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  • De motines, intentos de fuga y crímenes: la cárcel de Alcatraz y el enigma de los tres únicos presos que sobrevivieron a la huida

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 21/03/2025 05:15

    La cárcel estaba emplazada en un islote vecino a la bahía, a dos kilómetros de la costa, a doce minutos de barco, separada por una lengua de mar vital y luminoso: todo a la vista de los encerrados La cerraron porque era carísimo mantenerla. Y porque su reputación, que había sido siempre pésima, no se puede esperar otra cosa de una cárcel, había empeorado en unos años, el inicio de los dorados sesenta, que prometían más libertad y menos rejas. El 21 de marzo de 1963, bajo la presidencia de John Kennedy en Estados Unidos y a instancias de su hermano, Robert Kennedy, procurador general, la cárcel de Alcatraz cerró sus puertas para siempre y dejó de ser lo que era, un monumento al error; lo había sido desde su nacimiento: un peñasco caprichoso en medio del océano, a apenas dos kilómetros de la costa de San Francisco. Siempre la llamaron por lo que era: “La Roca”, probablemente un capricho de la falla de San Andrés, que causó tantos terremotos y que debe haber plantado allí lo que tal vez sea la cumbre de una montaña hundida en el mar. El primero que la exploró en 1775 fue Juan Manuel de Ayala, un marino español que bordeó la costa del Pacífico en la Alta California con la idea de afirmar la soberanía española. Una utopía porque, al año siguiente, Estados Unidos declaró su independencia. Al menos Ayala bautizó a la roca para siempre. La llamó “Isla de los alcatraces” porque esas aves eran las únicas, y numerosas, habitantes de la isla. El gobierno estadounidense la compró en 1849 y allí funcionó el primer faro de California. Durante la Guerra Civil que enfrentó al Norte de Estados Unidos con los Confederados del Sur, Alcatraz encontró su mal destino: fue fuerte militar convertido de inmediato en prisión. Las fuerzas armadas americanas usaron la isla durante casi ochenta años, entre 1850 y 1933, cuando pasó al Departamento de Justicia. De alguna forma, la Alcatraz moderna es fruto de la Gran Depresión que sacudió a Estados Unidos y al mundo desde 1929. La economía paralizada y la industria en caída hicieron que la delincuencia aumentara en Estados Unidos el mil por ciento en la decisiva década del treinta. Fueron los años de las bandas de gangsters en lucha callejera por el dominio territorial en barrios y ciudades, los años de la Ley Seca, de las “familias” italianas reinas de New York, los años de Bonnie y Clyde, de Alfonso Capone y, también, los años de la diáspora americana, la migración interna de miles de familias, sin vivienda y sin trabajo, que seguían al sol y al régimen de cosechas en un intento por sobrevivir: un drama que tan bien retrató John Steinbeck en Viñas de ira. Alcatraz tenía un régimen tan severo como tienen hoy las cárceles de máxima seguridad, con un agregado: “El agujero”, seis celdas mínimas donde los presos más díscolos pasaban entre quince y diecinueve días de aislamiento total, desnudos y en silencio (AP) La presidencia de Franklin D. Roosevelt, que asumió su primer mandato en 1932, gastó sus primeros cuatro años en enderezar aquella economía descarriada y en encarar el desarrollo económico y social del país. Pero, para enfrentar al delito, la receta no sugería paciencia; contra los delincuentes, J. Edgar Hoover, flamante director de la no menos flamante Oficina Federal de Investigaciones (FBI), edificó un régimen de castigo ejemplar: rehízo el Servicio Penitenciario y fundó cárceles de rigor extremo para los presos más peligroso. Alcatraz fue una de esas prisiones, la más famosa y alegórica: sería más que eso, sería una prisión de castigo. Pero eso nunca fue dicho, sólo estaba planeado. En manos de Hoover, Alcatraz se convirtió en un edificio de tres pisos de celdas, con