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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 30/03/2025 04:41
El padre que planeó una “búsqueda del tesoro” mientras estaba enfermo: 200 dibujos, frases y la tarea que le encomendó a su familia Gina estaba a días de celebrar seis años y Fabricio tenía apenas nueve meses cuando a su padre, Leonardo Lavalle, le diagnosticaron un tumor en el riñón. Ese día junto a Ana -su esposa y la mamá de los chicos-, Leonardo arrancaría un arduo proceso de casi una década hasta aquel 5 de febrero de 2021, cuando murió a la semana siguiente de haber cumplido 50 años. La reseña, así escrita, no es más que un cúmulo de datos y de fechas precisas, de inicios y finales. Despojada de cualquier emoción, desprovista de sentimiento alguno, resulta tan fría como distante. Nada de esto hubiera querido él. Y es todo esto lo que evitó. Porque en ese tiempo, desde aquel diagnóstico incomprensible, decidió llevar adelante un plan. Como luego lo llamaría Gina: “El plan B”. Lo fue elaborando en el cuidadoso trazo de cada uno de los dibujos que creó durante su tratamiento, después de cada operación, al culminar los controles de rutina. Y también en las frases elegidas cuidadosamente. Y lo ideó de manera tal que se concretaría cuando él ya no estuviera aquí, en este plano: dejó el libro sin concluir para que se publicara después de su partida. Porque lo terminarían su esposa y sus hijos. Para eso, Leonardo elaboró una especie de búsqueda del tesoro: al irse, Ana, Gina y Fabri irían encontrando los dibujos y las frases restantes de El viaje del Zorro, hasta completarlo. Así se llama el libro, el legado que Leonardo les dejó a su mujer y sus hijos. Para ayudarlos. Para que lograran seguir sin él. Para acompañarlos. Aunque al fin, esta búsqueda comenzó mucho antes. O más bien, existió desde un principio. Porque el tesoro siempre estuvo ahí. El gran tesoro de Leonardo fue su amor. Leonardo pensó que tenía una infección urinaria y en la guardia recibió el diagnostico de cancer renal. —¿Cómo llegó el diagnóstico? Ana: —Estábamos de vacaciones en Ushuaia y Leo empezó con unas molestias. Le diagnosticaron una cistitis, una infección urinaria de lo más común, pero las molestias no pasaban. Cuando volvimos a Buenos Aires fuimos a una guardia, le hicieron un estudio y nos dijeron que tenía un tumor en el riñón izquierdo de siete centímetros, bastante importante. —¿Se lo dijeron ahí mismo? Ana: —En ese instante, ahí, de parados. A veces los sistemas médicos están desbordados y te tiran una que no sabés cómo sostener los tres minutos siguientes... Fue un shock. —¿Quién era Leo hasta ese momento? Ana: —¡Uff! En primer lugar, el amor de mi vida. Profesor de Educación Física: amaba la docencia. Hacía siete kilómetros de bici a diario, nadaba tres veces por semana, tomaba no sé cuántos litros de agua por día, de noche no comíamos hidratos. Con lo cual, parecía imposible que ese profe todoterreno, que había entrado con una infección urinaria, saliera con un diagnóstico de cáncer. Pero estábamos enfocados en que había que pasar ese momento y ver qué se hacía. A la semana lo operaron y salió todo bien. Nos dijeron que (el tumor) estaba encapsulado, que no habría mayores problemas. Y empezamos una nueva vida, aunque con controles cada tres meses, por supuesto. Cuando recibieron el diagnóstico Gina estaba por cumplir 6 años y Fabricio tenía 9 meses. —¿Gina, vos sabías todo o eras muy chiquita? Gina: —Sí. A lo mejor no sabía que tenía cáncer con todas las letras, porque era una palabra muy fuerte para una nena chiquita, pero sabía que en mi casa pasaba algo: a veces mi papá se sentía muy mal y tenía que ir al hospital, o tenía que hacerse resonancias muy seguido. Días después del diagnóstico festejamos mi cumpleaños: en todas las fotos mi papá estaba enojado y yo no entendía por qué. “¿Qué hice?”, pensaba. Era porque tenía cáncer, pero yo no lo entendía. Ana: —Hasta que