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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 27/04/2025 05:03
Juana y Mateo jugaron juntos en el barrio durante la infancia (Imagen Ilustrativa Infobae) El primer amor no siempre se olvida. A veces duerme, espera. Se guarda en un rincón del corazón hasta que, con una chispa, se vuelve llama. Una vez alguien dijo: sólo sabrás quién fue el hombre o la mujer de tu vida cuando esa persona ya no esté, ¿será? Triste pero, muchas veces como en esta historia, real. Acaso, ¿es eso amor? En San Fernando, donde las veredas todavía se llenaban de chicos jugando, donde los vecinos se saludaban por su nombre y las madres gritaban desde las ventanas que la leche estaba servida, floreció una historia de amor que, a pesar del tiempo, las distancias y los silencios, se niega a morir. Desde que nacieron, en 1972, Mateo vivía en una casa con galería y Juana un poco más allá, pero siempre sobre la misma vereda. Se conocieron cuando tenían diez años. Él jugaba con los varones a la pelota y al poliladron; ella, con las nenas, al elástico y a saltar la soga. Eran parte del mismo paisaje, de la misma tribu de infancia. “Sentía una bronca terrible porque yo volvía a las 5 de la tarde del colegio y ellos ya estaban jugando hace horas”, cuenta risueño, dando a entender que él era el único de la barra que iba a un colegio bilingüe y los demás hacían jornada simple. En un intercambio de figuritas para completar el álbum del Mundial España ’82, Mateo y Lucas, el hermano mayor de Juana, se hicieron mejores amigos, y esa relación fue el primer hilo que los unió. Ella, con trenzas apretadas, uniforme prolijo y cuadernos de tapas duras. Él, con sonrisa tímida y un aura inquieta. Fue en la calle, en algún zaguán o alguna tarde mientras jugaban al ring-raje, que Mateo se convirtió en una presencia habitual en la vida de Juana. Así, entre esquinas compartidas e “histeriqueos de chicos”, Mateo y Juana comenzaron a cruzarse más seguido. En ese entonces, eran solo niños que se miraban como niños. Que compartían silencios largos. Que se buscaban con excusas mínimas. A veces, él le pedía ayuda con una tarea; a veces, ella aparecía con una chocolatada; cualquier pretexto era válido para visitarse. Justo para esa época estaba de moda Festilindo –un programa infantil de televisión que se emitía en Argentina donde los hits que cantaban los chicos se hacían virales, y que sirvió de trampolín para muchos jóvenes talentos, como Florencia Peña, Pablito Ruiz y Luciano Pereyra–, y sonaba fuerte una que decía: “Me parece que me estoy enamorando, de mi vecino, que vive al lado…”, y cada vez que se oía desde algún patio, Mateo y Juana se miraban intentando disimular el rubor de sus cachetes. Casi sin querer, empezaron a armar un lenguaje que no necesitaba palabras. Cuando llegaron los asaltos —esos bailes adolescentes que marcaban la transición entre la niñez y algo parecido a la adultez; en donde los varones solían llevar la gaseosa y las chicas los Chizitos—, Mateo, sin entender del todo por qué, se sintió empujado hacia ella: los nervios le ataban las manos pero se animó a sacar a bailar a Juana; fue el primer baile de los dos. “No sé si fue el destino que la dejó a ella disponible o inconscientemente yo dije: ‘A la única que voy a a sacar a bailar es a Juana’”, reflexiona intentando desafiar a la suerte. Bailaron lentos, torpes, como sólo se baila la primera vez. “Imaginate la vergüenza mía, yo era muy buen deportista en esa época, era ‘el bueno en todos los deportes’, el atorrante, el simpático, el comprador, o sea, que todas las chicas estaban enamoradas de mí”, desliza él y cuando advierte algo de soberbia, baja el copete con humor: “Eso fue un periodo muy corto de mi vida… después no volvió a pasar”. Y esos minutos, entre luces bajas y corazones acelerados, quedaron grabados en la memoria de ambos. Fue en una casa del barrio, frente a todos los amigos de la cuadra, las persianas bajas y los padres escondidos detrás de una puerta entreabierta. Juana recuerda que a Mateo le transpiraban las manitos, y él, que nunca pudo olvidar ese perfume suave, mezcla de colonia infantil y manzanilla de ella. “Ella tenía un vestido turquesa y