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  • El Museo del Prado, un espacio de inspiración literaria

    » Diario Cordoba

    Fecha: 27/04/2025 02:15

    Son las 9 de la mañana, las puertas del Museo del Prado aún permanecen cerradas. Espero con calma a que la pinacoteca se desperece. Minutos antes me he dado una vuelta por los alrededores, he recorrido el perímetro del edificio de Villanueva, para ponerme en la piel, salvando las infinitas distancias, de J. M. Coetzee, Olga Tokarczuk, John Banville y Chloe Aridjis, los autores que han formado parte hasta la fecha, desde 2023, del programa internacional de residencias literarias Escribir el Prado. Pretendo reconstruir cómo ha sido su día a día durante las semanas que han durado sus estancias. Seguirles los pasos desde que salen del apartamento donde se alojan, en la cercana calle de Los Madrazo, hasta que se aproximan a la entrada principal, en la moderna ampliación de Moneo, para luego campar a sus anchas por las galerías, salas y pasillos donde moran, desde hace siglos, como reyes absolutos de esta casa, los más importantes maestros de la pintura. Cuando les llega la invitación, que todos aceptan con un sí rotundo –¿cómo no sucumbir a los mil y un encantos del Museo del Prado?–, reciben una única consigna: libertad para solicitar lo que se les ocurra, por imposible que parezca, para el mejor discurrir de esta experiencia única. Como cuenta Valerie Miles, editora de Granta y una de las responsables del proyecto, «se les diseña un traje a medida. Se acercan a cuadros que conocen desde la escuela y luego se sienten como si estuvieran delante de una rock star, llámese, Velázquez, Goya, de una estrella a la que pueden pedirle un autógrafo». Mientras transcurren esos minutos de espera antes de entrar en la pinacoteca, observo, igual que ellos, quiero imaginar, cómo va llegando parte del personal del museo con su tarjeta identificativa colgada del cuello. Especulo con que tal vez vengan de tomar un café, el primero o segundo de la mañana, en alguna cafetería del entorno, como quizá también hagan los autores residentes. Me sorprende cómo casi todos ellos se saludan con evidente simpatía y complicidad. Da la sensación de que son como una familia. Y algo de esto hay, porque no soy la única en percatarme de este detalle. Los escritores invitados llegan a sentirse uno más de los miembros del gran equipo del Prado, y eso que aquí trabajan cerca de quinientas personas. Por ejemplo, a la hora de la comida en la Cantina, del vigilante al conservador no dudan en pedirles que les firmen y dediquen alguno de sus títulos. Mientras, comentan con ellos su lectura. No hay mejor abrazo de bienvenida para un escritor que sentirse leído. Para Olga Tokarczuk, he aquí uno de los momentos mágicos. Experiencia litúrgica Sin duda, me han citado a tan temprana hora, 60 minutos antes de que irrumpa el torbellino turístico, para recorrer las galerías con tranquilidad. Al igual que los autores residentes, que, como asegura Miles, viven en ese periodo de tiempo previo al bullicio «una experiencia que se aproxima a lo litúrgico, sacro». El público general es madrugador, pero no tanto, y tiene muy claro a qué salas se va a dirigir, raudo como una flecha: las de El Bosco y su Jardín de las delicias y las de Velázquez y sus Meninas, preferentemente. En el circuito que me han preparado para esta reconstrucción de los hechos y de las sensaciones vividas por estos cuatro autores, voy a ir de la mano de Francisco Tardío Baeza (Curro, tal y como él se presenta y le llaman todos), jefe de Proyección y Programación Internacional del Museo del Prado, quien trabaja codo con codo con Valerie Miles en esta iniciativa, después de que Miguel Falomir, director del museo, tuviera la idea primigenia. Curro me va a mostrar los senderos artísticos y literarios que han recorrido dos premios Nobel, Coetzee y Tokarczuk, un galardonado con el Princesa de Asturias de las Letras, Banville, y Aridjis, ganadora del PEN/Faulkner Award de narrativa en 2020. A ellos se les sumará este 2025 la nigeriana Helen Oyeyemi, cuya estancia se desarrollará en junio, y el francés Mathias Enard, en noviembre. A la primera, Miles la define como «una escritora nómada, ahora vive en Praga, y un valor en alza a sus 40 años». Y al segundo, como «un autor polifacético y politemático». Miles constata que Curro fue la sombra que acompañó a los dos John, a Olga y a Chloe durante las semanas que se prolongó su estancia. El hecho de que la experiencia no se condense en un día o una noche se debe, como explica Miles, a que «el objetivo reside en que puedan contemplar los cuadros a cualquier hora del día, haga sol o llueva… porque son experiencias muy distintas. Los cuadros no son estáticos. Son pura narrativa». Quien más tiempo pasó aquí fue Chloe, cerca de dos meses. Les cito a todos ellos por su nombre propio porque así les llaman con total naturalidad y cercanía. Curro me confiesa que terminan intimando hasta el punto de que, luego, cuando ya se han marchado, se wasapean. Por ejemplo, en el momento en el que nos situamos delante de una de las obras preferidas de Aridjis, autora mexicana afincada en Inglaterra, Paisaje con San Jerónimo, de Patinir, le hace una foto y se la manda con un comentario sobre nuestra visita. Todo ello viene al hilo de su cuento, que protagoniza una especialista (¿la misma Chloe?, ¿qué hay de realidad y de ficción?) que va a montar en el Prado una exposición sobre San Jerónimo. «Es extraño dedicar tantas horas a un santo». Así arranca su relato El nivel de aire. Curro no sólo es quien les facilita todo lo que necesitan dentro y fuera del museo, sino que tiene la sensibilidad y empatía suficientes para saber cuándo debe esfumarse y dejarles a solas con los cuadros, con sus fantasmas y