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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 30/04/2025 18:40
Mauricio Kartun lee a Juan José Saen el la Feria del libro 2025 “No sé si me voy a bancar la Maratón de la Lectura”, fue lo que pensé, la verdad, cuando me invitaron a participar. Dos, tres horas de gente leyendo en voz alta. Este año, además, el autor que se leería era Juan José Saer, un escritor de culto, muy admirado, pero que puede detenerse a contar como alguien sube una escalera, escalón por escalón. ¿En medio de la Feria, cuando los periodistas nos la pasamos corriendo, quedarme sentadita escuchando? Uf, pensé que no era para mí. Pero -será por vanidad- no pude decir que no, aunque la organizadora -Alejandra Rodríguez Ballester-me había elegido un fragmento en el que un auto estaba detenido y arrancaba un poquito y nada más. Pero allí estuve. Si hasta ahora la Maratón se venía haciendo en la enorme sala José Hernández -mil personas-, ahora se había mudado a Zona Futuro, un lugar con luces led y paredes decoradas con papel aluminio: algo diferente estaba por pasar. Cuando llegué -sorpresa- había cola. ¿Para escuchar textos de Saer? Contra mis prejuicios, sí. Maratón Saer en la Feria del Libro Me senté no sin preocupación. Otra vez: ¿podía yo desconectar el teléfono todo ese tiempo? ¿Y mis tremendas obligaciones? Bueno, a ver. Música -toca Marcelo Katz-y la cosa empieza. Pienso en esto, en aquello, oigo lo que se dice como con “atención flotante” hasta que escucho: “—Estoy de luto —dice ella./ —Ya te he dicho que ha pasado el tiempo del luto —dice Wenceslao. /—Para mí no —dice ella." “Tocado”, canta mi corazón, que está de duelo. Levanto la cabeza. Lo que lee ahora Gloria Peirano no es -no puede ser- mi padre, que murió hace dos meses. Pero el dolor, ay, se entiende. Seis años pasaron en el texto y el que murió era un hijo. Pero despacito mi indiferencia va abriendo una grieta, una grietita de esas como las que se hacen en las paredes viejas para que crezca un tallo verde. “Pasaba corriendo a través del patio, viniendo desde el rancho, cada mañana, en dirección al río, con el pantaloncito descolorido y la piel quemada y vuelta a quemar por el sol de enero; pasaba cerca del paraíso, seguido por su sombra, y desaparecía por el senderito de arena hasta que desde el patio se oía por fin el golpe seco de la zambullida y después el chapoteo de las brazadas”. Lo veo al nene, lo quiero. “Justo tenía que venir a cumplir veinte años y tenía que venir a tocarle la conscripción y enviciarse con esa ciudad de porquería y quedarse en ella”, escucho. Lo otro ya lo saben: luto. Martín Kohan lee a Saer en la Feria del Libro Pasa uno, pasa otro. De pronto llega Sombras sobre vidrio esmerilado y escucho: “El recuerdo es una parte muy chiquitita de cada «ahora», y el resto del «ahora» no hace más que aparecer, y eso muy pocas veces, y de un modo muy fugaz, como recuerdo. Tomemos el caso de mi seno derecho. En el ahora en que me lo cortaron, ¿cuántos otros senos crecían lentamente en otros pechos menos gastados por el tiempo que el mío? Y en este ahora en el que veo la sombra de mi cuñado Leopoldo proyectándose sobre los vidrios de la puerta del cuarto de baño y llevo la mano hacia el corpiño vacío, relleno con un falso seno de algodón puesto sobre la blanca cicatriz, ¿cuántas manos van hacia cuántos senos verdaderos, con temblor y delicia?" No, no habla de mí, no tengo un cuñado Leopoldo, no estoy mirándolo desnudarse, no venía para mí y se quedó con mi hermana, nada de eso pasa. Pero sí sé de la sensación del pecho cortado, del miedo, de la extrañeza. De otra manera, muy de otra manera, yo celebro la vida y no tengo nostalgia por ese pecho. Pero acá estamos, de nuevo: habla ella, escribe Saer y me pienso yo. Ya me voy olvidando del