sandalias blancas”, apunta con la sonrisa dibujada, la imagen aún patente en su retina. "A la única que voy a a sacar a bailar es a Juana’", dijo Mateo en el "asalto" (Imagen Ilustrativa Infobae) Y así, entre bicicletas por San Fernando y meriendas después del colegio, crecieron. “Pero nunca pasó nada”, se ocupa de aclarar Mateo, dándole a “nada” el valor absoluto de la intimidad, como si hubiera que besarse para validar lo que el corazón ya se dio cuenta primero. Hasta que el azar, o algo parecido, los impulsó al borde de algo más. Entre 1985 y 1989, cuando los adolescentes surfeaban entre los estudios y entrenamientos deportivos, Juana y Mateo se cruzaban por las calles del barrio sin mirarse demasiado. Habían compartido infancia, veranos en la vereda, meriendas con los amigos del hermano de ella —el vínculo que originalmente los había conectado—, pero sus caminos se fueron bifurcando sin dramatismo. Estaban en la secundaria, en plena “edad del pavo”: Mateo entrenaba, Juana estudiaba, y apenas si se saludaban cuando coincidían en el almacén o en alguna casa de los viejos conocidos. Para Mateo, ella era simplemente la hermana del amigo. Para Juana, él era un “pibe” más. “No se me pasó en el secundario invitarla a salir”, dice. Un accidente y cartas sin entregar Hasta que a los 19 años un accidente lo cambió todo. El hermano de Juana, aquel amigo entrañable de Mateo, quedó cuadripléjico tras un hecho trágico. Y ese dolor los volvió a reunir. “Lamentablemente”, repite cuando recuerda esa etapa. Fue el impacto de lo que pudo ser una pérdida lo que lo llevó a volver una y otra vez a la casa de su viejo amigo. Después de cursar en la facultad, su recorrido lo llevaba inevitablemente a esa casa familiar en San Fernando, donde pasaba horas conversando, acompañando, ayudando. Un accidente dejó cuadripléjico al hermano de Juana y las visitas de su amigo Mateo se hicieron frecuentes (Imagen Ilustrativa Infobae) Juana también estaba ahí. Primero como hermana, luego como anfitriona, finalmente como confidente. Comenzaron las charlas de café, los silencios compartidos, los gestos de consuelo. Se escuchaban, se hacían compañía. Pero por entonces, Mateo tenía la cabeza en otra. Le gustaba una amiga de Juana que estudiaba con ella el profesorado de magisterio. Le escribía cartas a esa chica, y le pedía a Juana que las entregara. Años después, Juana se animó a confesarle que jamás entregó ninguna. “No hace mucho me enteré”, admite él, riéndose. Ella nunca se lo había dicho. Tal vez porque ya entonces algo en ella empezaba a cambiar. Juana las guardaba, tal vez con una mezcla de celos, tristeza o intuición. Él, con humor muy argentino, recuerda que al no recibir respuesta por aquellos años pensaba: “Andá a freír churros”. No se imaginaba que no habían sido entregadas, y menos el por qué. Aunque todavía faltaba. Porque cuando Mateo empezó a tirar alguna indirecta, a acercarse más, Juana se asustó. Lo frenó. No era un chico más de un boliche: era el íntimo amigo de su hermano, alguien que conocía desde siempre. Había una historia previa, muchas emociones, muchas personas involucradas y sentía que tenía mucho por perder. Pero dos años después del accidente, algo en Juana hizo clic. “Se dio vuelta la torta”, dice él. Comenzó a ponerse celosa si Mateo le hablaba de otras; a esperar sus visitas; a soñar con lo que podía pasar. Y pasó. El primer beso fue en la primavera del 93. Él la invitó a cenar, después fueron al cine, y cerraron la noche con un beso que era inevitable. “Se caía de maduro”, recuerdan. Les temblaban las piernas. “Fue nuestro primer beso de enamorados para los dos”. Comenzaron un noviazgo “a escondidas”. Él seguía yendo a la casa, oficialmente para visitar a su amigo. Pero se cruzaba al cuarto de Juana con cualquier excusa. La casa era un punto de reunión constante de amigos y familiares. El secreto era difícil de mantener. Hasta que una tarde Lucas, el hermano de Juana, los llamó a su cuarto, con la voz débil pero firme, y les dijo con una sonrisa cómplice: “Ustedes no me van a contar nada, pero yo los quiero felicitar. Hacen una pareja bárbara”. Y fue ese manto de alivio el que les dio el envión para “salir del tupper” y vivir su romance sin secretos. El