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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 26/04/2025 16:32
El cardenal Jorge Bergoglio oficia una misa fuera de la iglesia de San Cayetano, donde ondea una bandera argentina, en Buenos Aires, Argentina, viernes, 7 de agosto de 2009 (AP Photo/Natacha Pisarenko, archivo) Murió como vivió: sencillo, luminoso, inclaudicable... El 21 de abril de 2025, lunes de Pascua, el mundo contuvo el aliento. Cinco días después, el 26 de abril, en la plaza de San Pedro, bajo un cielo que alternaba nubes y claros, miles de almas vibraban en silencio. Francisco, el papa del pueblo, partía para siempre, dejando tras de sí un eco de bondad que ni la muerte podía apagar. La multitud no lloraba solo al pontífice. Despedía a un amigo, a un pastor, a un corazón abierto. No hubo coronas doradas, ni triple féretro, ni liturgias de mármol y oropel en su despedida final en la Plaza. Solo un ataúd de madera clara, desnudo y humilde, tal como había deseado, en coherencia con su vida. Así, en su último acto público, desafió una vez más los rituales de siglos, prefiriendo la ternura a la grandeza vacía. En la habitación 201, no en el trono Todo había comenzado en 2013. El recién elegido Jorge Mario Bergoglio caminó por los pasillos del Palacio Apostólico, miró las habitaciones amplias, los techos altos, los muebles dorados… y dijo “no”. “No es tan lujoso, pero es enorme. Es como un embudo al revés”, explicó luego. “En un embudo así, la gente solo puede entrar de a pocos, y yo no puedo vivir sin gente”, añadió, expresando su preocupación por el aislamiento que sentía en esos espacios. Eligió la habitación 201 de la Casa Santa Marta: una cama sencilla, un crucifijo, una lámpara modesta, un mate caliente siempre a mano. Nada más. Desde ese refugio discreto, tejió su revolución pastoral. El papa Francisco, durante una sesión de trabajo, en su despacho de la Casa Santa Marta, en el Vaticano (REUTERS) Comía con empleados y sacerdotes. Rezaba con los migrantes. Llamaba por teléfono a quien lo necesitara, sin intermediarios. Guardaba debajo de su imagen de San José dormido los papelitos con sus preocupaciones: “Para que el santo las soñara”, decía. Fue allí, en esa habitación, donde el 21 de abril, en la madrugada romana, su corazón se detuvo. Murió donde había elegido vivir: cerca de los otros, lejos del trono. Hoy, 26 de abril, su cuerpo descansa en la Basílica de Santa María la Mayor, donde tantas veces se arrodilló a solas, buscando consuelo bajo la mirada de la Virgen. Su decisión de ser enterrado allí, lejos de las tumbas papales tradicionales en el Vaticano, fue otro gesto de cercanía con el pueblo romano al que tanto amó. En Roma, la ciudad eterna lloraba. Durante los días previos, miles desfilaron ante su féretro en la Basílica de San Pedro. Hoy, según el Ministerio del Interior de Italia, más de 200.000 personas colmaron calles, plazas e iglesias para acompañar el funeral. La vigilia fue incesante: flores, velas, oraciones en todas las lenguas. Hubo minutos de silencio en las escuelas, eventos suspendidos, cazas Eurofighter vigilando el cielo, un destructor custodiando el Tíber. Más de 8.000 efectivos se desplegaron para el adiós. Pero no había fuerza capaz de contener aquel río humano. ¿Se puede blindar el dolor? El funeral del 26 de abril, presidido por el cardenal Giovanni Battista Re, fue una cumbre global del duelo: Donald Trump, Emmanuel Macron, Volodímir Zelensky, los reyes de España, Javier Milei, Luiz Inácio Lula da Silva, Daniel Noboa, Luis Abinader, Xiomara Castro… todos reunidos bajo el mismo luto. El funeral del 26 de abril fue una cumbre global del duelo, con los principales mandatarios del mundo presentes en la Plaza San Pedro... todos reunidos bajo el mismo luto (AP Photo/Gregorio Borgia) Pero no fueron solo ellos. También estaban los pobres. Los migrantes. Los anónimos. Los suyos. Aquellos a quienes lavó pies ajados. A quienes besó llagas olvidadas. Por quienes se arrodilló ante la guerra. Francisco sabía: los gestos pesan más que los tratados. En Argentina, el duelo tuvo un pulso más hondo. El presidente Javier Milei decretó siete días de luto. Buenos Aires amaneció bajo un manto de banderas a media asta. En Flores, la vieja casa de la calle Varela fue santuario de velas y oraciones. “Es uno de los nuestros“, repetían los labios en las calles. Paulo Dybala, Leandro Paredes, Matías Soulé y Valentín Castellanos viajaron a Roma. No como estrellas: como hijos que despiden a su padre espiritual. En la iglesia donde Bergoglio oyó su primer llamado, Catalina Favaro, de 23 años, dijo: “Era un rebelde. Y eso también era bonito". Sus palabras resonaban el sentir de muchos jóvenes a los que Francisco inspiró a cuestionar. Un recuerdo personal Yo también lo conocí. Era apenas un niño cuando, en algún asado en el seminario de los jesuitas de San Miguel, me crucé —sin comprenderlo del todo— con Jorge Mario Bergoglio. En aquellos años, aproximadamente entre 1973 y 1979, mi tío era novicio y él, el provincial de los jesuitas en Argentina. Años '70, falta mucho