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Chajari » Chajari al dia
Fecha: 02/05/2025 13:38
La tragedia ocurrió el 2 de mayo de 1982. Hace de esto 43 años. No pocos argentinos esperamos justicia, porque los británicos en el marco de la Guerra de Malvinas, atacaron al General Belgrano cuando se encontraba fuera del área de exclusión. Vale recordar que el 16 de abril el buque de 182 metros de largo con sus 1.093 tripulantes zarpó de la dársena de la Base Naval Puerto Belgrano rumbo a Tierra del Fuego. Pocos días después, el 24 de abril, soltó amarras desde el puerto de Ushuaia. Como apuntábamos, cuando fue atacado se encontraba fuera del área de exclusión que los británicos habían establecido en torno de las islas. El almanaque indicaba 2 de mayo de 1982. El reloj marcaba 16:02 horas. Un primer torpedo del submarino nuclear HMS “Conqueror” impactó en la sala de máquinas del “Belgrano”. Un segundo impacto destruyó la proa y el buque comenzó a irse a pique. Veintidós minutos más tarde del primer impacto se ordenó el abandono de la embarcación. Poco tiempo después, las balsas que llevaban a quienes habían sobrevivido a los impactos se dispersaron en el mar, donde los fuertes vientos y olas dificultaban aún más la situación. Fueron 323 las personas que perdieron la vida en el hundimiento. Constituyen casi la mitad de los fallecidos durante la guerra. “Viva la Patria. Viva el Belgrano” Ese fue el grito de esperanza que unas centenas de náufragos pronunciaron hace 43 años con el resto que les quedaba. Al ver que sus posibles rescatistas se acercaban, los cuerpos helados hicieron un último esfuerzo por sobrevivir. Habían podido superar el temporal del Océano Atlántico desatado desde la noche anterior, luego de que su crucero ARA General Belgrano se hundiera. Llevaban más de un día a la deriva, amparados de las corrientes de agua y el cielo tormentoso dentro de sus balsas de goma que, pese a estar averiadas, los mantenían a flote, aunque no a todos vivos. El día previo El sábado primero de mayo de 1982, casi un mes después del desembarco de las Fuerzas Armadas Argentinas en las Islas Malvinas, reinó por un instante la paz sobre las aguas. Al norte las vigilaba el portaaviones ARA Veinticinco de Mayo y desde el sur el grupo de tareas 79.3, que formaban el crucero ARA General Belgrano y los destructores ARA Piedrabuena y ARA Bouchard. Sus tripulaciones estaban listas para ingresar en el área de 200 millas de exclusión impuestas por el gobierno británico sobre ese territorio. Pero nunca llegaron a penetrarlo. Antes del ocaso, la orden de combate ya había sido dada a las autoridades de la flota, que intuían un posible ataque submarino del enemigo. Por eso, los respectivos comandantes de los destructores, Horacio Grassi y Washington Bárcena, volaron en helicóptero hasta el crucero para reunirse con su par y líder del grupo. Héctor Bonzo, y su segundo comandante, Pedro Galazi. Esa tarde sellaron un pacto. “Llegamos a la conclusión de que en caso de no poder detectar a los submarinos ni poder atacarlos por falta de medios, teníamos que separarnos en un primer momento para evitar que todos fuéramos abatidos. Después debíamos ver como evolucionaba la situación para decidir como actuar”, relató Grassi, el capitán que velaba por la vida de sus 284 tripulantes, en una entrevista concedida al a La Nación hace unos años. Para Bárcena, “la calma total” que había sentido ese día en el ambiente por la falta de viento comenzaba a desaparecer. Ya de regreso en su buque, debía alistar a la tripulación para la siguiente misión. Según recuerda a sus 81 años de edad, por la noche convocó a una reunión “de carácter voluntaria” a los 333 tripulantes, la mayoría de los cuales llevaba sólo poco más de un año a bordo. En cumplimiento de su función y guiado por su