primer beso fue inevitable (Imagen Ilustrativa Infobae) Las madres de ambos se conocían de toda la vida. Enseguida el barrio entero supo del noviazgo. San Fernando se llenó de susurros y chismes. A los tres meses tuvieron relaciones, aunque no fue fácil: “Juana tenía miedo, no quería ir a un hotel, tampoco a su casa”. Él la entendió. “Fue un trabajo arduo de tira y afloje”, reconoce Mateo, siempre respetando los tiempos de ella. Como todo, con el tiempo, se transformó en un vínculo habitual. El tiempo pasó y el amor juvenil fue mutando. A los casi cuatro años de relación, Mateo “cometió un error”. Había dejado la facultad y no se lo contó a nadie, tal vez por vergüenza. Juana lo descubrió y se sintió traicionada, así, la relación terminó. Aunque años después, cuando volvieron a hablar, ambos coincidieron: “lo de la facultad había sido una excusa más grande que una casa”. Lo que tenían era una relación de chicos, de divertirse y pasarla bien, sin proyectos reales a futuro. Pero para Mateo, ella dejó una marca imposible de borrar. “Después de Juana fui infiel en todas mis relaciones”, confiesa entre caladas de su vapeador, como si la confesión lo alterara. “Sólo estaba con otras mujeres para olvidarme de ella”, dice dejando entrever que cada historia que le siguió fue un intento fallido de borrar a Juana. A los seis meses de la ruptura, mientras Mateo andaba “de boliche en boliche frecuentando a cuanta mina se le presentara, básicamente por despecho”, un amigo de la misma barra de Lucas lo citó a tomar algo. Necesitaba hablar con él y Mateo no imaginaba “ni a palos” el motivo. “No esperaba este puñal”, dice. Ese verano del 96, el amigo le pidió “permiso” para invitar a salir a Juana. Él, intentando ser maduro, o más que nada haciéndose el superado, le dio el visto bueno, pero con una advertencia: “Si yo me entero que la lastimás, te cago a trompadas”. En el fondo, se resignó y pensó que si “el pata de lana” la podía hacer feliz, estaba bien. “Tendría que haber corrido a buscarla”, dice hoy arrepentido de no haber reaccionado hace 30 años. Entonces Juana inició esa nueva relación, y Mateo “se borró”. No soportaba verla con otro. “Yo tengo códigos, para mí la ex de un amigo es la ex un amigo y hay muchas mujeres en el mundo como para buscarle la esposa a un amigo. Hay otra gente que no lo considera, pero bueno…”, abre por fin la coraza de resentimiento que viene forjando hace décadas. Y así cada uno por su lado rehizo su vida. “Desde ahí no volví a tener relación con ella, por bronca, por lo que sea, pero la veía en la calle y miraba para otro lado. Pero el tema es que al ser un barrio, nuestras madres se chusmeaban todo”, cuenta para señalar lo que sigue. Ella se casó con ese hombre; él también se casó. Vivían a diez cuadras uno del otro. Nunca se cruzaban. Aunque Juana, a días de casarse, seguía llamando al fijo de la casa de su ex sólo para escucharle la voz. Marcaba y cuando escuchaba el “hola” de Mateo, cortaba el teléfono. Hoy él recuerda esas llamadas, pero jamás se hubiera imaginado que eran de ella. El hermano de Juana, Lucas, falleció unos años después y Mateo no se presentó en el velorio. “No quise generar tensión con mi presencia”, dice con algo de pena y mucho de culpa. En 2011, se fue a vivir al exterior con su familia. Y la historia quedó en pausa. Hasta 2021. En agosto de 2021, Juana lo empezó a seguir en Instagram. Fue una linda sorpresa para Mateo, que estaba recién separado. Ella seguía casada. “Y ahí empezamos a hablar todo el día, todos los días”, recuerda él con ilusión. Las conversaciones eran largas, profundas. Recordaban, se hacían declaraciones, se aconsejaban. Las 17 horas de avión que los separaban se condensaban con la cercanía de sus confesiones: “Hicimos mucho análisis de lo que fue nuestra relación, lo pendejos que éramos y que no lo pudimos manejar. Blanqueamos que hacíamos como que no nos interesaba el otro, pero estábamos al tanto de lo que pasaba o de los grandes acontecimientos. Empezamos, sin tener ningún tipo de nada, ninguna expectativa porque yo tenía que esperar al menos 8 meses para que se pudiera salir de donde vivo por el tema del COVID”. En las charlas descubrieron un dato insólito: se casaron el