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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 17/04/2025 03:19
A dónde vamos cuando soñamos - Episodio 5 - "El Gitano" “Somos un equipo. El equipo que armé yo. Esa es mi familia”, dice Ariel Acuña en el cierre de la entrevista. Habla de su pareja y de su hijo, un bebé de apenas un año. Ahora tiene 53 años. Le siguen diciendo “el gitano”. Lleva casi dos décadas en libertad. Fue uno de los partícipes del motín de Sierra Chica, uno de los “doce apóstoles” que en 1996 protagonizaron una de las masacres carcelarias más sangrientas de la historia argentina. El otrora ladrón de bancos y de camiones blindados, asesino de presos, presume su voluntad de haberse reinsertado. Se presenta como “youtuber carcelario”: en su canal acumula 28.800 suscriptores, 307 vídeos y 6.073.878 visualizaciones. En 43 minutos de entrevista, cuenta quién era, qué hizo y quién es hoy. La respuesta a la primera pregunta - ¿por qué terminaste en la cárcel?- remonta a su infancia. “Soy hijo adoptado. Mi papá son militares -dice-. Mi verdadera madre se prostituía para darnos de comer. Hasta que hubo una orden de un juez que nos tenía que sacar de los brazos de nuestra madre y fuimos a parar a un orfanato yo, mi hermano y una hermanita que no la conozco porque era muy bebé”. Tenía tres años cuando entendió que había una mamá biológica y una mamá adoptiva. Una familia lo adoptó. “Económicamente estaban muy bien. Siempre nos daban todo. Vivíamos en plena Capital Federal. Teníamos todos los lujos que queríamos tener. Pero hubo una cosa que no hubo: el amor de madre ni de padre, porque pensaron que el amor era darnos cosas materiales. Y para mí el amor es otra cosa”. Hizo la primaria en un colegio privado del barrio de Saavedra. Un día se escapó porque su papá, militar de carrera, le pegaba mucho. “Me fui de mi casa solo, solo. Me escapé y anduve arriba de los trenes. Vendía alfajores. Abría la puerta de los taxis. La idea era ir a buscar a mi mamá. Así que me fui a Constitución y nos tomamos un tren colado. Me había hecho amigo de un pibe que estaba en la calle también. Pero no íbamos adentro del vagón, íbamos entre los vagones. Era de noche y mi amigo se durmió y se cayó. Y el tren lo hizo bolsa. Vi todo. Me chorreó toda la sangre. Pararon el tren. Me quedé medio helado. Y seguí el viaje”, cuenta. Su propósito era volver con su mamá. Quiso preguntar en el juzgado. “Llegué. Andaba con los mocos chorreando, de pantalón corto, con una remera toda sucia. Hablé con la jueza, que era Corbacho. No me olvido más. Y me dijo que ella no me iba a dar la dirección de donde vivía mi mamá y me iba a llevar a una comisaría. Esa fue la primera vez que yo pisé una comisaría. Fui preso por ir a buscar a mi mamá”. Relata que estaba solo, que era el más chiquito de la comisaría, que estaba ahí pese a no haber cometido ningún delito y que su papá lo tuvo que ir a buscar. Y marca ese día, uno perdido de sus doce o trece años, como la semilla de su resentimiento con el sistema, con la sociedad. Recuerdos de infancia: abandono, adopción y un hogar sin amor marcaron los primeros años de vida de Acuña Ariel vivió su infancia y preadolescencia en el barrio porteño de Saavedra. Su mamá adoptiva lo enviaba a pagar los servicios al banco. En la calle, se hizo amigo de los pibes del barrio Mitre. “Mi mamá nunca me dejaba juntar con los pibes de la villa. Era media nariz parada, clase media alta. Era toda una mujer. Pero yo me iba con ellos, me gustaba estar con ellos”, dice. Recuerda que en Avenida del Tejar (hoy avenida