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Gualeguay » Debate Pregon
Fecha: 27/04/2025 16:24
Lukács: Kafka, Mann y la representación de la realidad. El filósofo húngaro György Lukács, en su conocido debate sobre el realismo en la literatura del siglo XX, contrapone a dos autores fundamentales: Franz Kafka y Thomas Mann. Desde su mirada, Lukács valoraba el realismo crítico como forma estética capaz de dar cuenta de la totalidad social. En este marco, Mann era para él un escritor burgués pero lúcido, que representaba los conflictos de clase y los procesos históricos con hondura. En cambio, Kafka encarnaba la literatura de la alienación: su universo de burocracias laberínticas, culpas sin causa y absurdos inescapables mostraba a un sujeto despojado de contexto, impotente, aplastado por un sistema sin rostro. Kafka, según Lukács, no representaba la realidad social sino su descomposición simbólica. No ayudaba a comprender el mundo, sino a resignarse a su sinsentido. El realismo de Mann, en cambio, abría una puerta al pensamiento, a la crítica, a la comprensión del individuo como ser histórico. La pregunta de fondo era política: ¿la literatura debe reflejar la desesperación o buscar caminos de emancipación? Byung-Chul Han y el sujeto cansado. Un siglo después, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han retoma desde otra óptica aquel debate sobre la subjetividad moderna. En “La sociedad del cansancio”, Han plantea que el sujeto contemporáneo ya no es oprimido por una autoridad externa, sino que se autoexplota en nombre de la libertad. Vivimos, dice, en una época de positividad tóxica, donde todos somos “emprendedores de nosotros mismos” y donde la depresión, el burnout y la ansiedad son las enfermedades del rendimiento. El sujeto kafkiano, atrapado en sistemas que no comprende, prefigura al sujeto haniano: hiperactivo, hiperconectado, exhausto. La culpa sin causa del protagonista de “El proceso”, la novela inacabada en su origen de Kafka, es hermana de la culpa moderna por no ser suficiente, no rendir, no cumplir con estándares imposibles. El escritor ya estaba narrando la lógica interior de la autoexplotación: un mundo donde el poder no se impone desde afuera, sino que actúa desde adentro, como mandato. Thomas Mann, en contraste, representa una subjetividad aún reflexiva. En su novela, “La montaña mágica”, el protagonista Hans Castorp atraviesa un proceso de enfermedad que lo obliga a detenerse, pensar, elegir. Hay pausa, hay conflicto ideológico, hay tiempo. En la era de la aceleración sin fin, esa pausa es revolucionaria. Mann no solo representa al sujeto histórico; representa al sujeto capaz de tomarse el tiempo para comprender. La política como salida del laberinto. Si aceptamos que la subjetividad moderna está agotada por dentro, la política no puede limitarse a administrar recursos ni a ofrecer soluciones técnicas. Necesita recuperar su función simbólica, narrativa y afectiva. En otras palabras, debe volver a contar historias que devuelvan sentido. Para los jóvenes, especialmente, el futuro aparece hoy como una carga. Sin expectativas de ascenso social, con el planeta en crisis, la vivienda inaccesible y la salud mental fracturada, la política debe dejar de hablarles como si fueran máquinas de producción o consumidores en serie. Necesita abrirles espacios de participación real, donde no solo opinen, sino co-construyan el porvenir. Políticas del descanso, de la cultura, del tiempo libre. Programas de educación que formen para la vida, no solo para el mercado. Apoyo a la creación cooperativa, al arte, a las expresiones populares. Lugares donde la contemplación, el pensamiento y el afecto valgan tanto como el rendimiento. En definitiva: repolitizar la vida cotidiana y desindividualizar la angustia. Walter Benjamin: una estética de la interrupción. En este panorama, el intelectual alemán Walter Benjamin, aporta claves tanto estéticas como políticas. Para él, el arte —y por extensión, la literatura— no debía ser un objeto de consumo pasivo, sino un disparador de reflexión. En “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, propone que las nuevas formas artísticas (como el cine) pueden interrumpir la percepción automática, generar extrañamiento y así abrir caminos críticos. Benjamin valoraba a Kafka no por su supuesta evasión, sino por su capacidad de “crear alegorías del fracaso humano en un mundo deshumanizado”. Kafka, dice Benjamin, no nos enseña a escapar, sino a “habitar el absurdo con una forma de lucidez trágica”, una especie de mística laica. Lejos de la crítica de Lukács, Benjamin rescata la potencia estética de Kafka como una forma de insurrección silenciosa. Pero Benjamin también advierte sobre los peligros de estetizar la política (como hizo el fascismo) y llama a politizar el arte, es decir, convertirlo en herramienta de transformación, no en ornamento. En tiempos donde la cultura se vacía de contenido y se convierte en mercancía decorativa, su llamado sigue vigente: el arte y la política deben interrumpir el curso automático de las cosas. En el cruce entre Lukács, Han y Benjamin aparece una tensión fértil: ¿cómo representar la realidad sin resignarse a ella? ¿Cómo transformar el cansancio en resistencia? ¿Cómo narrar el mundo de modo que vuelva a ser habitable? La respuesta no es única, pero sí tiene una dirección: recuperar la densidad de lo humano, con sus contradicciones, su historia y su deseo de comunidad. Frente al cansancio de existir solos, frente al vértigo de la autoexigencia, la política tiene el deber de ofrecer otra escena: un nosotros que no sea una carga, sino una promesa. El Papa Francisco: una Iglesia con calle y jóvenes con esperanza. Frente al cinismo moderno y al cansancio existencial, el legado del Papa Francisco ofrece un pensamiento profundamente político, centrado en la dignidad humana y en la necesidad de volver a lo esencial: el encuentro, la fraternidad, el compromiso. En sus mensajes a la juventud, como en Christus Vivit, Francisco no idealiza a los jóvenes, pero los interpela: los llama a ser protagonistas, no espectadores, a “no balconear la vida” y a involucrarse en las luchas por un mundo más justo. Rechaza el aislamiento digital, la indiferencia y el encierro en uno mismo. Apuesta por una juventud en movimiento, solidaria, alegre y profundamente comprometida. Su propuesta estética no se basa en adornos ni solemnidad vacía, sino en la belleza de lo simple, de lo humano compartido, de la cercanía. Propone una Iglesia “en salida”, que no espera en los templos sino que se mezcla con la vida real, con sus dolores y sus alegrías. Desde lo político, Francisco plantea una alternativa clara al individualismo: la cultura del cuidado, la opción por los pobres, la ecología integral, el trabajo digno. Insiste en que los jóvenes deben tener tierra, techo y trabajo, pero también sueños, arte, comunidad. No se trata de paternalismo, sino de confianza: el Papa no habla “sobre” los jóvenes, sino “con” ellos. Les ofrece una misión: ser constructores de una historia nueva, donde nadie se salve solo y donde el futuro no sea un peso, sino una promesa. Como dice Francisco: “No tengan miedo de fracasar, tengan miedo de vivir encerrados en ustedes mismos”. Tal vez hoy, cuando los jóvenes caminan como dormidos en medio de pantallas, ansiedades y falsas libertades, la tarea no sea dar respuestas inmediatas, sino interrumpir el automatismo con una pregunta nueva. Y ahí, en esa pausa, empieza otra forma de habitar el mundo. Julián Lazo Stegeman
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