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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 01/05/2025 04:38
Una tierna imagen de Magda, la esposa de Joseph Goebbels con sus hijos, quienes también serían víctimas del horror nazi y el fanatismo por Hitler En las profundidades del Berlín moribundo, cuando la ciudad ardía bajo las bombas soviéticas y el Tercer Reich era apenas un esqueleto de lo que había sido, Joseph Goebbels tomó su última decisión: un acto frío, fanático y brutal. Junto con su esposa Magda, asesinó a sus seis hijos y luego se quitó la vida. Era el 1° de mayo de 1945, al día siguiente de que Adolf Hitler, el líder al que habían jurado lealtad hasta las últimas consecuencias, se suicidara en su búnker subterráneo. Con ellos, moría también el delirio sangriento del nazismo. Joseph Goebbels fue mucho más que el jefe de propaganda nazi, dominó el arte de manipular a las masas y su devoción al Führer era absoluta (AP) Joseph Goebbels había sido mucho más que el ministro de Propaganda del régimen: fue la voz que moldeó la narrativa, el titiritero que construyó el mito de Hitler como salvador de Alemania, el arquitecto del odio que justificó la guerra y el exterminio. Desde los micrófonos de la radio, desde los carteles callejeros, desde cada publicación oficial, Goebbels dominó el arte de manipular masas, de distorsionar la verdad hasta convertirla en un arma letal. Su devoción al Führer era absoluta. Su vida y su muerte estuvieron siempre al servicio de esa causa. Además, Goebbels estaba obsesionado con su propia imagen y necesidad de reconocimiento. De físico pequeño y frágil, con una renguera que había marcado su infancia, se destacó como un orador hipnótico que supo capitalizar los resentimientos de la posguerra. Su talento consistió en transformar el miedo, la frustración y la humillación colectiva en fervor nacionalista, posicionando a Hitler como el salvador que restauraría el orgullo alemán. Comprendió, como pocos, el poder de la radio, que se convertiría en una herramienta clave para penetrar en todos los hogares del Reich y consolidar el control ideológico. Goebbels probando un modelo de radio en 1938, con el que entraba a todos los hogares (German Federal Archives / Wikimedia Commons, CC BY-SA) El 30 de abril de 1945, cuando Hitler y Eva Braun se suicidaron en su habitación privada del Führerbunker, Berlín ya era un cementerio de escombros. Los soviéticos avanzaban a pasos de gigante, y la rendición alemana era cuestión de horas. Goebbels, nombrado Canciller en el testamento político de Hitler, sabía que el final era inevitable. Pero no concebía rendirse. Ni él ni su esposa podían imaginar un mundo sin el nazismo. Magda Goebbels fue, en muchos sentidos, el paradigma de la madre ideal para el Tercer Reich. Rubia, elegante, devota, había encarnado durante años el modelo de la mujer aria: madre prolífica, subordinada sin fisuras a los ideales del partido, absolutamente leal. Era la imagen que el nazismo quería mostrar al mundo: la mujer que encontraba su plenitud en dar hijos a la patria y educarlos en la fe nacionalista. Magda provenía de una familia de clase media y pasó su adolescencia en un internado en Bélgica, donde recibió una educación estricta y religiosa. Durante un tiempo, se vinculó sentimentalmente con un joven líder sionista, explorando incluso la posibilidad de emigrar a Palestina. Su vida tomó otro rumbo al casarse, en 1921, con Günther Quandt, un empresario millonario veinte años mayor que ella. El matrimonio fue breve y desdichado, pero la introdujo en un mundo de poder y riqueza que jamás abandonaría. Magda Goebbels encarnaba la mujer ideal del paradigma del Tercer Reich La transformación de Magda en ferviente militante nacionalsocialista fue radical. En 1930, escuchó un discurso de Joseph Goebbels en Berlín que la deslumbró. A partir de entonces, su admiración por el movimiento nazi —y especialmente por Hitler— se volvió parte central de su identidad. Abandonó cualquier pasado ligado al sionismo y comenzó a construir cuidadosamente la imagen de la “primera dama” del Tercer Reich, combinando belleza, maternidad y lealtad absoluta al Führer. Incluso en los detalles más íntimos, la devoción de los Goebbels hacia Hitler era absoluta. Como gesto simbólico de esa lealtad, eligieron que los nombres de sus seis hijos comenzaran con la letra “H”, en honor al Führer. Helga, Hildegard, Helmut, Holdine, Hedwig y Heidrun llevaban en sus iniciales la marca de una ideología que los había condenado antes incluso de que pudieran comprenderla. En sus nombres estaba escrita, sin saberlo, su sentencia. Según relató el historiador Peter Longerich en Goebbels: A Biography, esta