convicción, transmitió las instrucciones para el plan de ataque previsto. Se sorprendió y emocionó al ver que todos estaban presentes. “Izamos la bandera de guerra. Era de tela de seda suave bordada con hilos de oro. Toda la dotación libre de guardia subió al puente de señales a cantar el himno a capela contra el viento que arrasaba”, contó Eugenio Facchin, el entonces jefe de comunicación del Bouchard. Aún se acuerda con intensidad de las caras expuestas al frío y las voces de cada uno de sus compañeros mientras un guardiamarina -ya fallecido- y el jefe de artillería hacían una especie de salva con las pistolas 11.25 que utilizan los oficiales en caso de hundimiento. “Al otro día arriamos la bandera hecha trizas, la mitad ya no estaba, porque el viento la había desgarrado”, lamentó. Este capitán de navío, que estaba también a cargo del “armamento” -como se conoce en la jerga militar a los recursos humanos del buque-, confesó a La Nación: “La operación en secreto funcionó bastante bien con nosotros. Los de plana mayor no sabíamos nada, excepto contadas personas como el jefe de operaciones, el jefe de máquinas, el segundo comandante y el comandante. Estábamos en alta mar cuando nos enteramos que íbamos a operar en Malvinas para su recuperación”. Luego reflexionó: “Nos causó una sensación muy especial. Como todos los argentinos teníamos esa cosa pendiente, y especialmente nosotros como militares teníamos esos deseos de ver la patria completa”. El día del hundimiento El 2 de mayo la vida de los 1093 tripulantes del crucero ARA General Belgrano cambió para siempre. No volvieron 300 cuerpos, mientras otros 23 fueron rescatados sin vida y 770 náufragos sobrevivieron. Pasada la medianoche y entrada la madrugada, la misión que tenían los destructores gemelos de incursionar junto al crucero por el sector sudeste de las islas para atacar a la flota británica había sido abortada. Las desfavorables condiciones meteorológicas y la falta de viento del día anterior habían impedido el lanzamiento de los naves aéreas A4Q desde los portaaviones. Para quienes debían tomar las decisiones, el tiempo apremiaba. Sabían que habían sido descubiertos y debían comenzar a salvaguardarse. Debían cambiar de zona para protegerse. Los destructores, que formaban el arco naval en flanco que escoltaba al Belgrano y sus 1093 personas a bordo, lo siguieron en la retirada para cambiar el sentido de navegación hacia el oeste. Durante el regreso hacia la costa argentina mantuvieron la protección submarina del crucero por el estribor -el lado derecho- por el que presumiblemente podía llegar la amenaza. El Piedrabuena navegó directamente a proa y el Bouchard por la amura, a unos 45° y 5000 metros de distancia. Ambos, con sus cuatro misiles modernos Exocet MM38 capaces de impactar a 40 o 50 kilómetros de distancia entre plataformas de mar, mantuvieron todo el tiempo sus rumbos sincronizados y en contacto permanente, hasta que el enemigo dio batalla. “El submarino HMS Conqueror, en una maniobra muy hábil se posicionó al sur nuestro, nos esperó y disparó tres torpedos en dirección al Belgrano. Le apuntaron a popa, centro y proa”, contó Rafael Rey Álvarez, quien fuera jefe de navegaciones del Bouchard. El crucero a pique Oscar Vásquez, un joven de 18 años y cabo segundo de mar, ya estaba luchando por su vida en ese momento en que el crucero se iba a pique y comenzaba a hacer la digestión de la merienda que recién había terminado. Casi se queda dormido esa tarde, pero “El Mono” -su compañero de camarote- llegó a despertarlo para el cambio de guardia de las 16 horas. En el traspaso de tareas, algunos puestos del barco quedaban desatendidos y la flota marina británica, por su vasta experiencia bélica, lo sabía bien. Entonces el submarino efectuó el lanzamiento. Vásquez justo cerraba la