Balbín) y el cruce con la calle Estomba había una plazoleta y cerca una sucursal bancaria. “¿Y si nos robamos el banco?”, le consultó a un amigo. No era una idea disparatada: lo tenía todo planeado. Había identificado los movimientos internos en cada visita para pegar la luz, el gas, el agua. Le compraron un arma a un “viejo fisura” a cambio de droga. “Era un 22, pero era un 22 que no servía para nada porque el caño estaba doblado. Fuimos y nos metimos toda la plata en una bolsa de consorcio y nos fuimos”, cuenta y subraya que el arma no se usa para matar, sino para amedrentar. ¿Por qué empezó a robar? La razón es química. “No necesitaba la plata. Nunca me hizo falta un plato de comida. En el barrio, yo fui el primero que tuve una moto. Me acuerdo de que existía en ese tiempo las Comodoro, las primeras computadoras que salían y yo tenía la mejor. Tenía las mejores zapatillas, las mejores llantas, tenía todo. Sí, pero no era el beso o el abrazo. Es como un perro. Vos tenés un cachorrito y le pegás, le pegás, le pegás. Cuando es grande, el perro te muerde. Lo mismo pasó conmigo. Yo me metía a robar para sentir la adrenalina”. No robaba por amistad, por necesidad, por falta de educación. Robaba -dice- para llenar vacíos. De bancos a camiones blindados. De los pibes de la villa a bandidos experimentados, los que le enseñaron “los códigos de la calle”. Establece una diferencia relativa a una cuestión ética de la profesión: “Está el chorro y está el ladrón. El ladrón no mata. Para mí ser ladrón era un arte. El arma la llevaba, pero solo la mostraba. Nunca maté a una persona en un caso de un robo”. Los robos significaban rollos de dinero que él escondía en el armario. Cuando su familia descubrió el botín, su papá reaccionó. “Me dio una paliza y terminé en el Hospital del Niño. El médico agarró y me dijo ‘¿tu papá te pegó?’. Yo le dije que no. Pero como mi papá tenía un cargo muy grande, me agarró, me alzó, me subió arriba del auto y me llevó al Hospital Naval, donde nadie le iba a poder decir nada”. Comenzó su raid delictivo y con él, su paso por comisarias e institutos de menores. “Fui el primer preso en la Argentina que a los 15 años pisó un penal”, presume. A los 15 años, Ariel Acuña se convirtió en el primer preso menor en un penal en Argentina -¿Y cómo es estar en un penal a los 15? -A los 15 años entrás con miedo. No sabés nada. Toda la educación que me había dado mi papá fue a parar al tacho de la basura en ese momento. Ahora se usa mucho la palabra guachín, guacho. Pero antes no, el guacho era porque no tenía ni madre ni padre. Me tocó meterme adentro de la celda y desarmé mi mono. El mono es una frazada con todas tus pertenencias, tus sábanas, tus frazadas, tus ollas, tu televisor, todo lo que te lleva a tu familia cuando te va a visitar. Estaba desarmándolo cuando entró uno y me dijo “guacho”. Y yo me di vuelta y le pegué una piña. “Qué guacho”, le dije. Yo ya tenía mis berretines. Y justo vino el engome, ¿qué era el engome? Es el cierre del pabellón: entra toda la policía y te va encerrando en la celda y te ponen el sapo. ¿El sapo qué es? Es el candado. Cierran con un pasador y te ponen un candado. En la jerga carcelaria se le dice sapo a eso. Vino este pibe. Yo no sabía quién era. Era el limpieza del pabellón, el que manejaba el pabellón. Me dijo “vos mañana salí enfierrado”. ¿Enfierrado? ¿Qué era eso? Yo no sabía lo que era. Y vino un viejo tumbero y me preguntó “¿por qué estás preso?”