII de Francia, todos contra Venecia a la que vencieron y repartieron su territorio: Padua, Piacenza, que pasó al Estado Pontificio y Verona. Después, el Papa pactó con Venecia para quebrar la hegemonía francesa en Italia. Entre estos giros en los que el enemigo de ayer pasaba a ser el amigo de hoy, el pontífice tenía poco tiempo para recordar su deuda con su artista preferido. Por fin, ya de regreso en Roma, le pagó seis mil ducados por los frescos parciales de la Sixtina. Miguel Ángel era ya un hombre de cierta fortuna, era buen inversor, frío y meticuloso; invertía su capital en terrenos, casas y fincas de campo, o lo depositaba a interés en los bancos o lo prestaba, también a interés. Era un tipo más que austero, ahorrativo, sus biógrafos dicen que hasta avaro con sí mismo. Destinaba en cambio parte de sus ingresos a mantener a su familia en Florencia En los dos años siguientes, Miguel Ángel pintó la zona central de la bóveda que muestra pasajes del Génesis, como la creación de Adán y de Eva, el pecado original, la expulsión del Paraíso y, en el centro, una alegoría sobre la tensión entre la duda y la fe, que era propia del artista. La obra estuvo terminada en octubre de 1512, cuatro años y medio después de iniciada. Es una de las maravillas del mundo que fue creada entre las batallas por el poder que libraban la Iglesia y los estados italianos en manos de familias poderosas, como los Medici de Florencia, que elevaron al papado a dos de sus miembros Giovanni de Medici, León X, en 1513 y Giulio de Medici, Clemente VII, en 1523. Capilla Sixtina ante el Cónclave 2025 (Prensa Santa Sede) El 3 de octubre de 1512, con la Capilla Sixtina recién terminada, Miguel Ángel escribió a su padre: “Queridísimo padre (…) He terminado la pintura de la Capilla. El Papa rebosa satisfacción, pero el resto de mis asuntos no van por el camino que yo hubiera deseado. Culpo de ello a los tiempos que vivimos, que repercuten muy desfavorablemente en nuestro arte. (…) Procura vivir lo mejor posible y no te mezcles en asuntos ajenos. Nada más. Tu Michelangiolo, escultor en Roma.” La Capilla Sixtina quedó inaugurada la víspera de Todos los Santos, el 31 de octubre de 1512. Lucía tan espléndida como la vieron los cardenales que el jueves pasado eligieron a León XIV. El papa Julio II murió pocos meses después de la apertura de la Sixtina, el 21 de febrero de 1513. El fantástico sepulcro que Miguel Ángel había diseñado para él, quedó aplazado por veinte años. Ya no sería la obra monumental que había pensado el “escultor en Roma”, sino algo más modesto pero igual de majestuoso. Después de seis proyectos diferentes, la tumba papal contiene sólo siete estatuas y no se alza dentro de los muros vaticanos, sino en la iglesia de San Pedro encadenado, “San Pietro in Vincoli”. El extraordinario “Moisés” es una de esas siete estatuas. Miguel Ángel murió a los ochenta y ocho años, en Roma, en los Estados Pontificios, el 18 de Febrero de 1564. Su Capilla Sixtina, una obra que consideraba menor, contra la que rezongó durante los cuatro años que tardó en pintarla y a la que le dedicó gran parte de su alma y de su vida, lo había puesto en el punto más alto de su gloria. Hoy, esa misma Capilla regala otro tipo de gloria.

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