puerta de la torre uno de la proa y se sentaba frente a los cañones cuando presintió venirlo. El barco se escoró, se frenó. Se cortó la luz y se hizo un silencio sepulcral desconocido hasta entonces. Cuando todos reaccionaron, huyeron hacia la parte de atrás del barco, porque los primeros 15 metros de proa ya no estaban. Vasquez corrió casi 200 metros desde la proa hasta la popa, donde estaba su sagrada balsa, para cumplir con el plan de evacuación que tantas veces habían practicado a bordo. Esta vez, el siniestro era real. Antes de saltar a la balsa, miró para arriba y se prometió no morir en el agua, se aferró a la vida. Pero su balsa asignada, ya estaba pinchada. Un oficial que había entrado antes, la pinchó con una navaja. No había tiempo para ponerle los parches, por eso, no podían sobrecargarla. Le ordenaron subir a un gomón. En cuanto la marea subió y lo tuvo cerca, se arrojó. El golpe casi lo paralizó. Se levantó y como pudo, recibió el motor y el tanque de nafta que faltaban. Vio que un hombre nadaba en el agua. Lo auxilió a subir y le dio una frazada. Ya eran diez a bordo y no entraba nadie más. Estaban al límite. Otro más empezó a patalear al lado de ellos, pero lo dejó suelto. “Gracias a Dios se salvó”, dijo Vasques, aliviado y en diálogo con La Nación. Pero “El Mono” no se salvó, porque por alguna razón decidió llevar los útiles de la merienda a su camarote cuando el torpedo impactó en esa zona del crucero. La noche del naufragio Vasquez seguía en el gomón, que se sacudía intensamente y golpeaba a sus ocupantes. “No paramos de temblar, Decidimos pasarnos a otra balsa para darnos calor. En pleno temporal, con muchísimo viento y oleaje, saltamos de a uno. Si alguno caía al agua, se perdía”, recordó. “Nos unimos a dos balsas más, pero como se golpeaban y podían romperse, nos soltamos y seguimos a la deriva”, continuó Vasquez. “Hicimos de todo. Nos orinamos encima, vomitamos, pero era imposible entrar en calor, porque la balsa estaba llena de agua. También rezábamos, llorábamos, nos reíamos, hacíamos chistes. Todo junto. Alguno se bajoneaba, sobre todo los que tenían hijos”, contó al mencionado matutino porteño quien entonces tenía a su mujer embarazada en Buenos Aires. El día después El lunes 3 de mayo amaneció despejado, frío, pero lindo y más calmo el mar. Las balsas se habían alejado entre sí por la corriente y desplazado 100 kilómetros al sureste del lugar del hundimiento. “Fueron avistadas por un avión que se quedó sobrevolando en la zona hasta casi agotar combustible corriendo riesgo de vida ellos mismos. Ese avión dirigió el rumbo de los buques que vinieron a rescatarnos”, relató el médico Alberto Deluchi Levene. “Primero llegó el Bouchard, pero al poco tiempo nos dejó, nos abandonó sin saber por qué”, contó. Luego del rescate llegó a entender que el buque había tenido un problema de máquina y que subir por su borda de más de cinco metros de altura era imposible para los hombres que tenían los músculos absolutamente entumecidos. Al rato, cuando aún era de día, llegó el aviso ARA Francisco de Gurruchaga, un barco más pequeño, con borda más baja. Pudieron salir del agua, pero lo peor fue ver los cadáveres al lado de cada uno de los que lograron salvarse. El Gurruchaga era un buque de servicio, no de combate. Fue el aviso que consagró con el abordaje de 380 náufragos uno de los rescates más importantes de la historia naval. Operó hasta que no cabían más y luego se dirigió hasta Ushuaia, no sin antes cumplir con la meta que su comandante Álvaro Vasquez se había propuesto: vivo o muerto iban a recuperar los cuerpos de “hasta la última balsa”. Todos cumplieron con su misión en medio de una guerra a la que aún no se termina de entender. ¡Gloria y honor a los Héroes de Malvinas!
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