dos años después, otra vez de vacaciones, empezó con una migraña muy muy fuerte. Veníamos de hacer los controles: en el cáncer de riñón no se controla el cerebro porque normalmente no llega directo; antes, hace metástasis en otros órganos. Entonces como había estado todo bien fuera del cráneo, digamos... Pero empezó con una migraña que se convirtió en invalidante: no movía un brazo, arrastraba una pierna. Cuando pudimos nos volvimos en avión desde Brasil y al bajar, ya no caminaba. Desde Ezeiza nos fuimos directo a una clínica especialista en neurología. Le hicieron una tomografía. Y nos dijeron que había un tumor de cuatro centímetros en el parietal izquierdo, que era posible que afectara la movilidad o el habla. —¿Era una metástasis del riñón? Ana: —Era una metástasis. Nos dijeron que la operación tenía un riesgo altísimo. “Hagan lo que tengan que hacer, que yo voy a hacer mi parte”, les dijo. Él era muy particular. —Si no se operaba, ¿qué pasaba? Ana: —Es que los dolores de cabeza no se soportaban, eran tremendos. Un médico de la guardia me dijo: “Igual, señora, si llegó al cerebro, esto está terminado...”. Y no. Fue una operación de diez horas, y cuatro días después ya estábamos de vuelta en casa, muy bien, muy felices. Y todo el proceso, él lo hizo dibujando. —Gina, ¿vos ya entendías lo que estaba pasando? Gina: —Yo tendría ocho o nueve años y entendía que a mi papá lo tenían que operar de la cabeza y no de la panza, que era lo que había entendido cuando yo tenía seis. Y que a lo mejor, era un poquito más difícil. Ana: —Ellos eran muy chiquitos, pero antes de ir para la cirugía los sentó y les dijo: “Bueno, yo me voy. Me van a sacar un moño que tengo en el cerebro. Pero vuelvo. Vuelvo pronto”. Gina: —Sí. Fue en la pieza de Fabri. Nos sentamos a jugar a la Play y nos dijo que se iba unos días, que lo tenían que operar de la cabeza, y que iba a volver, que iba a hacer cosas en casa. —¿Viste que cuando uno es chiquito tienen la fantasía de que mamá y papá son para siempre? Gina: —Sí. Y de más grande, a los 12 años, apareció la idea de que a lo mejor mi papá no iba a estar para siempre. —¿Qué te acordás de tu vínculo con tu papá? Gina: —Lo recuerdo como muy unidos. Somos una familia muy unida nosotros tres. Y bueno, los cuatro éramos muy unidos. Fabricio cuenta que tenía muy naturalizada la enfermedad de su papá porque en sus primeros recuerdos el cancer ya estaba presente. —¿Fabri, cómo recordás a tu papá? Fabricio: —Era una persona que siempre te enseñaba mucho. Pero mucho no me acuerdo. Ana: —Claro, era chiquito. —¿Qué edad tenía vos, Fabri, cuando muere tu papá? Fabricio: —Nueve años. —¿Y entendías que tu papá estaba enfermo? Fabricio: —Solo los últimos dos o tres meses. Antes lo tenía mucho más naturalizado porque desde que yo me acuerdo estaba así, con dolores de cabeza. Ana: —Fueron nueve años, toda la vida de Fabri. —¿Y en qué momento, Gina, entendiste que papá se podía morir? Gina: —Ya muy al final de 2020. Por la pandemia, no se pudieron seguir controles, no se pudieron hacer muchos tratamientos, y ahí la situación se descarriló un poco. Entendí que era más complicado que antes. —¿Y Leo cuándo se asustó? Ana: —El día del primer diagnóstico: no entendíamos nada de lo que estaba pasando. Fue un tsunami. Y cuando nos dijeron que había una lesión en el cerebro. Al final apareció algo en hígado y me dijo: “Mirá, vamos a quemar una nave”. Era un tratamiento alternativo, unos chantas que te prometían la cura, pero fuimos, hicimos el tratamiento, y ahí yo lo noté asustado. Pero él tenía un temple muy particular, por eso el final fue como inesperado, en el sentido de que en los ocho años previos él estuvo muy bien. Salía de las cirugías (fueron 16 en total) y estaba de nuevo apto. —¿Leo te pidió cosas de cara a los chicos, a su crecimiento, a su futuro? Ana: —No, nada. Él decía que entraba al quirófano tranquilo porque afuera estaba todo en orden. Y hablábamos muchísimo del