. “Por robo”, le dije. Metió la mano por el pasaplatos y sacó una varillita, que eran de los calentadores y que tenía tres patitas. Y me dijo “anda abajo de la tarima, que es a donde dormís, y sácale punta a eso, pero que no te escuche ni el que está al lado ni la policía”. También le dio una mira, que no es más que un pedazo de espejo que podía utilizar para ver cuándo pasaba el guardiacárcel. No durmió ese día. Lloraba mientras le sacaba filo a la varilla. Tanto la frotó con la pared que le quedó una ampolla en la mano. Al otro día, cuando salió al patio, guardó la punta en el pantalón y se llevó una frazada, también por advertencia de otro interno. Lo estaban esperando. Lo atacaron, según su relato, con una “planchuela”, una suerte de faca. “El miedo te da dos opciones. Te hace avanzar o te paraliza. Yo avancé”, narra. Fue su primer homicidio. "Yo vengo de la vieja escuela. Soy uno de los últimos dinosaurios del verdadero ladrón. 'A mí me gustaría ser como vos', me dicen. Yo les digo 'no, no tienen que ser nunca como yo'", remarca Acuña “La autoridad estaba mirando desde la ventana. Estaban apostando a ver quién ganaba. Y entraron con los cazapatos. Nosotros a las escopetas con balas de goma que usan ellos, los decimos los cazapatos. Me agarraron y me llevaron a buzones. Me dieron una paliza. Cobré como una semana. Y yo pensaba: ‘Antes me pegaban mis viejos, ahora tengo que bancar que me peguen estos’. No aguanté más y dentro del buzón me hice una faca. El preso argentino es un preso rata porque con cualquier cosa te hace una faca. La parte de atrás de la cuchara parece como un destornillador. Desatornillé unos tornillos, saqué una planchuela, me hice una faca y me escondí abajo de la tarima. La tarima tiene unos agujeros que es para que no haya humedad. Y ahí me quedé. Entró la policía. ‘Salí de ahí, hijo de puta’, me insultó uno, que vino, se abrió el cierre de la bragueta y me orinó. Cuando salí, lo agarré y me abalancé sobre él. Le mordí la cara y le saqué un pedazo de cachete. Y lo agarré de rehén. Y salió otro a avisarle y vinieron todos”. Entre su primera vez y su vez más famosa pasaron casi diez años. La historia lo sitúa en la Semana Santa de 1996 en el penal de máxima seguridad de Sierra Chica, en el interior de la provincia de Buenos Aires. “La idea era fugarnos de la cárcel. Éramos un grupo de personas que siempre buscábamos la libertad”, cuenta y enseña: “El preso tiene un refrán: ‘Calla, ladrón, que tu silencio es tu libertad’. En la cárcel tenés dos cosas: te atrapa la reja o buscá tu libertad”. Y él, para entonces, estaba condenado a 25 años con reclusión perpetua. “Estaba para nunca más salir, para morir adentro”, dice al punto de resultarle extraño estar hoy en libertad. “Empezó todo por una fuga. Hubo un ortiba, como decimos nosotros, que estaba buchoneado sobre lo que íbamos a hacer. Había una banda, la del correntino Gapo, que arruinaban a los pibes, trabajaban para la policía y eran ortibas”, grafica. El líder de la banda rival era Agapito Lencinas. El grupo, según su versión, también violaba a otros presos y a los familiares que iban de visita. Acuña fue uno de los doce apóstoles del motín la cárcel de Sierra Chica. En la Semana Santa de 1996, esa banda mató a ocho presos “Nosotros lo invitamos a pelear a la cancha -narra-. Hicimos toda una estrategia para que todos los que cuidaban la garita y los que cuidaban el muro vayan para el lado de la cancha. Le dijimos ‘bajá a la cancha que vamos a pelear’. Ellos bajaron y toda la policía fue para ahí. Y nosotros, en ese rato, nos quisimos fugar. Rompimos un foco. Llamamos al electricista. Trajo una escalera de dos pies. La empalmamos, la atamos con sábanas. Armamos