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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 22/04/2025 04:50
La primera edición del Martín Fierro Lugones decía que el Martín Fierro era la epopeya de los orígenes del país. Borges, en cambio, veía en el poema una novela en verso compuesta por una serie de noticias policiales: hechos delictivos que conformaban el drama del protagonista. “Las vicisitudes de Fierro importan menos que la persona que las vivió”, escribió en el ensayo El Martín Fierro de 1953. Leer “mal” —leer desde el borde, desde la anomalía— fue uno de los grandes gestos de Borges. Generó una literatura menos dependiente de cánones y reglas: más libre. Eso también lo convirtió en blanco de “atribuciones erróneas”. Leonardo Pitlevnik, por ejemplo, retomó el método y se lo aplicó a él mismo en Borges y el derecho, un ensayo que analiza sus cuentos desde una escena judicial. Antes de que Lugones y Rojas lo erigieran como el poema nacional, la lectura del Martín Fierro era, según Borges, furtiva, clandestina. “Esa lectura”, decía, “era un placer y no el cumplimiento de una obligación pedagógica”. Decía —pero no en este libro— que así había llegado él al libro: Leonor, su madre, se lo había prohibido y él lo leyó a escondidas. La literatura como una transgresión. José Hernández Noticias de un gaucho ¿Cómo llegó Rodolfo Argañaraz Alcorta al Martín Fierro? Este hombre que roza los cien años de vida —que es abogado, doctor en Jurisprudencia, historiador y jurista— es el autor de un libro notable que busca su lugar en la línea Borges-Pitlevnik: El Martín Fierro en la literatura y en el Derecho Penal (Ed. Cathedra) revisa la ética y la poética del gaucho, a la vez que las consecuencias jurídicas de las muertes que ocasiona Fierro. Argañaraz, como Borges, inicia el texto con un perfil de José Hernández. Pero donde aquel apenas se detenía para entrar en el poema, nuestro historiador lo muestra a lo largo de la vida: en su infancia, con su familia, en el campo, en la ciudad, ante la inesperada muerte de la madre, en los fortines, tomando parte en las batallas de la guerra civil, definiendo su mirada política. Si el Martín Fierro es una marca de la identidad del país, primero —parecería decir Argañaraz— hay que entender a su autor y a su ideario. Otros autores, como Ezequiel Adamovsky, analizan la presencia del gaucho desde la época de la colonia hasta entrado el primer peronismo. El gaucho de Argañaraz está fechado en torno a 1872, año en que se publicó el Martín Fierro. Esta distancia implica necesariamente la construcción de un arquetipo. Se suceden, entonces, varios capítulos que, sin caer en el enciclopedismo, buscan explicar la vida de los gauchos: las costumbres, la idiosincrasia, la relación con el poder político y económico. En la tragedia de Martín Fierro comienza a urdirse la Argentina moderna, que requiere de un relato capaz de crearla: ¿es esta la función de la literatura? Escribe Argañaraz: “Un país —se ha dicho con frecuencia— no puede decirse que exista frente al resto del mundo hasta que no haya sido capaz de mostrar el auténtico espíritu de su literatura”. Y un poco más adelante: “La historia de nuestra literatura se inventa a sí misma, es nuestra biografía nacional, se identifica con la historia de nuestra propia vida en cada uno de nosotros”. El Martín Fierro de puño y letra de su autor, que quiso una edición barata para que todos pudiesen tener acceso (Caras y Caretas) Una confesión llena de pormenores y detalles Borges decía que el Martín Fierro seguía una línea política, hasta que, en el baile, el gaucho mata al negro. Ese es el momento en que el personaje se le escapa a Hernández. La trama cobra una vida propia y empieza una nueva exploración. Es interesante cómo Argañaraz parte de esa ficción para desarrollar un estudio erudito de la criminalidad de Fierro. “A lo largo del poema”, escribe Argañaraz, “y por el relato que hace el propio Fierro, surge que ha matado cinco veces. Vale decir que para juzgar su conducta tenemos que atenernos a cuanto va revelando. Todo ello tiene el valor de una confesión llena de pormenores y detalles, sin que se pueda dudar de la veracidad de lo ocurrido, aunque el protagonista busque humanamente justificar su conducta. No hacerlo valdría tanto como situarse fuera de la realidad y pondría de manifiesto un masoquismo totalmente ajeno a la idiosincrasia del personaje”. Ricardo Piglia vinculaba la figura del detective con la de crítico literario. No está muy lejos de eso Argañaraz, que señala que la Justicia no nace de un análisis frío y descarnado de los hechos —en ese contexto los jueces podrían ser reemplazados por computadoras—, sino que se requiere de una interpretación sin desnaturalización de la ley. Con esta idea presente, las muertes que ocasiona Fierro no son una mera suma matemática. Y si en su confesión él cumple el doble rol de fiscal y defensor, el lector, que hace las veces de juez, se enfrenta a una pregunta difícil de responder: “¿A quién se debe obedecer? ¿A la ley o a la conciencia?”
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