futuro: apostábamos a que esto se podía dar vuelta. Y siempre que se pudo, la vida avanzó. Yo seguí trabajando, en la medida de lo posible nos fuimos de viaje. Hasta que con la pandemia el acceso a algunos controles y todo se ralentizó. Igual, (el cáncer) ya estaba como instalado en el cuerpo. —Había aparecido una metástasis, a distancia de lo que era el cerebro. Ana: —Sí. Una vez que apareció en el cerebro el pronóstico era muy poco, de dos años. Y esos dos años se convirtieron en siete. A mí no me alcanzan, a nosotros no nos alcanzan, pero tuvo una sobrevida mayor a la esperada. "Le dije: 'Gracias'. Y él me dijo: 'Menos mal que fuimos tan felices'" recuerda Analía. —¿Te pudiste despedir de Leo? Ana: —Sí. Le dije: “Gracias”. Y él me dijo: “Menos mal que fuimos tan felices”. ¿Qué mejor regalo? Es un dolor dulce. Fueron épocas de muchísimo dolor, pero de mucho amor. Y no hay nada que pueda con el amor, ni siquiera el dolor, porque es lo que te permite ponerte de pie. Fue de muchísimo dolor para todos. Muchísimo. Pero el amor trascendía: en casa, hasta se podía tocar. Así que no, no creo que haya quedado nada pendiente. Y nosotros decidimos que no se hospitalizara, que todo fuera en mi casa. Y con nosotros cuatro, porque la muerte es parte de la vida y había que estar juntos. Además, él tampoco quiso irse muy lejos de los chicos y del hogar. Gina: —Yo también me pude despedir: le di un abrazo ahí, en la pieza. Fue un momento en el que todos sabíamos qué estaba pasando. En un momento mi papá no se podía parar solo, pero quería hacer sentadillas, porque era profesor de Educación Física. Entonces muchas veces hicimos sentadillas ambos. Yo me daba cuenta de que eran las últimas sentadilas. Y agarrarlo para ayudarlo a pararse también fue la manera de darle un abrazo... Ana: —Gina a veces me recuerda que yo le dije: “Tranquilo, yo te los cuido (a los chicos)”. Gina: —Y que se podía ir. Ana: —Sí. Pero me costó decirlo. A mí no me importaba la condición en la que estaba. Yo quería que siguiera, a como dé lugar. No fui tan noble... Leonardo dibujaba y pintaba con acuarela con el sueño de publicar un libro con el Zorro del Principito como protagonista. Los trazos de la vida Mientras tanto Leonardo dibujaba, en acuarela y tinta. Sin que su esposa y sus hijos lo supieran, aun estando frente a ellos, armaba el relato que se armaria una vez que ya no estuviera. Y entonces había dibujos, infinidad de ellos. Y frases, incontables. Una de ellas, pegada en una pizarra de corcho: “Cuando la situación es buena, disfrútala. Cuando la situación es mala, transfórmala. Cuando la situación no puede ser transformada, transfórmate”. —¿Leonardo empieza a dibujar después de la operación en el cerebro o lo había hecho desde siempre? Ana: —Lo hizo toda su vida. Era su manera de expresarse: era de pocas palabras pero de muchos dibujos. Y en los tiempos de recuperación, cuando el físico no respondía, vio que el dibujo era su manera de expresión. Entonces se nos llenó la casa de cuadros. —¿Cuándo nace la inquietud por el Zorro, de El Principito? Ana: —Todavía él no estaba diagnosticado y había fallecido su mejor amigo, también de cáncer, hacía unos meses. Yo le estaba leyendo El Principito a Gina y él se da vuelta, me mira y me dice: “¿Y qué pasó con el Zorro? ¿Nadie piensa en el Zorro, que se quedó solo?”. Fue una charla, pero ahí empezó a gestarse la idea. Hizo algunos bocetos cuando lo diagnosticaron y ese zorro se fue transformando, tomando algunas cosas del Principito. Él decía: “Algún día con este cuento voy a hacer un libro”. Pero fue un cuento que lo procesó durante nueve años. —¿Sentís que estos dibujos que fue haciendo eran para sus hijos? Ana: —Sí. Yo tenía la intución. Y nuestra casa se había transformado: el comedor diario pasó a ser su taller de pintura, y fue una vida llena de colores, de pinceles. Lo veíamos dibujar. Y vimos evolucionar a ese zorro. Pero no sabíamos que estaba preparando el