elección no fue casual: era un acto deliberado de veneración personal que reflejaba hasta qué punto Hitler había ocupado el centro de su universo familiar. Instalados en una imponente mansión en la Reichskanzlerplatz de Berlín, la familia Goebbels representaba el modelo ideal de familia aria que el régimen quería exaltar. Sus seis hijos eran retratados en fotografías oficiales como símbolo de pureza y felicidad, mientras su hogar se convertía en un punto de encuentro frecuente para la élite nazi. Pero su fanatismo iba mucho más allá de lo público. Magda no sólo estaba dispuesta a morir por el régimen: estaba convencida de que sus hijos tampoco debían sobrevivir a su caída. No era, para ella, una elección cruel sino una liberación: en su lógica torcida, no había vida posible fuera de la utopía nazi. Dejar a sus hijos vivos, pensaba, era condenarlos a un mundo degradado, enemigo, sin honor. Los Goebbels, después de años de mantener una fachada impoluta y de ser parte activa de la propaganda nazi, se encontraban ahora en una situación desesperada. Durante los últimos días del Tercer Reich, el búnker en el que se refugiaron se había convertido en el último bastión de resistencia, pero la amenaza de los soviéticos era inminente. Mientras las tropas rusas se acercaban rápidamente a la ciudad, Joseph Goebbels, como muchos otros altos mandos nazis, trataba de mantener la calma en medio del caos. Sin embargo, la desesperación ya había tomado el control. Los seis hijos de la pareja solían ser retratados en fotografías oficiales como símbolo de pureza y felicidad La tarde del 30 de abril, Goebbels se enteró de la muerte de Hitler. Aunque el Führer había sido su líder y su guía durante más de una década, Goebbels no mostró signos de debilidad. Al contrario, su determinación creció aún más. En un último acto de lealtad a la causa, permaneció en el búnker con su esposa e hijos, y decidió llevar a cabo un acto final de horror: la muerte de sus propios hijos. En la noche del 1° de mayo, Magda convenció a cada uno de los niños —Helga (12 años), Hildegard (11), Helmut (9), Holdine (8), Hedwig (6) y Heidrun (4)—, que iban a recibir medicamentos para dormir y les administró dosis de morfina, con la ayuda de Helmut Kunz, dentista de las SS. Luego, mientras dormían, colocó cápsulas de cianuro en sus bocas, ayudada por Ludwig Stumpfegger, el médico personal de Hitler. Uno a uno, los niños murieron en silencio, sin sospechar el destino atroz que los aguardaba en ese búnker oscuro que había pasado de ser centro de mando a tumba colectiva. Tras asesinar sistemáticamente y sin remordimientos a sus propios hijos, Magda Goebbels y su esposo salieron al jardín del Reichskanzlei (la Cancillería) para llevar a cabo el suicidio. Mientras las fuerzas soviéticas rodeaban la ciudad, la pareja sabía que no tenían escapatoria. No hubo ninguna intención de huir, de rendirse o de pedir clemencia. El fin de la guerra, el fin del nazismo, los había llevado a tomar esa decisión. El proceso de suicidio fue meticuloso y frío: Joseph Goebbels se disparó en la cabeza, y Magda, después de morder una cápsula de cianuro, cayó muerta junto a él. Algunos informes indican que, antes de que la pareja se quitara la vida, Goebbels ordenó a un asistente que disparara contra los cuerpos para asegurarse de que la muerte fuera definitiva. Los restos de Joseph y Magda Goebbels fueron encontrados por las tropas soviéticas el 2 de mayo de 1945, carbonizados de forma parcial junto al jardín del búnker, mientras que los cuerpos de sus seis hijos yacían intactos en las habitaciones subterráneas. Inicialmente enterrados en secreto, sus cuerpos fueron exhumados por la inteligencia soviética y trasladados varias veces para evitar cualquier intento de conmemoración. En 1970, la KGB tomó una decisión final: los incineró completamente y esparció sus cenizas en un afluente del río Elba, cerca de la ciudad de Biederitz. Así, desaparecieron físicamente del mundo quienes habían sido emblemas del fanatismo absoluto. No hubo tumbas, ni lápidas, ni memoria oficial. Sólo cenizas flotando en un río alemán, como rastro último de una ideología convertida en ruina. La muerte de los Goebbels fue el último acto de un fanatismo que no conocía límites. No hubo arrepentimiento, ni compasión, ni dudas. Sólo una fidelidad ciega a un ideal que había conducido al mundo a la mayor catástrofe del siglo XX. Hoy, al recordar el 1° de mayo de 1945, el eco de aquella tragedia resuena no sólo como el final de una guerra, sino como una advertencia eterna: sobre los abismos a los que puede conducir el fanatismo cuando no reconoce límites, ni humanos ni morales. –
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