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  • El Papa dio su primera misa: “Debemos dar testimonio de nuestra fe gozosa en Cristo”

    Chajari » Chajari al dia

    Fecha: 10/05/2025 02:40

    “Estamos llamados a dar testimonio de nuestra fe gozosa en Cristo Salvador”, recordó esta mañana el papa León XIV durante su primera misa como pontífice, este viernes 9 de mayo, con los cardenales electores y otros cardenales presentes en Roma, en la Capilla Sixtina, el lugar exacto donde los electores, con al menos una mayoría de dos tercios, lo eligieron como el 267º Papa en la cuarta votación el jueves por la tarde. En su homilía, el nuevo Papa pidió cultivar cada vez más la relación personal con Cristo; e insistió en que, sin fe, la vida carece de sentido. Sin embargo, el nuevo Papa nacido en Estados Unidos comenzó con unas palabras en inglés, en las que agradeció a los cardenales electores la confianza depositada en él. “Quiero repetir las palabras del Salmo Responsorial: “Cantaré un cántico nuevo al Señor, porque ha hecho maravillas”, y, de hecho, no sólo conmigo, sino con todos nosotros. “Hermanos cardenales, mientras celebramos esta mañana”, los animó, “los invito a reflexionar sobre las maravillas que el Señor ha realizado, las bendiciones que el Señor continúa derramando sobre todos nosotros a través del ministerio de Pedro. “Me han llamado a llevar esa cruz y a llevar a cabo esa misión, y sé que puedo contar con todos y cada uno de ustedes para caminar conmigo, mientras continuamos como Iglesia, como comunidad de amigos de Jesús, como creyentes, anunciando la Buena Nueva, anunciando el Evangelio”, dijo. Cristo nos mostró la santidad humana La homilía del Papa León, pronunciada en italiano, se centró en San Pedro, el primer Papa, recordando sus palabras del Evangelio según San Mateo: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”, para ilustrar ese patrimonio, hecho posible por la fe perseverante en el Señor, “que la Iglesia, mediante la sucesión apostólica, ha preservado, profundizado y transmitido durante dos mil años”. Reflexionando sobre la relación de Pedro con Cristo, el Papa recordó que sólo Jesús, nuestro Salvador, revela el rostro del Padre. “En Él, Dios, para hacerse cercano y accesible a los hombres -subrayó-, se nos reveló en la mirada confiada de un niño, en la mente vivaz de un joven y en los rasgos maduros de un hombre, apareciendo finalmente a sus discípulos, después de la Resurrección, con su cuerpo glorioso”. De este modo, afirmó el Papa, “nos mostró un modelo de santidad humana que todos podemos imitar, junto con la promesa de un destino eterno que transciende todos nuestros límites y capacidades”. Un regalo y un camino El Papa señaló que Pedro, en su respuesta, entiende que se trata tanto de “don de Dios” como de “camino a seguir para dejarse transformar por ese don”, y afirmó que “son aspectos inseparables de la salvación confiada a la Iglesia para ser anunciada para el bien del género humano”. “En efecto”, se maravilló el Papa León XIV, “nos son confiados a nosotros, que fuimos elegidos por Él antes de formarnos en el vientre materno, renacidos en las aguas del Bautismo y, superando nuestras limitaciones y sin ningún mérito propio, traídos aquí y enviados desde aquí, para que el Evangelio fuera proclamado a toda criatura”. Me llamó a ser fiel a la Iglesia El nuevo Papa recordó que Dios lo llamó, con su elección como 267º Papa ayer por la tarde, a suceder a Pedro, y, como tal, “me confió este tesoro para que, con su ayuda, sea su fiel administrador en favor de todo el Cuerpo místico de la Iglesia”. Sin embargo, Pedro, recordó el Papa, hace su profesión de fe respondiendo a una pregunta precisa: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?”. Esta pregunta, subrayó el Papa León, no es insignificante y concierne a “un aspecto esencial de nuestro ministerio, es decir, el mundo en el que vivimos, con sus límites y sus potencialidades, sus interrogantes y sus convicciones”. Dos actitudes diferentes “¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?”, repitió el nuevo Santo Padre, señalando: “Si reflexionamos sobre la escena que estamos considerando, podríamos encontrar dos posibles respuestas, que caracterizan dos actitudes diferentes”. En primer lugar, dijo el Papa León, está la respuesta del mundo, que “no dudará en rechazarlo y eliminarlo” una vez que “su presencia se vuelva molesta” también a causa de “sus severas exigencias morales”. Luego está la otra respuesta posible a la pregunta de Jesús, la de la gente común, que lo ve “como un hombre recto y valiente”; pero para ellos “Él es sólo un hombre, y por eso, en los momentos de peligro, durante su pasión, también ellos lo abandonan y parten desilusionados”. Se necesita una labor misionera donde es difícil predicar el testimonio Lo sorprendente de estas dos actitudes, dijo el Papa, es su actualidad, ya que, reconoció el Santo Padre, encarnan nociones que fácilmente podríamos encontrar en labios de muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo, aunque, siendo esencialmente idénticas, se expresen con un lenguaje diferente. “Incluso hoy”, advirtió, “existen muchos entornos donde la fe