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» Diario Cordoba
Fecha: 22/04/2025 03:25
Este año, la primavera no ha traído ni sol ni calma. Después de un invierno que se resistió a marcharse, llegaron las lluvias, las tormentas y un frío inesperado. Más allá de la molestia de no poder disfrutar de la Semana Santa al aire libre, lo que estamos viviendo es un síntoma claro de una transformación más profunda: el clima está cambiando, y con él, también los ecosistemas. Las estaciones ya no se comportan como antes. Lluvias fuera de época, sequías prolongadas, inviernos cálidos. Todo esto afecta directamente a la flora y fauna, sobre todo en entornos vulnerables como humedales o bosques mediterráneos. Muchas especies no se adaptan, otras migran hacia zonas más frescas. El equilibrio natural se altera y eso repercute en toda la cadena ecológica. Pero el clima no es el único factor. El ser humano también está moviendo piezas clave del tablero ecológico. Un ejemplo: la introducción de especies en lugares donde nunca antes habían existido. A veces se hace de forma intencionada -por razones económicas, ornamentales o agrícolas-, otras veces ocurre por descuido o ignorancia. Ese fenómeno se conoce como «antropocoria», la dispersión de especies provocada por la actividad humana. Hoy en día, una semilla puede recorrer miles de kilómetros en la suela de un zapato, en el embalaje de un producto importado o en el lomo de una mascota. El tráfico internacional de mercancías, el turismo globalizado y la urbanización creciente han convertido al ser humano en uno de los principales vectores de transporte biológico. Muchas veces, esas especies no logran adaptarse al nuevo entorno y mueren. Pero cuando sí lo hacen -y no encuentran depredadores naturales que las controlen- se expanden sin freno. Entonces dejan de ser visitantes para convertirse en invasoras. La lista de ejemplos es extensa: el mejillón cebra en embalses, el ailanto en las ciudades, la cotorra argentina en parques urbanos o la caña común en cauces fluviales. Cada una de ellas altera el ecosistema que invade, compite con especies autóctonas y puede causar impactos ecológicos, económicos y hasta sanitarios. En la naturaleza, todo funciona bajo un delicado equilibrio. Hay especies hospedadoras y especies hospedadas. Mientras haya diversidad y estabilidad, el sistema se regula solo. Pero cuando se rompe ese balance, surgen las plagas y enfermedades. Muchas especies introducidas llegan acompañadas de organismos invisibles: insectos, hongos, virus, bacterias. Estos patógenos, que en sus lugares de origen tal vez pasaban desapercibidos, en un nuevo ecosistema sin defensas pueden ser devastadores. Un ejemplo cercano es el de la oruga procesionaria del pino (Thaumetopea pityocampa), que en los últimos inviernos se ha adelantado debido al aumento de las temperaturas. Su proliferación está vinculada al debilitamiento de los pinares por la sequía y la falta de biodiversidad. Afecta no solo a los árboles, sino también a personas y animales, por sus pelos urticantes. Otro enemigo menos visible es el Phytophthora cinnamomi, un patógeno del suelo que ataca las raíces de especies como la encina o el alcornoque, fundamentales en los paisajes mediterráneos. Este oomiceto se activa en suelos muy húmedos, y el resultado es el marchitamiento progresivo de las copas hasta la muerte del árbol. También los cultivos sufren las consecuencias. Humedades prolongadas favorecen hongos como el repilo en el olivo o el mildiu en la vid. Enfermedades que afectan la producción agrícola y que requieren cada vez más tratamientos, con costes económicos y ambientales. Frente a esta realidad, muchas de las medidas que se aplican son reactivas: plaguicidas, fungicidas, cortas sanitarias. Pero estas soluciones suelen tener efectos secundarios: contaminan el suelo, dañan insectos beneficiosos o provocan resistencia en las plagas. Por eso, los expertos coinciden: la clave está en la prevención y la adaptación. Hay que reforzar la vigilancia fitosanitaria, educar sobre los riesgos de transportar especies, fomentar prácticas agrícolas sostenibles y restaurar la biodiversidad como barrera natural frente a plagas. Cada vez que una planta, un insecto o un hongo cruza una frontera, el equilibrio de un ecosistema puede verse comprometido. Y en un mundo tan interconectado como el nuestro, lo más urgente es asumir que ya no somos simples observadores del paisaje: somos parte activa de su transformación. Quizá ha llegado el momento de hablar más de antropocoria. Porque no solo el viento, el agua o los animales transportan semillas. También nosotros. Y lo estamos haciendo más de lo que creemos. *Catedrática de Botánica en la Universidad de Córdoba
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