cuatro bloques principales, A, B, C y D, la oficina del alcaide, un área de visitas, biblioteca, peluquería y lavandería. Las celdas eran jaulas de dos metros setenta por un metro y medio y dos metros diez de alto; eran bien primitivas, carecían de privacidad, tenían una cama, un pequeño escritorio, sin muebles y con apenas una manta y un lavatorio y un inodoro en la parte posterior, detrás de una leve pared baja. Allí, los reclusos pasaban veintitrés horas al día. El bloque D albergaba a los peores internos; al final del bloque había cinco celdas conocidas como “El Agujero”, a las que iban a parar los prisioneros de mala conducta para someterlos, después de una paliza brutal, a un régimen de aislamiento en el que pasaban entre quince y diecinueve días sin ver el sol, desnudos y sin hablar con nadie. El comedor y la cocina estaban fuera del complejo de celdas y allí comían sus tres comidas diarias guardias y prisioneros. El hospital del penal estaba sobre el comedor. Con perversa ironía, los corredores de la prisión llevaban el nombre de famosas avenidas americanas; Broadway, Madison, Quinta y otras tonterías por el estilo. Todo tendía a afirmar una verdad de acero: era imposible escapar de “La Roca”. Cortada como a pico, bordeada por farallones y barrancos, rodeada de puestos artillados con guardias siempre vigilantes, llegar al mar era tarea de titanes. En el supuesto caso de que alguien tuviese éxito, quedaba todavía un desafío más quimérico e inalcanzable: sobrevivir a las aguas heladas, al mar tempestuoso, a algún tiburón inquieto y al esfuerzo de nadar los dos kilómetros hasta la costa con una espada filosa sobre la cabeza: que la fuga no hubiese sido descubierta porque, si así había sido, la policía aguardaba al fugitivo para devolverlo a la prisión, al “agujero”, al aislamiento y a empezar de nuevo. Al Capone fue, acaso, el recluso más famoso de la prisión más famosa. Estuvo ocho años preso por evasión de impuestos. Lo liberaron en 1939, cuando no podía caminar, decía incoherencias y babeaba sin control (AP Photo, File) Por Alcatraz pasaron los delincuentes más famosos de Estados Unidos. No es un mérito, es un dato. El de más fama fue Al Capone, que fue a parar allí no por los crímenes que cometió, que ordenó cometer y por los que le adjudicaron, sino por evadir impuestos. Fue juzgado y condenado en 1931 y en Alcatraz se entretenía tocando el banjo o la más itálica mandolina. Pronto mostró signos de demencia, probablemente a causa de una sífilis que nunca se había tratado: aquel criminal le tenía terror a las inyecciones. Gran parte de sus últimos años de prisión los pasó en el hospital de “La Roca”, hasta que fue liberado el 16 de noviembre de 1939. No podía caminar, decía incoherencias y babeaba sin control. Fue a parar a su propiedad en Palm Island, Miami Beach. O el tipo estaba grave o era un actor de primera porque murió recién el 21 de enero de 1947 por un derrame cerebral: lo encontraron en la bañera. Los primeros presos llegaron a Alcatraz a las diez menos veinte de la mañana del 11 de agosto de 1934. Eran ciento treinta y siete reclusos de los que se había desprendido, por indeseables y violentos, la penitenciaría de Leavenworth, Kansas. Habían sido transportados a California en tren, en vagones de alta seguridad, esposados y escoltados por sesenta agentes del FBI y oficiales de la seguridad ferroviaria. El 22 de agosto llegaron otros cuarenta y tres reclusos de la penitenciaría de Atlanta y diez de la penitenciaría de Lewisburg, Pennsylvania. Mas reclusos fueron enviados desde Washington y desde el Reformatorio de Virginia: el 30 de junio de 1935 Alcatraz albergaba a doscientos cuarenta y dos presos. Para entonces, “La Roca” también admitía once departamentos y nueve habitaciones individuales para solteros, que era el alojamiento de quienes no estaban presos pero igual se hospedaban en Alcatraz. En esos días vivían allí, y no estaban