cristiana se considera absurda, reservada para los débiles y poco inteligentes. Entornos donde se prefieren otras seguridades, como la tecnología, el dinero, el éxito, el poder o el placer”. Son contextos, destacó, “en los que no es fácil predicar el Evangelio y dar testimonio de su verdad, donde los creyentes son burlados, combatidos, despreciados o, en el mejor de los casos, tolerados y compadecidos”. “Sin embargo, precisamente por eso”, dijo, “son los lugares donde nuestra labor misionera es desesperadamente necesaria”. Falta de fe acompañada de falta de sentido en la vida “La falta de fe -subrayó el Papa León- a menudo va acompañada trágicamente de la pérdida del sentido de la vida, del descuido de la misericordia, de atroces violaciones de la dignidad humana, de la crisis de la familia y de tantas otras heridas que afligen a nuestra sociedad”. Hoy, observó, “hay muchos ambientes en los que Jesús, aunque apreciado como hombre, es reducido a una especie de líder carismático o superhombre”. Reconociendo que esto sucede “no sólo entre los no creyentes sino también entre muchos cristianos bautizados”, el Papa León advirtió que, como tales, “terminan viviendo, a este nivel, en un estado de ateísmo práctico”. Con esto en mente, el Papa León aseguró a los cardenales: “Este es el mundo que se nos ha confiado, un mundo en el que, como tantas veces nos enseñó el Papa Francisco, estamos llamados a dar testimonio de nuestra fe gozosa en Cristo Salvador”. “Por eso -continuó- es esencial que también nosotros repitamos, con Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo””. Un camino diario de conversión Dijo que es esencial hacer esto, ante todo, en nuestra relación personal con el Señor, en nuestro compromiso de un “camino diario de conversión”. Luego, como Iglesia, debemos hacer lo mismo, les recordó, “experimentando juntos nuestra fidelidad al Señor y llevando la Buena Nueva a todos”. “Me lo digo ante todo a mí mismo, como Sucesor de Pedro, al iniciar mi misión como Obispo de Roma”, expresó, compartiendo que lo hace según la conocida expresión de San Ignacio de Antioquía, “para presidir en la caridad la Iglesia universal”. Recordó que “San Ignacio, quien fue conducido encadenado a esta ciudad, lugar de su inminente sacrificio, escribió a los cristianos de allí: “Entonces seré verdaderamente discípulo de Jesucristo, cuando el mundo ya no vea mi cuerpo”. Hacerse a un lado para hacer espacio para Cristo “Ignacio”, explicó el Papa León, “hablaba de ser devorado por fieras en la arena, y así sucedió”, aclaró, y añadió: “Pero sus palabras se aplican de forma más general a un compromiso indispensable para todos aquellos que en la Iglesia ejercen un ministerio de autoridad”. En concreto, subrayó, ese compromiso “es hacerse a un lado para que Cristo permanezca, hacerse pequeño para que Él sea conocido y glorificado, gastarse al máximo para que todos tengan la oportunidad de conocerlo y amarlo”. El papa León XIV concluyó su homilía orando: “Que Dios me conceda esta gracia, hoy y siempre, por la amorosa intercesión de María, Madre de la Iglesia”, concluyó. Texto completo de la primera homilía del Santo Padre León XIV “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Con estas palabras Pedro, interrogado por el Maestro junto con los otros discípulos sobre su fe en Él, expresa en síntesis el patrimonio que desde hace dos mil años la Iglesia, a través de la sucesión apostólica, custodia, profundiza y trasmite. Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, es decir, el único Salvador y el que nos revela el rostro del Padre. En Él Dios, para hacerse cercano a los hombres, se ha revelado a nosotros en los ojos confiados de un niño, en la mente inquieta de un joven, en los rasgos maduros de un hombre (cf. CONCILIO VATICANO II, Const. pastoral Gaudium et spes, 22), hasta aparecerse a los suyos, después de la resurrección, con su cuerpo glorioso. Nos ha mostrado así un modelo de humanidad santa que todos podemos imitar, junto con la promesa de un destino eterno que, sin embargo, supera todos nuestros límites y capacidades. Pedro, en su respuesta, asume ambas cosas: el don de Dios y el camino que se debe recorrer para dejarse transformar, dimensiones inseparables de la salvación, confiadas a la Iglesia para que las anuncie por el bien de la humanidad. Nos las confía a nosotros, elegidos por Él antes de que nos formásemos en el vientre materno (cf. Jr 1,5), regenerados en el agua del Bautismo y, más allá de nuestros límites y sin ningún mérito propio, conducidos aquí y desde aquí enviados, para que el Evangelio se anuncie a todas las criaturas (cf. Mc 16,15). Dios, de forma particular, al llamarme a través del voto de ustedes a suceder al primero de los Apóstoles, me confía este tesoro a mí, para que, con su ayuda, sea su fiel administrador (cf. 1 Co 4,2) en favor de todo el Cuerpo místico de la Iglesia; de modo que esta sea cada vez más la ciudad puesta sobre el monte (cf. Ap 21,10), arca de salvación que navega a través de las mareas de la historia, faro que ilumina las noches del mundo. Y esto no tanto gracias a la magnificencia de sus estructuras y a la grandiosidad de sus construcciones -como los monumentos