plan B, como le puso Gina, de que bueno, si la cosa no salía bien, que hubiera una herramienta... —Fabri, ¿hoy la casa está llena de cuadros de tu papá? Fabricio: —Sí. Debe haber más de 200. Ana: —Muchos están guardados, preservados, pero sí. Más de 200. —Cuando Leo muere, había una cantidad enorme de dibujos y de frases. ¿Y qué pasó después? Ana: —Teníamos la sensación de que quería editar un libro para sus 50 años, que fue el 29 de diciembre de 2020. Pero él había dejado de dibujar en agosto, septiembre, y nos había quedado una sensación rara: que no había terminado el libro, porque no teníamos un final. Estábamos muy aturdidos también y no sabíamos mucho qué hacer con todo ese material. Semanas despues de la muerte de Leonardo su mujer encontró un dibujo escondido en una libreta y entendieron que él había dejado armada una búsqueda del tesoro. —Porque a ese libro le faltaba un final. Ana: —Sí. Para nosotros, no había final. En un momento de muchísimo dolor, de shock, estábamos con esa incertidumbre de no saber qué hacer. Hasta que un día, un mes y medio después de su muerte, yo necesitaba unos códigos, porque trabajo en sistemas, y fui a una libreta donde guardaba esos códigos. Y en la hoja de atrás de esa libreta, él nos había dejado el final. Recuerdo que pegué un grito tremendo. ¡Ese era el final del libro! Y lo dejó en un lugar estratégico porque sabía que todos los meses yo recorría esa libreta, hoja por hoja, hasta encontrar los códigos. —¿Qué les pasó a ustedes dos cuando apareció ese dibujo inédito de tu papá? Gina: —Fue loco. Ahí nos dimos cuenta de que había un plan B. Porque si papá podía, lo terminaba. Y sino, lo terminábamos nosotros. Tipo profe, nos dejó un trabajo práctico. Ana: —Dos semanas después me llamó una persona de muchísima confianza y me preguntó: “¿Encontraste el final del cuento?”; “Sí”; “Te lo dejó. Y fijate que mezcló todas las frases. Están escondidas, mezcladas con los dibujos, y ustedes tienen que hacer la historia”. En cada cumpleaños nuestro, jugábamos a la búsqueda del tesoro; era un juego de nuestro acervo familiar. Y bueno, hubo que buscar. Pero la duda fue: “¿Estará todo? ¿Encontraremos todo?”. —En su último tiempo, no sabemos en qué momento, ¿Leo les armó una búsqueda del tesoro con todos los dibujos y las frases que faltaban, para que la familia honrara de alguna manera el deseo de tu papá? Gina: —Sí. Y encontramos todo: frases y dibujos. Y después hubo que unir con flechas, porque teníamos que ver qué frase encajaba con qué dibujo, porque todo tenía que tener sentido y destino, como le gusta decir a él. Ana: —Y nos puso en acción, en movimiento. No nos dejó ese parate, porque él me conocía tanto que sabía que yo iba a entrar en un estado de ameba, porque no entendía la vida sin Leo. Me faltaba una parte mía. La búsqueda de dibujos y frases por toda la casa y definir el ordén para el armado del libro llevó meses y los acompañó en el duelo. —¿Los tres juntos buscaron las frases y los dibujos? Ana: —Sí, lo hicimos juntos. Fabricio: —Al principio estaba todo medio mezclado, y después entendimos que los dibujos eran todos de una historia que seguía, y que había una frase que le correspondía a cada uno. —¿Cuánto tiempo tardaron en armarlo? Ana: —Primero leímos en profundidad El Principito para tratar de entender los personajes que aparecían en el Zorro. ¿Y cuánto estuvimos...? Hasta septiembre. Gina: — Y ahí mandamos a editar el libro. Ana: — Y nos dio tema en la mesa, porque en la mesa familiar sin Leo, el silencio te aturdía. Y así encontramos la excusa para hablar todas las noches. —Y Leo encontró la forma de estar presente. Ana: —De alguna manera, se quedó. Entre todas las frases que Leonardo dejó junto a sus dibujos, hay una en particular. Dice así: “Cuando el Principito se marchó, Zorro entendió que era tiempo de su propio viaje”. Para Ana, Gina y Fabricio, es tiempo de ese viaje.
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