teléfono, si alguien me escribe, esperará. Y cuando Agustina Bazterrica habla de esa mamá vieja ya que le toca la cara rugosa a un hijo que también es grande, se me pone delante la imagen de mi papá, que un día antes de morirse, o dos días antes de morirse, o tres, le dijo a mi sobrina: “Soy el papá, no quiero que me den de comer en la boca”. Schumacher, Gamerro y Banegas en la Feria del LIbro No habla de mí Saer, que murió en 2005. No habla de mi papá, no habla de mi duelo, pero eso me hace, eso te hace la literatura, te saca de la sillita en la Feria del Libro aunque no te hayas movido un centímetro y te lleva a otros días, a un dolor que todavía duele. Me distraigo un rato. Y en eso -cito de memoria- escucho: “El calzoncillo que ni su vientre hinchado puede retener” ¿De qué está hablando, qué pasó mientras yo recordaba las últimas miradas de mi padre, su cara tranquila sobre la almohada del hospital? Giro la cabeza, están todos quietos. ¿Qué imágenes estarán teniendo los demás, a qué rincones se estarán yendo mientras fluyen fluyen fluyen las palabras, a qué tristezas, a qué delicias? El silencio se pone espeso enseguida, cuando en el escenario leen Glosa y uno de los personajes, Ángel Leto, está por caer ante el grupo de militares que lo ha emboscado en una casa hasta ahora inexpugnable. Leto se ha hecho guerrillero, está acostado y fuma, tiene en un bolsillito la pastilla con la que va a matarse antes de que lo agarren. Hasta ese momento, Leto “estará echado en la cama, en la penumbra, fumando cigarrillo tras cigarrillo —encendiendo, como ya será su costumbre, uno con la brasa del otro— sin pensar en nada, viendo el contorno de los muebles escasos, la silueta de la ventana, y la penumbra un poco más clara que se filtra a través de las hendijas de la celosía." Y sí, va a ver las sombras de los soldados. ¿Ha llegado la hora de morder la pastilla? La angustia que siento -parece- no es sólo mía. Nadie pela un caramelo ni mueve la silla ni tiene ganas de toser, ni nada. Somos todos, acá somos un “todos”. La maratón de lectura. Alejandra Rodríguez Ballester, Cristina Banegas, Ingrid Pellicori, Florencia Abbate y Rubén Schumacher. Después llega la lectura de El entenado, uno de los libros más famosos de Saer y creo que el primero que leí en la facultad, cuando empecé a estudiar Letras, allá en la primavera democrática. Escucho leer a Rubén Schumacher, a Carlos Gamerro, y lo que veo, como si estuviera ahí, es el aula de la calle Marcelo T. de Alvear -allá estábamos- y la profesora hablándonos y me veo a mí, que tenía 18, 19 años y era un laberinto de pasiones, quizás demasiado chica y demasiadas pasiones para entender a Saer. “No se sabe nunca cuando se nace”, lee alguien y la frase, pah, pega en la cara. Y llega Cristina Banegas, que va a cerrar. Lee lento, sin actuar, acomodándose al texto en vez de hacerlo suyo. Entregada. Lee tan despacio como pide ese texto, está describiendo un eclipse prácticamente en tiempo real. Se disfruta, se sufre, se siente. Si la joven de facultad no aguantaba ese ritmo, esta cincuentona lo agradece. No se filma todo, y está bien: esto no se puede contar, es incontable. Estamos viviendo una experiencia, no viéndola en pantalla. Sin cortes, sin publicidad, sin poder adelantar. Estamos acá viviendo. Y pienso que por estas cosas vale la pena todo lo de alrededor. Todo este ruido que es la Feria del Libro, esta agitación, las listas de los más vendidos, las peleítas, los tambores por los pasillos, las firmas, los cien millones de charlas. Todo este circo que es la Feria del Libro vale la pena porque esto, esto que te hace sentir frágil y sensible, esto que te conecta con vos y con los demás, con la tribu parlante de los humanos, esto lo hacen los libros. (Fotos: FEL)
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