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    La Paz » Politica con vos

    Fecha: 04/05/2025 04:02

    Dirigida por Bruno Stagnaro y protagonizada por Ricardo Darín, la serie recrea la célebre historieta de Oesterheld y Solano López e imagina el fin del mundo en una Argentina bien actual. Por Mariano kairuz Pareció durante mucho tiempo uno de esos proyectos imposibles, la adaptación infilmable, como en su momento y a otra escala fue El Señor de los Anillos. No solo por sus costos de producción sino porque a medida que los distintos intentos quedaban por el camino, el mito se acrecentaba y las hordas de fans suspicaces se multiplicaban. Finalmente, a la hora de concretar la traslación al formato audiovisual de la obra más importante del escritor Héctor G. Oesterheld y el ilustrador Francisco Solano López, una de las decisiones fundamentales que tuvo que tomar el equipo de guionistas liderado por Stagnaro (a quien secunda uno de sus actores y habitual colaborador, Ariel Staltari) fue la de trasladar toda la acción a nuestra época, pero no para cambiar sino, por el contrario, preservar su espíritu y su premisa. Cambian los autos, la tecnología, las referencias culturales y la Ciudad de Buenos Aires, pero había en la historieta original una sensación de presente que dotaba al relato en 1957 de un dramatismo y una vitalidad que, sin duda, son los que sostuvieron su vigencia hasta nuestros días. Algunos se van a enojar, pero que lo resuelvan en terapia y vuelvan a verla, porque lo que aporta El Eternauta de Stagnaro a todo lo que ya leímos es casi siempre interesante y, por momentos, fabuloso. Acaso el principal logro de esta adaptación consiste en haber capturado la fascinación primitiva de ver convertidos en escenarios de ciencia ficción (género que tiene una tradición dispersa y tal vez no suficientemente nutrida en Argentina) espacios reconocibles y cercanos. De convertir lugares que el espectador local quizá haya recorrido infinidad de veces, en fondos para la aventura, para el relato de la invasión extraterrestre, la destrucción urbana a gran escala, de Vicente López a Núñez, pasando inevitablemente por la avenida General Paz, ahora transformada en una gran muralla de la catástrofe. Narrador de culto desde Okupas pero sólidamente afianzado desde Un gallo para Esculapio, Stagnaro plasma como no parece haberse logrado antes esa fantasía profundamente arraigada, básica, hipnótica, de ser por una vez el centro del (fin del) mundo. Apocalipsis porteño Los planteos fundamentales de la obra original siguen ahí con sus pequeños grandes cambios. La nevada mortal que se desata sobre el planeta encuentra al grupo de amigos integrado por Juan Salvo (Ricardo Darín), Favalli (notable César Troncoso), Lucas (Marcelo Subiotto, tras su consagratorio protagónico en la película Puan) y Polsky (Claudio Martínez Bel) jugando al truco de noche en una enorme casa suburbana. Carla Peterson es Elena, Andrea Pietra la mujer de Favalli, y se agregan otros personajes, en algunas situaciones que reemplazan o condensan a los de la historieta, pero siempre con el objetivo de conducirnos al mismo lugar que aquella. Si las lecturas políticas que se hicieron de la novela gráfica de Oesterheld-Solano siempre fueron retrospectivas –es decir, hechas a la luz de la militancia posterior de su guionista, al cambio radical en su narrativa, que afectó su propia remake de El Eternauta publicada en 1969, y a su destino como detenido-desaparecido de la dictadura– acá las referencias más directas vinculan al relato con la historia reciente de la Argentina. Hay ecos del caos de 2001 y, en lo que quizá sea la idea más forzada del guion, de la guerra de Malvinas. Apenas empezado el relato hay imágenes que evocan ese momento que partió el siglo XXI argentino desde su inicio y que hablan de lo comunitario, retratando el desbarajuste social, el tejido colectivo en todo su brutal desorden y tensión. Hay una urgencia y un verosímil en esas escenas que la conectan de manera evidente con la obra previa del director, las series citadas y su película codirigida con Adrián Caetano, Pizza, birra, faso: antes de mostrarnos las calles vacías nos las pinta desbordadas de gente, de ansiedad y desolación. Antes del cementerio de autos vemos los cortes y el tránsito atascado. Antes del apagón vemos las manifestaciones de vecinos protestando por los eternos cortes de luz. El desastre que es nuestra normalidad antes de que se acabe para siempre, y quien quiera encontrar el fantasma de la pandemia del covid también podrá hacerlo: así de sólidos son los puentes que tiende la puesta en escena con nuestra historia cercana. Buenos Aires, como otras grandes ciudades del mundo, luce como una bomba siempre a punto de estallar. «Nadie se salva solo» es el slogan de la serie, que Darín repitió en su presentación pero ya estaba en la obra de Oesterheld. Stagnaro le da cuerpo en una cantidad de secuencias de una sensibilidad que buena parte del cine catástrofe y postapocalíptico de hoy parece no saber generar. En cada plano de la ciudad nevada en la que se encuadra parte de un cadáver humano, se corporiza una huella, el recuerdo de que eso que ahora está muerto estuvo vivo hasta recién. Y en los enfrentamientos entre los sobrevivientes se manifiestan las miserias más comunes, un tipo de desesperanza frente a la adversidad que nadie narra tan bien como Stephen King en relatos como Apocalipsis. El personaje favorito de muchos, Favalli, ya no es un faro de racionalidad que se vuelve central para la posibilidad de supervivencia de su grupo, sino el dueño de una desconfianza insalubre y una paranoia peligrosa, que hace que nos preguntemos qué haríamos cada uno de nosotros de cara a una situación similar. El «héroe» que nos obliga a reflejarnos no en la turba, que siempre es lejana, desesperada y monstruosa, sino «uno de los nuestros». La información acerca de los episodios y personajes centrales de una obra archiconocida y reverenciada se va suministrando de manera gradual, con un efecto de expectativa y emoción nerd: prepárense para los cascarudos y la musicalización de un episodio en la mitad de esta primera temporada con Soda Stereo, un pico de emoción, una sacudida sensorial con una escena de terror universal a la vez que irrenunciablemente de acá. Por último, y sin arruinarle la sorpresa a nadie, puede adelantarse una idea bastante romántica, espiritualmente en sintonía con la historieta, que le dará un sentido particular a la deriva argumental. Cuando la gran pesadilla de nuestra era, en la que ya no concebimos la vida sin WhatsApp y tal vez incluso sin TikTok, finalmente se concreta y sobreviene el apagón total. La existencia digital se disuelve en el aire, lo único que sobrevive, lo que encarna la esperanza de futuro de la especie, es lo analógico (¡un casete magnético!), lo mecánico, lo manual. Es decir, lo viejo. En una producción con efectos visuales de vanguardia, de esos que Hollywood viene malgastando y vaciando de novedad hace rato, este choque, esta contradicción, se manifiesta como una forma de resistencia. Habrá oposiciones, habrá discusión con un poco de suerte, pero nadie podrá negar que El Eternauta es un relato que está vivo, tanto como casi 70 años atrás.

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