mismo día de marzo, en la misma iglesia, con 7 años de diferencia. Estuvieron así hasta abril de 2022. Hablaban sin parar del deseo de volver a verse pero por la pandemia, él no podía viajar. Así, apenas se abrieron las fronteras, Mateo vino a la Argentina. Solo. Sin hijos. Para verla. Se encontraron en el viejo chalet familiar –“en la casa que era de los padres, ahí donde nos dimos los primeros besos”–, ahora habitado por un tío de Juana que ese día no estaba. En la calle Besares, en pleno San Fernando. Fue un lunes al mediodía. Ella salía del trabajo. Él dejó el auto lejos, para no despertar sospechas. Volvían a verse, solos, después de casi 30 años. “Fue como la primera vez: el primer beso, aguantamos un segundo y medio, y pasamos de un abrazo eterno, a más besos y a lo que viene”, dice él con una cálida nostalgia. Los cuerpos se reconocieron. “Volvimos a ser nosotros dos”, resume Mateo con la simpleza del amor real. El primer amor volvió a la vida de Juana, de forma clandestina, porque seguía casada (Imagen Ilustrativa Infobae) Ese mes se vieron doce veces. Siempre a escondidas. Siempre de día. Ella lo llamaba, él pasaba a buscarla. Iban a donde podían. Y así empezaron una segunda historia secreta, esta vez más clandestina porque lo que estaba en juego era algo más que “el qué dirá el barrio”: Juana sigue casada. “Lo nuestro es amor”, dice él, sin dudar, salvando su hilo rojo de toda posible comparación a una vacía lujuria. Juana también lo reconoce. Le confesó que para su marido, él sigue siendo un fantasma: durante todo su matrimonio existe el “chicaneo” constante por Mateo, su amor de la juventud. Al año siguiente, él volvió a viajar para verla. “Esta vez alquilé un Airbnb así teníamos nuestro nidito de amor”, explica Mateo eligiendo con intención sus palabras. Juana se soltó aún más: le confesó que con él tenía el mejor sexo de su vida; que se lamentaba por haberse casado; y que si pudiera volver atrás, cambiaría muchas decisiones. Pero no lo hacía. Por sus hijas. Por su familia. En 2024, Mateo tenía todo listo para volver, pero se rompió la rótula de la rodilla derecha y tuvo que cancelar el viaje tres días antes de partir. ¿Era su cuerpo el que hablaba por él? Algunos creen que romperse la rodilla derecha —la del avance, la del impulso, la de la acción— es una señal de querer estar forzando algo que no fluye. Que es necesario frenar. Que hay que repensar el camino. Juana, mientras tanto, comenzó a sentirse muy mal cada vez que él se iba. Se sentía vacía, culpable, desgarrada, mortificada. Y por más de que cada marzo esperaba con ansias su “pase a la libertad”, le pidió que no siguieran. “Te amo pero no vuelvas, no puedo más”, le impuso rotunda con una expresión más cercana al dolor que al mandato. Pero este otoño de 2025, Mateo volvió a la Argentina, es más, todavía anda por las calles de San Fernando. “Ella es el amor de mi vida, sin duda, que no lo puedo disfrutar por decisiones que tomé en otro momento”, repite dispuesto a hacer lo que no hizo hace 30 años. Sabe que la tiene difícil, que ella está con otro, con su marido. Pero aún así, está convencido de que su novia de los veinte siente lo mismo. Y lanza un detalle que lo llena de esperanza: “Juana es la única mujer con la que nunca amanecí. Nunca compartimos un despertar juntos”. Entre sueños, espera poder hacerlo. “Al menos una vez. Aunque sea sólo una”, dice en un suplicio, mientras lleva sus palmas pegadas hacia los labios. Aunque sea para cerrar un círculo que lleva tres décadas girando. Hay historias que no terminan cuando se dice adiós. Algunas sólo duermen. Se esconden entre los años, entre las calles de un barrio y las cartas que nunca llegaron. Y cuando despiertan, aunque sea por un instante, iluminan todo como si el tiempo no hubiera pasado. Mateo aún espera ese primer amanecer con Juana. Tal vez solo uno. Tal vez eso alcance. Porque según Mateo, esta es una historia de amor eterno, que arrancó en la infancia, se consolidó en la juventud, se ocultó en la madurez, y todavía —todavía— se sigue escribiendo. *Escribinos y contanos tu historia. amoresreales@infobae.com * Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas
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