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» El Ciudadano
Fecha: 06/05/2025 23:31
Juan Aguzzi La adaptación a la pantalla de la historieta El eternauta, de Héctor Germán Oesterheld, con su descomunal éxito en la que sigue siendo la plataforma más usada en todo el mundo, provocó una infinidad de comentarios, opiniones, críticas, halagos y decepciones por igual, sobre todo en las redes, pero también en medios de distinto soporte. Tal vez semejante barullo sirva para conocer un poco más acerca de ese talentoso guionista que fue secuestrado por grupos de tareas de la dictadura cívico-militar y está desaparecido desde 1977, lo mismo que les ocurriría a sus cuatro jóvenes hijas, militantes de Montoneros como su padre. Una familia trágicamente desmembrada cuya única sobreviviente fue la mujer de Oesterheld, Elsa, quien no compartía la militancia del resto. Por fuera del universo de la historieta, de dibujantes y guionistas –sobre todo sus compañeros en las revistas Misterix, Hora Cero y Frontera, las revistas en las que participó y con quienes también creó Sargento Kirk, Bull Rockett, Ernie Pike, entre otras–, poco se sabía de Oesterheld hasta ahora más allá de H.G.O (1999), el interesante documental de Daniel Stefanello y Víctor Bailo, donde se reconstruye parte de su vida junto a testimonios de algunos dibujantes que trabajaron con él y de otros que conocieron al autor de El eternauta. La aparición de Los Oesterheld, en 2016, el libro de las periodistas Fernanda Nicolini y Alicia Beltrami, fue un verdadero faro para echar algo de luz en la tremenda y triste historia de Héctor G. Oesterheld porque no solo aborda la poco frecuentada etapa militante del creador de El eternauta, sino que es un libro de esos considerados necesarios por quienes buscan todavía conocer otros momentos del genocidio perpetrado por la dictadura cívico-militar del 76; sobre todo en lo que atañe a algunas figuras icónicas, relacionadas con distintas expresiones de la cultura popular. En este caso, como lo indica su título, el libro devela las particularidades de la familia Oesterheld, emblemática por la dimensión de su tragedia y porque pone el acento en la saña con que se planificó y ejecutó el exterminio de quienes se oponían al plan sistemático de entrega del país a los poderes hegemónicos locales y extranjeros. Y porque Los Oesterheld habla del creador de El eternauta, esa historieta ya venerada por miles de lectores, y de la singular relación de Héctor con sus hijas, todos militantes con profundos valores éticos y humanos que fueron presos de la fatal encrucijada a la que los condujo sus acciones en un país con un gobierno dispuesto a aniquilar a quien lo resistiera. Hoy que el autor de El eternauta está en boca de todos por la exitosa convocatoria de espectadores que tiene la serie producida por Netflix, cuya cabeza creativa fue Bruno Stagnaro y estelariza Ricardo Darín, una buena cantidad de aspectos desconocidos de la vida y obra de Oesterheld son iluminados en las páginas de este libro, y al mismo tiempo puede palparse el salvajismo de los métodos represivos aplicados por el gobierno de ese entonces. Con una pretensión narrativa cercana a la de una buena novela, Los Oesterheld expone las razones por las cuales un artista reconocido en el mundo desistió de las tentaciones que ese lugar ofrecía y se jugó junto a sus hijas asumiendo un rol protagónico en los hechos que jalonan de modo trágico parte de la historia política argentina (hasta podrán buscarse similitudes entre la ficción de la serie y las acciones en vida de su autor). El libro fue reeditado debido al suceso de la serie y su venta está superando con creces a la edición original, por lo que creí pertinente reproducir la entrevista hecha a sus autoras poco antes de la presentación de aquella edición en Rosario, donde cuentan las motivaciones y el itinerario recorrido para dar vida a Los Oesterherld. —El trabajo del libro es un hallazgo ya que no había nada previo sobre la acción militante de Héctor Oesterheld; pero a la vez introduce a sus cuatro hijas, cuyas vidas no fueron frecuentadas más allá de vagas referencias en otros textos que abordan la represión a las organizaciones armadas, y es además uno de los casos más paradigmáticos en relación a la cantidad de miembros de una familia que militaban y fueron desaparecidos, ¿fueron conscientes de que abordarían una historia de tanta resonancia? —(Beltrami) Desde un principio supimos que íbamos a abordar una historia paradigmática por ser la de una familia devastada y porque esa familia era la de Héctor Oesterheld, reconocido además por su obra como historietista. Sabíamos también que queríamos narrar lo que no estaba dicho y como la intención fue corrernos del arquetipo del militante montonero poco creíble y también del arquetipo de las cuatro chicas angelicales de las fotos, necesitábamos mostrar sus acciones dentro de una lógica, un contexto sociocultural y un clima de época. Sabíamos que a través de esta historia familiar compleja íbamos a contar parte de la historia del país, de Montoneros, de una época; pero de lo que no fuimos muy conscientes es del trabajo monumental que