en los que nos encontramo-, sino por la santidad de sus miembros, de ese “pueblo adquirido para anunciar las maravillas de aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz” (1 P 2,9). Con todo, por encima de la conversación en la que Pedro hace su profesión de fe, hay otra pregunta: “¿Qué dice la gente ?pregunta Jesús?sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?” (Mt 16,13). No es una cuestión banal, al contrario, concierne a un aspecto importante de nuestro ministerio: la realidad en la que vivimos, con sus límites y sus potencialidades, sus cuestionamientos y sus convicciones. “¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?” (Mt 16,13). Pensando en la escena sobre la que estamos reflexionando, podremos encontrar dos posibles respuestas a esta pregunta, que delinean otras tantas actitudes. En primer lugar, está la respuesta del mundo. Mateo señala que la conversación entre Jesús y los suyos acerca de su identidad sucede en la hermosa ciudad de Cesarea de Filipo, rica de palacios lujosos, engarzada en un paraje natural encantador, a las faldas del Hermón, pero también sede de círculos crueles de poder y teatro de traiciones y de infidelidades. Esta imagen nos habla de un mundo que considera a Jesús una persona que carece totalmente de importancia, al máximo un personaje curioso, que puede suscitar asombro con su modo insólito de hablar y de actuar. Y así, cuando su presencia se vuelva molesta por las instancias de honestidad y las exigencias morales que solicita, este mundo no dudará en rechazarlo y eliminarlo. Hay también otra posible respuesta a la pregunta de Jesús, la de la gente común. Para ellos el Nazareno no es un charlatán, es un hombre recto, un hombre valiente, que habla bien y que dice cosas justas, como otros grandes profetas de la historia de Israel. Por eso lo siguen, al menos hasta donde pueden hacerlo sin demasiados riesgos e inconvenientes. Pero lo consideran sólo un hombre y, por eso, en el momento del peligro, durante la Pasión, también ellos lo abandonan y se van, desilusionados. Llama la atención la actualidad de estas dos actitudes. Ambas encarnan ideas que podemos encontrar fácilmente ?tal vez expresadas con un lenguaje distinto, pero idénticas en la sustancia? en la boca de muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo. Hoy también son muchos los contextos en los que la fe cristiana se retiene un absurdo, algo para personas débiles y poco inteligentes, contextos en los que se prefieren otras seguridades distintas a la que ella propone, como la tecnología, el dinero, el éxito, el poder o el placer. Hablamos de ambientes en los que no es fácil testimoniar y anunciar el Evangelio y donde se ridiculiza a quien cree, se le obstaculiza y desprecia, o, a lo sumo, se le soporta y compadece. Y, sin embargo, precisamente por esto, son lugares en los que la misión es más urgente, porque la falta de fe lleva a menudo consigo dramas como la pérdida del sentido de la vida, el olvido de la misericordia, la violación de la dignidad de la persona en sus formas más dramáticas, la crisis de la familia y tantas heridas más que acarrean no poco sufrimiento a nuestra sociedad. No faltan tampoco los contextos en los que Jesús, aunque apreciado como hombre, es reducido solamente a una especie de líder carismático o a un superhombre, y esto no sólo entre los no creyentes, sino incluso entre muchos bautizados, que de ese modo terminan viviendo, en este ámbito, un ateísmo de hecho. Este es el mundo que nos ha sido confiado, y en el que, como enseñó muchas veces el Papa Francisco, estamos llamados a dar testimonio de la fe gozosa en Jesús Salvador. Por esto, también para nosotros, es esencial repetir: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Es fundamental hacerlo antes de nada en nuestra relación personal con Él, en el compromiso con un camino de conversión cotidiano. Pero también, como Iglesia, viviendo juntos nuestra pertenencia al Señor y llevando a todos la Buena Noticia (cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática, Lumen gentium,1). Lo digo ante todo por mí, como sucesor de Pedro, mientras inicio mi misión de obispo de la Iglesia que está en Roma, llamada a presidir en la caridad la Iglesia universal, según la célebre expresión de san Ignacio de Antioquía (cf. Carta a los Romanos, Proemio). Él, conducido en cadenas a esta ciudad, lugar de su inminente sacrificio, escribía a los cristianos que allí se encontraban: “en ese momento seré verdaderamente discípulo de Cristo, cuando el mundo ya no verá más mi cuerpo” (Carta a los Romanos, IV, 1). Hacía referencia a ser devorado por las fieras del circo -y así ocurrió-, pero sus palabras evocan en un sentido más general un compromiso irrenunciable para cualquiera que en la Iglesia ejercite un ministerio de autoridad, desaparecer para que permanezca Cristo, hacerse pequeño para que Él sea conocido y glorificado (cf. Jn 3,30), gastándose hasta el final para que a nadie falte la oportunidad de conocerlo y amarlo. Que Dios me conceda esta gracia, hoy y siempre, con la ayuda de la tierna intercesión de María, Madre de la Iglesia. (AICA)

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