presos, cincuenta y dos familias que incluían a ciento veintiséis mujeres y chicos. Alcatraz no pasó a la fama por ser rigurosa e inexpugnable, o no sólo por eso; por el contrario, le dieron más lustre, siempre opaco, la sangre que se derramó entre sus paredes, los intentos desesperados de fuga, la violencia desmedida que entretejió sus días y que salpicó por igual a prisioneros y en especial a sus guardianes, que ampararon el trato vejatorio y las torturas físicas y psicológicas. Cuando los hermanos Kennedy resolvieron cerrarla, una decisión que de alguna forma fue una ofensa hacia Hoover con quien se profesaban un mutuo odio irrenunciable, esgrimieron como razón la economía: un preso en Alcatraz costaba diez dólares por día, a diferencia de los tres o cinco dólares que costaba un preso en el resto de los institutos correccionales de Estados Unidos. Lo cierto es que Alcatraz ya apestaba. Su fama frustrada de prisión modelo se había deteriorado, de la misma forma que los vientos helados, el embate del mar, la humedad y la herrumbre habían deshilachado la vieja fortaleza. Durante los veintinueve años de funcionamiento, las autoridades de Alcatraz declararon que ningún prisionero había logrado escapar de “La Roca”; fijaron en treinta y seis la cantidad de reclusos que habían llevado adelante catorce intentos de fuga; veintitrés habían sido descubiertos, seis internos habían sido muertos a balazos, dos se habían ahogado y cinco fueron declarados desaparecidos, probablemente también ahogados. Era una afirmación signada más por el optimismo que por las certezas. Joseph Bowers fue el primero en intentar escapar. Lo acribillaron a balazos los guardias de las torres de vigilancia. Sus compañeros de celdas dijeron que lo de Bowers había sido un “suicidio asistido” El primero en intentar una evasión fue Joseph Bowers, que había sido condenado a veinticinco años de cárcel por robar dieciséis dólares con treinta centavos en una oficina de correos. Entró a Alcatraz el 4 de septiembre de 1934, a sus treinta y ocho años. El 1° de abril de 1936 saltó las dos enormes rejas perimetrales de la prisión y quedó del lado “libre” del penal. Sin destino fijo, empezó a deambular por los acantilados de la isla: los guardias lo acribillaron a balazos. Sus compañeros de prisión dijeron que lo suyo, más que un intento de fuga, había sido un “suicidio asistido”. Bowers había intentado degollarse con el cristal de sus anteojos seis meses después de llegar a Alcatraz, en marzo de 1935. El psiquiatra de Alcatraz, Edward Twitchell, dijo que todo había sido una sobreactuación del detenido. La prisión tuvo también a sus presos famosos, aunque no por la violencia de sus crímenes. Robert Franklin Stoud había sido condenado a doce años de cárcel por robo y, ya en prisión, asesinó a un guardiacárcel: lo condenaron a muerte y debió esperar que se cumpliera la sentencia en una celda de aislamiento. En la cárcel de Leavenworth, Stoud crio canarios para superar el drama de la soledad. En 1942 lo transfirieron a Alcatraz adonde llegó con su fama y con un pájaro. Lo conocieron como “El pajarero de Alcatraz”. Una película de John Frankenheimer, Birdman of Alcatraz (”El hombre de Alcatraz”), contó su historia en 1962. La protagonizó Burt Lancaster como Stoud, ganó el Oscar, y Telly Savalas. Stoud murió en 1963 en el centro hospitalario de la prisión de Springfield a los setenta y tres años: había pasado cincuenta y cuatro en prisión, cuarenta y dos de ellos en aislamiento. En 1937, un helado 16 de diciembre, dos ladrones de bancos, Theodore Cole y Ralph Rose pasaron el habitual conteo de presos del mediodía. Pero cuarenta minutos más tarde, en otro conteo sorpresivo, ya no estaban. Habían abierto un hueco en sus celdas, habían huido, roto la primera valla de alambres con una llave inglesa que robaron del taller de neumáticos de la prisión y se habían refugiado en la espesa niebla que cubría Alcatraz. Después, escalaron