con sus iluminaciones creativas. Aquellos lienzos que más les apelan en su curiosidad, en sus gustos, en sus obsesiones. Como La historia de Nastagio degli Onesti, de Botticelli, en el caso de Olga. Aquellos que, finalmente, van a ilustrar la conferencia con la que despiden su residencia o acaban siendo coprotagonistas del libro que pasados unos meses publicarán. Una charla y un relato son los únicos e ineludibles compromisos adquiridos por todos ellos. También una foto oficial que tienen que hacerse el primer día y que, sin duda, termina siendo lo que más pereza les da. Lo demás, un ir y venir por donde quieran o más les pique la curiosidad. Desde mezclarse con las multitudes que se arraciman delante de Las meninas a disfrutarlas a solas, hasta el último detalle, como Banville. Lo que más le llama la atención del famoso lienzo es el suelo de la estancia palaciega donde está reunido el grupo familiar y toda su corte. Tan memorizado tiene el autor irlandés el cuadro que señala cómo la infanta Margarita, situada en el centro de la escena, parece que levita. Increíble, fíjense, porque, de verdad, no toca suelo. Por su carácter, Banville resulta el más imprevisible de todos los residentes. También porque conoce la pinacoteca muy bien. Va sobre la marcha, improvisa, y no duda en escaparse a comer al cercano parque de El Retiro con Curro en uno de esos soleados días del otoño madrileño que coincidieron con su estancia. En la conferencia final, titulada Arte en nuestro nuevo mundo feliz, se salta el guion una y otra vez. Juguetea con las ideas que le lanza la moderadora del encuentro, la propia Valerie Miles, para referir que la pintura siempre le ha «fascinado porque es el arte en superficie y en la superficie está la profundidad». Para todos ellos, lo mejor, sin duda, es madrugar tanto como los trabajadores de la institución para disfrutar del silencio, de los rayos de sol que se mezclan con las motas de polvo, y, como trazos pictóricos, dibujan las primeras escenas de la mañana. No hay rincón que se les escape en sus caprichos de invitados de lujo porque, como apunta Miles, «aquí se esfuerzan muchísimo para que se sientan unos consentidos». Desde el minuto uno, se dan cuenta de que «el Prado –prosigue Miles– no es solo una pinacoteca, es una institución, una especie de queso gruyer con muchísimos departamentos que se cruzan». Sin excepción, la curiosidad de todos coincide a la hora de visitar los almacenes y los talleres de restauración. Lo mismo que si precisan que los acompañe un conservador en concreto, no hay problema. Por ejemplo, Alejandro Vergara, jefe del Área de conservación de Pintura Flamenca y Escuelas del Norte, siempre les conduce por aquellas estancias donde la mayoría del público, los turistas más adoctrinados en el selfie, no suele perderse y donde cuelgan algunas de las joyas de su especialidad. Si nos atrevemos a definir a Banville como el más díscolo, a Tocarczuk como la más psicoanalítica, a Ardjis como la más cómplice por aquello de compartir lengua, Coetzee, que también chapurrea español, se queda con el papel del más serio. Que el autor sudafricano, Nobel de Literatura en 2003, fuera el primero en aceptar y venir supuso, en palabras de Miles, «todo un lujo y una puesta en marcha del proyecto excepcional». Su obsesión por las Pinturas negras de Goya, en concreto por el Perro semihundido, centra el cuento que escribe bajo el título de El vigilante de la sala, en el que hace un cameo su alter ego femenino, Elizabeth Costello. Precisamente, los vigilantes de sala empiezan a ocupar sus puestos ya cerca de las diez de la mañana y, entre ellos, se localizan los empleados/personajes más peculiares. Bajo su uniformada apariencia, se esconden personalidades dispares. De escritores a artistas en ciernes o diletantes, sin más, como el que protagoniza el cuento de Coetzee: «José Eduardo, pero sus amigos le conocen como Pepe». «El Prado es un depósito de imágenes, no de palabras», apunta Coetzee en su conferencia de clausura, titulada Los lenguajes del arte, y este proyecto, desde que Miguel Falomir lo concibe, pretende acercar el museo a otras formas de la imaginación, como la literatura. Libros de auténtico lujo Como su propio nombre indica, el proyecto Escribir el Prado, iniciativa del propio museo y de la editorial Granta y con el patrocinio de Loewe, implica que los autores invitados tienen que, valga la redundancia, escribir un relato al final de su estancia. Hasta la fecha se han publicado dos, el firmado por J. M. Coetzee ‘El vigilante de sala’, y el de Chloe Aridjis ‘El nivel del aire’. Para el mes de septiembre, llegarán los que han creado John Banville y Olga Tokarczuk, que, como cuenta Valerie Miles, están con los últimos retoques de edición. No queremos –argumenta Miles– que hagan un ensayo sobre una obra, sino que escriban cosas que no están escritas y que lo hagan con la imaginación. Enfrentar el espacio de un cuadro con la secuencialidad de la narrativa». Este dato resulta relevante. Por eso, priman los narradores, y no los poetas, en la lista de elegidos. Quizás la poesía se parece más a la pintura por su concepción espacial. El objetivo es aportar un valor añadido e internacional al Museo del Prado, y que dentro de «cien años se puedan leer estos cuentos. La experiencia está siendo tan enriquecedora que hay otras instituciones de renombre que están pendientes de lo que estamos haciendo aquí», concluye Valerie Mile. Desde luego, el mimo con el que están escritos y editados estos pequeños libros asegura una larga vida a este proyecto único que arrancó en 2023 y que en este 2025 seguirá su brillante curso con la presencia de Helen Oyeyemi y Mathias Enard en el Museo del Prado en otoño. Suscríbete para seguir leyendo

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