aún para su papado... Por entonces, Jorge Mario Bergoglio se desempeñaba como el provincial de los jesuitas en Argentina. Mis recuerdos de esos fines de semana en el Colegio Máximo de San José, en la provincia de Buenos Aires, son difusos, como escenas vistas a través de un vidrio empañado. Más que imágenes nítidas, conservo los relatos que mi padre fue tejiendo a lo largo de los años: los almuerzos compartidos, los seminaristas en formación, la figura sobria de Bergoglio moviéndose entre ellos, con la naturalidad de quien ya cargaba una misión mayor. Años después, durante la secundaria, lo escuché ya con plena conciencia. Soy exalumno del Colegio del Salvador de Buenos Aires, y en los retiros espirituales era él quien nos hablaba. No adornaba las palabras. No buscaba rodeos. Decía las cosas como quien entrega verdades sin pedir permiso. Tenía quince años. Y aunque el tiempo haya desdibujado tantos rostros y tantas frases, algo de su voz quedó prendido en la memoria: llamados a la firmeza interior, advertencias contra la tibieza del espíritu. Hoy, al recordarlo, comprendo que su paso por mi vida fue breve, pero suficiente. Una de esas marcas que no se ven, pero que acompañan. Cinco palabras que abrieron puertas En el vuelo de regreso de Brasil, en 2013, un periodista preguntó por un supuesto “lobby gay” en el Vaticano. Francisco apenas vaciló antes de responder con una humildad radical: "Si una persona es gay y busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?" Cinco palabras. Un sismo. El 18 de diciembre de 2023, con Francisco en el Vaticano, la Iglesia autorizó la bendición de parejas del mismo sexo No cambiaban la doctrina, pero sí el tono. Y el tono, a veces, cambia el mundo. Donde hubo juicio, sembró acogida. Donde hubo rechazo, abrió puertas. Con Laudato Si’, alzó una de las advertencias más graves contra el cambio climático. Con su visita a Lampedusa, dio rostro a los migrantes olvidados. Con su presencia en la embajada rusa, en medio de la guerra en Ucrania, recordó que la neutralidad no debe ser indiferencia. No predicó desde torres de marfil. Predicó desde la calle, desde las fronteras del mundo. El papa de las llamadas sorpresa En una época de distancias insalvables, Francisco acercó el mundo a su oído. Llamaba a jóvenes embarazadas, a presos, a monjas olvidadas. Sin avisos. Sin cámaras. Sin necesidad de protocolos. Durante los años de su papado, estas llamadas se volvieron parte de su estilo pastoral. Su hábito de llamar inesperadamente a personas comunes le valió incluso el apodo de The cold-call pope (El papa de las llamadas sorpresa). En los últimos años, mantuvo un ritual diario de llamar a la parroquia católica en Gaza, hablando con ellos cada noche a las 7 p.m. para mostrar su cercanía y preocupación. Para quienes escuchaban su voz argentina al otro lado, era como si el mundo mismo se detuviera. En México, durante una misa transmitida en vivo, el padre Miguel Domínguez interrumpió la lectura del Evangelio para atender una llamada inesperada. Era Francisco. El sacerdote acercó el teléfono al micrófono. Y la iglesia entera escuchó la voz del Santo Padre preguntando cómo estaban. Así era Francisco, capaz de irrumpir en lo cotidiano para recordar que lo sagrado habita en los encuentros humanos. Durante los días en que su cuerpo estuvo expuesto, la Basílica de San Pedro fue un río incesante. Según el Vaticano, más de 250.000 personas desfilaron en silencio, conmovidas. Ancianos, niños, migrantes, turistas incrédulos. Todos unidos por un mismo dolor y un profundo respeto. El cuerpo del papa Francisco es llevado en un ataúd a la Basílica de San Pedro, en el Vaticano, este 23 de abril (REUTERS/Susana Vera) Annamaria Martínez, migrante venezolana, cayó de rodillas: “Él siempre miró la mejor parte de cada persona”. Miguel Angel Tarditti, de 65 años, apenas pudo susurrar: “La personalidad más importante de este tiempo”. Desde lejos, Yuji Sugiyama, estadounidense, rompió en lágrimas: “Aunque no soy católico, lo admiro profundamente”. Ahora, bajo una losa blanca de mármol de Liguria en Santa María la Mayor, su cuerpo reposa. La lápida dice solo una palabra: FRANCISCUS. Y una cruz sencilla, de plata. El Vaticano, en un gesto final de ternura que conmovió al mundo, convocó a pobres, migrantes, presos, personas transgénero a despedirlo en un lugar de honor. Los últimos, una vez más, fueron los primeros. La tumba podrá visitarse a partir de mañana, 27 de abril. Pero su historia ya es inmortal. La hermana Nathalie Becquart, a quien Francisco abrió caminos en la Curia, lo resumió en una frase: “Se trataba de cambiar un patrón de dominación por uno de cooperación." El “papa del pueblo” no dejó un trono vacío. Dejó una puerta abierta. Una puerta que todavía cruje en la brisa de Roma, junto a la basílica que lo acoge para siempre. Una puerta que invita, todavía, a salir a buscar a los otros, a tender puentes, a vivir con la sencillez radical que él encarnó. Porque su historia —como su sonrisa y su llamado a la ternura— no se borrará jamás.
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