más de treinta metros de rocas y se internaron en los acantilados de la isla; desde ellos saltaron al mar y nunca más los vieron. Las autoridades clausuraron la investigación y dieron por hecho que se habían ahogado, o que habían muerto congelados. Pero sus cuerpos nunca fueron hallados lo que dio paso a un mito que dio coraje a los reclusos: bastaba con llegar al agua para alcanzar la libertad. No era verdad, pero era una esperanza. Robert Franklin Stroud crio canarios en la cárcel de Leavenworth y cuando fue transferido a Alcatraz, en 1942, llegó con su fama a cuestas y fue conocido como “El pajarero de Alcatraz” Cinco meses después del drama de los dos ladrones de bancos, otros tres prisioneros intentaron huir de Alcatraz. El 23 de mayo de 1938 Thomas Limerick, Rufus Franklin y Jimmy Lucas atacaron con un martillo al oficial Royal Cline; le partieron la cabeza, dejaron que se desangrara y treparon a los techos de la prisión, donde los sorprendió otro guardia, Harold Stites, alertado del intento de fuga: Stites acribilló a los reclusos a balazos. Limerick murió al día siguiente, casi al mismo tiempo que el oficial Cline. Lucas y Franklin, heridos, se recuperaron y fueron condenados a cadena perpetua por el asesinato del oficial. Lucas, que tenía veinticuatro años, era famoso en Alcatraz porque había apuñalado a Al Capone con unas tijeras robadas en el taller de sastrería de la cárcel. A medida que pasaban los años, los planes de fuga de Alcatraz se hicieron más sofisticados. El 13 de abril de 1943, Floyd Hamilton, James Boarman, Fred Hunter y Harold Brest encararon la fuga más espectacular hasta entonces. Hamilton era un tipo peligroso había sido miembro de la banda de los legendarios Bonnie y Clyde, Bonnie Parker y Clyde Barrow, había protagonizado asaltos violentos y asesinado al menos a dos personas. También era experto en fugas y Hoover lo había declarado “enemigo público número uno”. La banda de reclusos que planeaba la fuga era peligrosa. Hunter había estado ligado a los gangsters de “Mamá Baker”, Brest era un secuestrador y ladrón de bancos y Boarman un asaltante sin asesinatos en su espalda. El plan era una obra de ingeniería criminal. Habían fabricado dos cuchillos en el “taller de industrias” de Alcatraz; a lo largo de cuatro meses habían robado de la lavandería del penal cuatro uniformes de guardiacárcel; acondicionaron cuatro latas para guardar los uniformes y mantenerlos secos una vez en el mar; fabricaron cuatro tablas parecidas a las de surf con unos agujeros para que, una vez en las olas, poder respirar debajo de ellas con unos tubos robados de la enfermería y limaron los barrotes de una ventana que daba al mar. El 13 de abril ataron y amordazaron al guardia George Smith y al jefe de seguridad del penal, Henry Weinhold; después se desnudaron, se untaron con grasa del taller de carpintería para soportar el frío de las aguas, hicieron saltar los barrotes limados, arrojaron las tablas al agua y saltaron desde más de veinte metros de altura. Retrato del criminal estadounidense Floyd Hamilton, el enemigo público número uno de los Estados Unidos durante la década de 1930, sentado en una cárcel en Shreveport, Luisiana Los planes en teoría perfectos tienen eso de malo: son teoría. Los fugitivos descubrieron enseguida dos grandes chambonadas; la primera: las tablas bajo las que pensaban nadar hacia la libertad habían sido juguete de la corriente y el mar se las había llevado nadie sabía adónde; la segunda: no habían atado bien a los dos guardias y la alarma de fuga sacudió al penal. Los fugitivos fueron baleados desde las torres de vigilancia; Hamilton fue herido, y Boarman se hundió agonizante. Brest fue capturado y del cuarto, Hunter, nadie sabía nada. Las autoridades hicieron lo de siempre: con un muerto, Boarman, y otro capturado, Brest. Los otros dos deberían haber muerto ahogados. Era una conclusión apresurada. Hamilton y