implicaría: nos insumió cinco años y un poco más de 200 entrevistados. —¿Cómo fue el itinerario para lograr una reconstrucción basada en la memoria de los vivos y en cartas, qué encontraron allí por fuera de las dolorosas descripciones de otros textos de este tipo? —(Nicolini) Lo más fuerte que generó el libro, por su esencia basada en testimonios, fue la reconstrucción de redes que la misma dictadura había destruido a partir de 1976, y que seguían desconectadas hasta hoy: compañeros de militancia que nunca más se habían encontrado o que ni siquiera sabían si otros estaban vivos. Cada vez que entrevistábamos a alguien le preguntábamos nombres y salíamos en busca de esos nombres, lo que hacía que luego ellos se conectaran entre sí y pudieran reconstruir no sólo la historia alrededor de los Oesterheld, sino su propia historia. —Supongo que hubo capas de recuerdos que iban superponiéndose en los entrevistados, que eran distintos a cómo se habían vivido, ¿cómo fue la operatoria para elegir con cuál quedarse? —(Beltrami) Al trabajar con las memorias personales vimos que muchas veces un relato particular podía reacomodar los hechos, moverlos de tiempo y lugar, mezclar nombres, pero cuando los cruzábamos, afinaban a la perfección. Eso fue posible porque hicimos muchísimas entrevistas, cruzamos datos, volvíamos a repreguntar hasta dar con la versión acabada. Hasta organizamos encuentros con varios compañeros para hablar de un mismo hecho. Los detalles dudosos, ya sea por contradictorios o inverosímiles, directamente los descartábamos. —Por lo que ustedes ponen en evidencia en el libro, Oesterheld pudo aunar como pocos la creación artística y la militancia, ¿qué descubrieron de su personalidad más allá de lo que representa para el imaginario colectivo? —(Nicolini) Comprobamos algo que se intuye en su obra, que era una persona de mentalidad joven en un cuerpo que siempre pareció de abuelo. ¿Qué significa eso?, que dentro de una generación de padres que podían ver con desconfianza a esa juventud que salía a llevarse el mundo por delante, él por el contrario sentía curiosidad y hasta admiración por los jóvenes, y eso se traducía en su relación con sus hijas y sus amigos: siempre estaba haciendo preguntas, escuchando, tratando de traducirlos a su propia obra. También que esta fascinación y la posterior entrega como militante a una causa que estaba motorizada por personas treinta años menor que él, tenía una contracara en la mirada de un hombre con experiencia y madurez. Uno de nuestros entrevistados, después de leer el libro, nos dijo que había descubierto que Héctor había sabido no perder ciertas cosas esenciales como disfrutar de una buena comida, ir al cine o invitar a un asado en su casa del Delta en plena clandestinidad. —¿Cómo trabajaron las voces de aquellos que fueron víctimas, con qué lógicas representaron ese sentir militante? —(Nicolini) Si bien las dos tenemos claramente una posición ideológica, hubo una distancia generacional que nos permitió escuchar los testimonios de cada uno de los entrevistados con mucha libertad. Esto significa que podíamos abordar los recuerdos, las memorias de los otros sin historias propias ni deudas con esa historia, por decirlo de algún modo, en nuestras espaldas. Entendimos que cada uno tuvo su manera de procesar su propio pasado –con autocrítica, con dolor, con orgullo, con culpa– y eso ya nos daba un parámetro de la naturaleza de nuestro libro: sería tan potente desde los hechos, desde lo narrado, que no sería necesario hacer juicios sobre eso. La propia historia hablaría por sí misma. —¿Cuánto tiempo les llevó recabar el material?, ¿la escritura fue paralela?, ¿cómo encontraron el tono que les resultó? —El trabajo nos insumió cinco años. Los tres primeros años fueron solo de investigación y luego empezamos a escribir, aunque hasta último momento recabamos información porque la escritura te permite ver con mayor claridad los datos que faltan y descartar los que no suman al relato. Respecto al tono apareció desde un principio porque siempre supimos que queríamos salirnos del formato típico de libro periodístico o histórico y que el estilo narrativo debía asemejarse al de una novela, atractiva para la lectura. —¿Sienten que el libro pone en evidencia los lazos afectivos en tan singular familia, en lo que respecta a la transmisión generacional de valores éticos y humanos? —(Beltrami) La trasmisión de valores éticos y humanos de Héctor y Elsa en la educación de sus hijas, principalmente enfocados en la empatía social, en la necesidad de generar con gestos mínimos un mundo más justo y humano, fue el caldo de cultivo para que las cuatro hermanas se interesaran en la militancia política. La escisión familiar se produjo cuando Héctor y sus hijas ingresaron a Montoneros considerando la única opción para cambiar la realidad del país y Elsa rechazaba esa elección por considerar que la violencia generaría más violencia y que el aparato represivo del Estado iba a arrasar con sus valiosas ideas y con sus vidas. En ese sentido, solía decirles a sus hijas que “querían frenar un tren con las manos”.
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