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  • «El esqueleto del futuro»

    Parana » La Nota Digital

    Fecha: 12/02/2025 12:55

    Cuentos y relatos en el Suplemento Literario. El cemento pisotea el pasto fresco. Acorrala la maleza generando espacios muertos. La tierra se abre y la pinchan pequeñas agujas, que como mosquitos, extraen el agua que esconde en el fondo. Atentan contra la oscuridad y el frío quemando leña seca. En algún punto del tiempo los caminos se enredan formando atajos para los ansiosos. Un parque se vuelve un milagro. La naturaleza domesticada se abre camino en los jardines en forma de revancha. La chicharra de un tren se lleva las cosechas y trae consigo elementos construidos de la ciudad para facilitar el dejar de ser animales. Antenas desafían las alturas y raspan las nubes y los cables que la mantienen erguida manchan el cielo de cicatrices amargas. Cada tanto nace un loco que se acerca a ver como el tallo de una parra se aferra a un tarugo salido de la pared y combate, así, contra lo civilizado. Este loco se divierte al ver el salto explosivo de los horneros y escucha el leve tintineo que generan los picotazos sobre el pasto para llevarse una lombriz. En ocasiones disfruta del hambre mientras observa llegar a las nubes negras y espera sentado en una silla del jardín a que llueva. Sin saberlo del todo, retiene con audacia las imágenes en su cabeza, las perfecciona con vocabulario y las gira para que encastren de manera perfecta en su realidad. Los sonidos iracundos de la obra en el descampado de enfrente le llamaron la atención al nuevo loco. Fabián hace unos días que los ve trabajar tardes completas desde la ventana de su pieza mientras juega con autitos y soldados. Arrastran metales y comen asado. Descansan y tensan los músculos sin cesar. Esa mañana, invadido por la curiosidad decide escaparse de su casa persiguiendo una pequeña idea. Siempre sale sin permiso, pero esta vez lo tenía prohibido por motivos de la obra. Como la calle está cortada cruza sin mirar, se saca el gorro de lana que le tejió su abuela y camina sobándose los mocos hacía la colocación de la nueva antena. Nunca había visto una tan de cerca. Durante los viajes a capital las vio de lejos, imponentes, de manera impersonal. –Es de telecomunicaciones – le grita un hombre gordo y sudoroso que mientras arrastra un cable grueso con sus propias manos se le ríe de manera burlona. Ese cable pronto estará tenso y la mantendrá erguida como si fueran los tendones de una bestia. Sus manos pequeñas de nene de siete años le impiden darle una trompada al gordo que le habla. Fantasea con agarrar una piedra y reventar, durante cualquier noche sin luna, los focos verdes y rojos que la decoran para que ningún avión se la lleve puesta. Dibuja una sonrisa falsa y se deja acariciar los pelos delgados y rubios al pasar para poder acercarse y estudiar con más detalle como son las operaciones de los obreros. Camiones desgastan la tierra. Pilas de materiales aplastan el verde. Las sobras de los huesos de los interminables asados atraen a los perros de la zona, y la mierda se junta con la del olor de los baños químicos. Ahora, nada florece cerca. El ruido ahuyenta los caranchos y a los Tulupas a lugares remotos abandonando sus nidos y herencias. Descubre, con asombro, que el suelo está cubierto de colillas de cigarrillos y que por más que lo intente, no logra encontrar ningún pedazo de pasto de la antigua cancha de fútbol. A los cables los enrollan como si fueran boas y descubre en ese instante que le va a resultar imposible cortarlos con la sierra de su padre. Piensa en la sierra, en las herramientas y aprieta los puños con fuerza hasta que le duelen las manos. Las grúas enganchan fierros y los elevan por las nubes para formar así el esqueleto del futuro. Ya lo había escuchado a su padre hablar durante la mesa del domingo sobre la nueva empresa que llegaría a la ciudad. Tendremos trabajos nuevos y la ciudad crecerá sin fin, dijo. De pronto reconoce la voz de su madre en el aire y la busca entre la gente y los cascos y las huellas y el humo de sus pensamientos. Lo llama entre el horror y la cotidianidad para que vuelva a la casa a almorzar. Le agita las manos de manera crítica. Desde dónde está la ve como un punto rojo y chiquito, liso y blanco que lo llama vaticinando un peligro que no comprende. Puede adivinar la vena inflamada del cuello. Las arterias se le inflan por la potencia en que sale la sangre de su corazón, y la garganta se cierra al encontrarse con menos espacio, por eso la voz le sale rasposa, como las ruedas de un tractor y lo metálico de los motores. Pero no puede sacar los ojos del cielo lastimado y espera a que vengan a socorrerlo. Como una advertencia se le empieza a desarrollar una voz silenciosa en su interior. Desde lo que ve se empieza a gestar un hilo de pensamientos insoportables hasta formar una sensación de palabras. Jamás la había escuchado antes. Un efecto de madurez ante la incomodidad y la impotencia. El resultado de un laberinto sanguíneo y extenso que culmina de repente. Al fin lo alzan en brazos y esconde la mirada contra el cuello hinchado de su madre que pronto lo llevará hasta la intimidad de su casa que apesta a verduras hervidas. Busca la seguridad de su pieza sin hacerle caso a la penitencia que le dicta su madre desde la planta baja. Su padre aún no llega. Del cajón de su escritorio agarra un lápiz, encuentra un pedazo de papel arrugado, escoge un espacio en blanco. Mira por la ventana para encontrar el detalle perdido y sonríe aliviado. Baja la vista y escribe algo, tal vez, la palabra árbol. (*) Lobo de la estepa pampeana

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