Hunter habían nadado hasta un islote cercano a Alcatraz, que servía como depósito de chatarra. Se entregaron tres días después, helados, desnudos, untados de grasa hasta las cejas, hambrientos, mojados y dolidos. Tres años después de la aventura de Hamilton y su banda de desesperados, hubo un sangriento motín en Alcatraz. Los cabecillas fueron tres tipos peligrosos, en la prisión no había chicos que pudieran figurar en un cuadro de honor: eran Joseph Cretzer, Bernard Paul Coy y Marvin Hubbard. Los seguían tres cómplices: Sam Shockley, Miran Edgar Thompson y Clarence Carnes. El plan era de Coy y preveía huir a sangre y fuego; a ser posible, el fuego debía ser de ellos y la sangre ajena. Esa era la teoría. Entre el 2 y el 4 de mayo de 1946, los amotinados tomaron la armería del penal y a varios guardias como rehenes. Fueron despiadados y crueles, dispuestos a todo. Coy caminó hasta la puerta de la armería junto a uno de los guardias, mientras sus cómplices, un par de pisos más abajo, simulaban una pelea. Cuando el guardia se asomó a un barandal ver qué pasaba, Coy lo ahorcó con su propia corbata. Con la armería y las armas en su poder, los seis delincuentes tomaron como rehenes a otros nueve oficiales y los encerraron en una celda, la 403. Coy buscaba la llave del patio de los recreos porque sospechaba que esa llave les iba a franquear el espacio. Sospechaba bien. La ansiada llave estaba en el bolsillo del uniforme del oficial William Miller que, en cuanto pudo, la tiró al inodoro de una de las celdas y aguó la fuga de los presos, que tomaron el pabellón D, el de los peligrosos, y otras áreas claves de la prisión. Empezó entonces una batalla que duró dos días. Nada tenía ya retorno. Durante la Guerra Civil de EE.UU., Alcatraz sirvió como fortaleza naval y prisión para los prisioneros confederados capturados, debido a su aislamiento y los fríos y rápidos corrientes que la rodean (AP) Conscientes de que la fuga había fracasado, y a instancias de Shockley y de Thompson, Cretzer acribilló a los rehenes de la celda 403 y mató a Miller y a otro guardia, Harold Stites, que en 1938 había frustrado otra fuga, baleado a los reclusos y matado a uno de ellos. La batalla desatada en Alcatraz, que con ese nombre pasó a la historia, se prolongó hasta el 4 de mayo. Shockley, Thompson y Carnes dejaron las armas y volvieron a sus celdas con la esperanza de que las autoridades creyeran que ellos tenían poco que ver con aquel desastre. Carnes era un muchacho de dieciocho años que había llegado a Alcatraz el 6 de julio de 1945, condenado a perpetua por el asesinato del sereno de un garaje. Coy, Cretzer y Hubbard siguieron la lucha hasta que un pelotón de marines desembarcó en la isla para reprimir el motín. Los tres fueron muertos por los soldados, el cuerpo de Coy, el cerebro de la fuga, fue hallado acribillado y vestido con el uniforme de uno de los guardias asesinados. Thompson y Shockley, que habían intentado pasar por inocentes, fueron juzgados por el motín y ejecutados en la cámara de gas del San Quentin, en California, el 3 de diciembre de 1948. Carnes fue condenado a perpetua. También hubo chapuceros que intentaron fugar, sin éxito por cierto, de Alcatraz. Uno de ellos fue John Giles que, al contrario que sus antecesores, eludió toda forma de violencia. Era un experto en fugas y por eso lo habían enviado a “La Roca”, para enderezar sus costumbres torcidas. Ni hablar de eso. Giles, que trabajaba en el puerto de carga de la isla y era un preso ejemplar, salvo que se quería ir de aquel infierno, robó un uniforme de guardia, caminó como uno más de ellos por el muelle y trepó a una de las lanchas que, cada hora, unían Alcatraz con San Francisco. Sólo que se equivocó de lancha y en vez de ir a San Francisco, fue a parar a la vecina Angel Island donde, al llegar, lo esperaba la policía con los brazos abiertos. Y un par de esposas, también abiertas. La fuga más célebre, y la más