escaleras tumberas para escalar el muro: se hacen con la sábana, con palos de escoba y unos ganchos que los sacabas de abajo de las palmeras, acá afuera le dicen cuchetas”. “Pero justo cuando iba un encargado para la cancha, se dio vuelta, nos vio y nos empezó a tirar tiros. Y ahí se pudrió el penal, ahí fue que entró esta banda que estaba en la cancha. ‘Esto no es contra los presos, esto es contra la policía’, les dijimos. Y el chabón me iba a arrancar con una faca, una faca de acero. Era imposible tener una faca de acero en la cárcel, se la había dado la policía. Y le digo ‘a eso no le encuentro el gatillo’. ‘Pero a esto sí’, y le muestro la pistola”. La pistola, una 11.25, la había entrado una abogada y se la había pasado a Diego Garza Sosa, alias “Cacho”, integrante de la banda del Gordo Luis Valor. Todos sus hombres tenían facas. En Sierra Chica había 1.500 internos. La mayoría, dice el Gitano, los apoyaba. El motín duró ocho días. En el segundo día, ocurrió la masacre. “Dejamos correr el tiempo hasta que dijimos ‘basta, se acabó, vamos a darle todo’. Y les caímos: fue una cacería humana. Hicimos justicia por mano propia. Les habían hecho mucho daño a muchos pibes. Habían arruinado muchas familias”. Acuña contó que su primer robo a un banco fue motivado por la adrenalina o por la aventura de llenar un vacío, no por una necesidad económica No supieron qué hacer con los cuerpos, que amontonados llevaron a los buzones. La pestilencia los alertó. Los doce apóstoles habían entrado por robo, no por homicidios. “¿Qué hacemos? ¿Y si los enterramos? Los van a encontrar los perros. ¿Y si lo ponemos en cal?”, relata Acuña. Hasta que apareció uno que había sido carnicero y propuso descuartizarlos y mandarlos al horno de la panadería. Ahí nació el mito de las empanadas: “Yo las hice”. -¿Qué hiciste? -Yo fui el que corté la nalga. Porque había un encargado que cuando yo era había ingresado ahí, a los 17 años, me había pegado apenas ingresé, me había matado y lo teníamos de rehén. Entonces corté un pedazo de nalga. La hicimos como que fuese una empanada. La fritamos. Y se la dimos. Cuando la comió, le dije: “¿Te gustó la empanada?”. “Está buena”, me dijo. “Bueno, ahora que te comiste a un chorro, vas a ser mejor persona”. Y empezó a vomitar todo. Este encargado tiene carpeta médica ahora, está en un neuropsiquiátrico. -Aparte de lo de las empanadas, se decía que habían jugado a la pelota con una cabeza. -No es que se jugó con la cabeza de un preso. Es una piedra. Tu esposo que es jugador de fútbol te puede decir: si le pega una patada a una piedra, se va a romper la pierna. Bueno, esto es lo mismo. Inventos del medio periodístico, que siempre la quieren mandar cambiada. Está libre desde hace veinte años. Vive en Mar del Plata. Cuida a su hijo todas las mañanas, cuando su esposa sale a trabajar. “Soy el que le cambia el pañal, el que le da la comida, el que le da la mamadera, el que está todo el día con él. Mi hijo me cambió la vida”, cuenta. Sabe que en algún futuro le tendrá que explicar a su hijo quién es él y por qué algunos lo reconocen en la calle. “Para mí no es una hazaña -advierte-, es mi historia de vida y la cuento. Y también tengo una re linda historia ahora que estoy en libertad”. Hay quienes le dicen que le gustaría ser como él. Él les contesta enérgicamente que no: “No fantasmeen, no tienen que ser nunca como yo. En la cárcel no vas a pasar nunca buenos momentos. No festejás tu cumpleaños. No hay Navidad. No tenés nada. Ves sufrir a tu familia, a tu mamá”.
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