misteriosa, ocurrió el 10 de junio de 1962, cuando ya los hermanos Kennedy pensaban en clausurar aquella prisión de la vergüenza. Si fue una fuga exitosa, está por verse todavía, a pesar de las seis décadas que pasaron desde entonces. Frank Morris y los hermanos John y Clarence Anglin lograron lo que se creía imposible: huir de la prisión más segura de Estados Unidos Frank Morris y los hermanos John y Clarence Anglin, junto a un cuarto cómplice, Allen West, diseñaron un plan con la ayuda de un fugitivo frustrado, Clarence Carnes, aquel que en 1946 se había salvado de la cámara de gas, estaba condenado a perpetua por su participación en “La batalla de Alcatraz” y era el único sobreviviente de los seis evadidos originales. Carnes reveló a los nuevos complotados que había un pasaje secreto que llevaba al techo de la prisión y al que se podía acceder desde el conducto de la ventilación que pasaba por detrás de las celdas. Durante nueve meses, como hormigas, con cucharas convertidas en cinceles, los cuatro taladraron las paredes de Alcatraz hasta dar con el conducto de ventilación. Planearon cómo tapar el boquete para que la fuga no fuese descubierta de inmediato y cómo simular que estaban en sus celdas cuando ya hubieran huido del penal. El agujero lo taparon con falsas rejillas fabricadas con papel mojado de viejas revistas y pintura. Y para la falsa presencia en las celdas armaron con papel maché, como expertos titiriteros, cabezas humanas a las que les dieron forma con un cemento casero, pintaron y cubrieron con pelo humano robado de la peluquería de la cárcel. Una réplica de aquellas cabezas se exhibe hoy en el museo de Alcatraz. También robaron impermeables de goma y, con cemento de contacto armaron una especie de balsa precaria que inflarían en los acantilados de la isla; usarían como fuelle un acordeón que había sido transformado por Morris; también fabricaron con los impermeables unos rudimentarios chalecos salvavidas para enfrentar las olas encrespadas y armaron unos remos tan frágiles como todo el plan de fuga. Lo hicieron. Se fueron a las diez de la noche, cuando la cárcel ya estaba a oscuras y nadie esperaba movimiento alguno hasta las seis de la mañana del día siguiente. Quedaron en encontrarse en el conducto de ventilación. Llegaron todos menos West. Nunca se supo por qué no fue: si lo paralizó el miedo o el temor de no poder reptar por el estrecho pasadizo que lo llevaría a la libertad. Tampoco lo esperaron: los tres siguieron sin él. Llegaron a la terraza, tal como Carnes había dicho, se deslizaron hacia abajo por las cañerías, llegaron a los acantilados, inflaron su barca del tipo mirame y no me toques, y nunca más se supo nada de ellos. Los buscaron por aire mar y tierra; sólo dieron con un bolso impermeable, hecho del mismo material que la balsa, que contenía objetos personales de los hermanos Anglin. La minuciosa investigación detectó la falta de treinta y siete metros de cable eléctrico que, se supone, los fugados usaron para atar su balsa al último ferry que salió de la isla diez minutos después de iniciado el nuevo día. Tal vez no era difícil escapar de “La Roca”, que lo era. Lo imposible era alcanzar la libertad, llegar a tierra firme: mar tempestuoso, aguas heladas, tiburones antojadizos, todo hacía imposible el éxito final de un inicial escape exitoso En las celdas de Morris y de los hermanos Anglin, los investigadores hallaron tres revistas: una era de la famosa Popular Mechanics donde se detallaba cómo armar una balsa; la otra, era un ejemplar de Sports Ilustrated, donde un artículo analizaba cómo atracar un barco a un muelle y su operación inversa. La tercera era una broma: estaba abierta en una publicidad de la cerveza “Miller” en la que se veía a una pareja, feliz, beber un trago en la costa. Los tres fugados, según la costumbre de Alcatraz, fueron declarados muertos. Pero el caso siguió abierto y seguirá abierto hasta que se confirmen las muertes, o hasta que sus protagonistas hayan cumplido los noventa y nueve años. No queda tanto tiempo. Según la familia Anglin, los hermanos lograron escapar a Brasil, desde donde les enviaron postales navideñas los tres años siguientes a la fuga. En la década del setenta, un amigo de la infancia de los Anglin mostró una foto de ambos en las afueras de San Pablo, donde dijo haberlos encontrado. Carnes, el tipo que les facilitó el secreto del escape, aportó lo suyo. Dijo que había recibido una postal de los tres evadidos gracias a una clave que sólo ellos conocían, con una leyenda breve y significativa: “Gone fishing” (”Nos fuimos a pescar”). Nunca hubo evidencia alguna de la existencia de esa postal, que Carnes jamás mostró. Carnes era un indio nativo de la etnia Choctaw a quien en el hampa conocían como “Choctaw Kid”. No cumplió su pena de prisión perpetua en Alcatraz porque la cárcel cerró nueve meses después de la fuga de los Anglin y de Morris. Pese a su condena, fue liberado bajo palabra en 1973: tenía cuarenta y seis años y estaba preso desde los dieciocho. Pero fue encarcelado de nuevo por violar su libertad condicional. Murió de sida en 1988 en el centro médico de la prisión federal de Springfield, Missouri, y se llevó a la tumba el secreto de la postal de los Anglin. Alcatraz, la inexpugnable, y acaso lo haya sido, es hoy un museo. El viaje desde los muelles de San Francisco es tranquilo y acogedor, en especial porque tiene la certeza del retorno (AP) En 2013, el caso de la fuga perfecta dio un nuevo giro. El FBI recibió una carta que estaba firmada, supuestamente, por el mayor de los hermanos Anglin. Decía: “Mi nombre es John Anglin. Escapé de Alcatraz en junio de 1962 con mi hermano Clarence y Frank Morris. Tengo ochenta y tres años y me encuentro en mal estado. Tengo cáncer. ¡Sí, nosotros lo conseguimos aquella noche! Frank murió en octubre de 2008. Mi hermano murió en 2011. Si anuncian en televisión que iré a prisión por no más de un año y que tendré atención médica, entonces les voy a escribir de nuevo y les dejaré saber el lugar exacto en el que estoy. No es una broma”. La existencia de la carta fue revelada por el FBI recién en 2018, cuando la oficina federal dijo que había sido descartada porque los peritajes caligráficos “no pudieron determinar” que fuese auténtica. Tampoco dijeron que fuese falsa. Alcatraz nunca volvió a ser lo que era y aquellos dorados años 60 jamás llegaron a ser lo que prometían. Cinco años después del cierre de la prisión, los dos hermanos Kennedy habían sido asesinados: John, el presidente, en noviembre de 1963, ocho meses después de que el último preso de Alcatraz saliera de su celda; Robert Kennedy fue asesinado en Los Ángeles en junio de 1968. A la vieja cárcel que conserva parte de su estructura se llega hoy en tours programados y a unos ciento cincuenta dólares la visita, previo viaje de doce minutos en ferry, sin custodias, sin esposas y sin peligro alguno, en especial porque existe la certeza del retorno a las costas. La vieja cárcel es un museo y es posible recorrerlo gracias a la erudición de guías atentos, bien dispuestos y conocedores de la historia del penal y de sus fugas frustradas. Una página web recoge gran parte de la historia trágica de “La Roca”, documentada con escrúpulos y dedicación. Eso sí, el ambiente mete miedo. Penumbra, humedad, óxido, ventanucos mínimos por donde apenas se filtra el sol, aromas antiguos, desconocidos, indescifrables, frío en invierno, calor insoportable en el verano. Puede que sea una experiencia reveladora, pero está lejos de ser grata. Algunos de los visitantes se quejan de una broma un tanto pesadita que se gastan los guías: cierran con llave algunas celdas cuando los visitantes están dentro, para recrear en ínfimo grado, la dura realidad que vivían los reclusos. Hay costumbres que no se pierden nunca.

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