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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 11/02/2025 04:50
La principal angustia del ciudadano de a pie es la seguridad (Imagen Ilustrativa Infobae) Hoy todo es derecho penal. La tapa de los diarios, los programas de la tarde, la charla del café y hasta los chats de whatsapp. Nada escapa a la cuestión que más angustia a los latinoamericanos, peleando codo a codo con el fútbol o con los temas económicos: La seguridad. Las encuestas llevadas adelante por cualquier filiación política siempre tienen en cuenta este asunto desde el inicio. Nadie que se precie de conocer el pulso de la sociedad, va a afirmar en público que la principal angustia del ciudadano de a pie no es la seguridad, entendida como el miedo de sufrir algún delito en la casa, en el trabajo, en el trayecto entre uno y otro o en cualquier lado. Los canales de televisión y las redes sociales nos han impuesto una dinámica de exhibición permanente de todo tipo de crímenes, que hoy forma parte de nuestra temática cotidiana. Desde hace décadas, estas particularidades han hecho que los políticos pusieran en agenda el tema de la seguridad y recurran a todo tipo de leyes penales para solucionarlo, olvidando una premisa indispensable para tratar el problema: el derecho penal viene después del delito. Primero se mata, primero se roba o se viola, y después actúan los fiscales o los jueces. De eso se trata. Hasta los penalistas tienen una frase en latín para eso: el derecho penal es “ex post”, viene después. Claro que si algún profesor de derecho penal leyera esta columna, seguramente ha de pensar que mis párrafos olvidan años y años de elaboración de lo que se ha dado en llamar la “teoría de la pena”, que es algo así como la explicación de porqué una sociedad debe imponer al díscolo una sanción, para qué sirve y de qué modo es más beneficiosa frente al hecho consumado y como advertencia para el resto de los ciudadanos. Sin embargo, lejos están estas líneas de ser escritas para esos lectores, contaminados -como este autor- por largas horas de estudio de ideas que pretenden legitimar algo que, se sabe, es un castigo. Siempre la cárcel fue un castigo. A grandes rasgos, cuando se dejó de aplicar la pena sobre el cuerpo, alrededor del siglo XIX, se optó por ir contra lo más preciado de los hombres que era la libertad. Ya no servía la exhibición pública de los tormentos corporales y se buscó otro objetivo; se sacó lo que tenían para ofrecer en una sociedad enmarcada por el liberalismo y el libre mercado, que era el trabajo y la libertad. Luego legaron los positivistas que pretendían que los criminales estaban locos, y que había que arreglarlos. Tras ello vinieron las cárceles que conocemos hoy. ¿Y mañana? Mañana, Dios dirá, aunque la tendencia debiera ser empezar a sancionar pensando en el objeto más preciado en nuestra sociedad, empezar a pensar en afectar los bolsillos. Para analizar el concepto de seguridad de un modo integral, no solo debemos sostener que la cuestión se ocupa de afectaciones a bienes individuales: mi billetera, mi auto, mi salud o mi bicicleta. No. Existen bienes que trascienden lo personal, que aunque resulten algo más difusos en su cuantificación, igual ocupan un lugar importante en la preocupación social: me refiero a las actividades de los grandes grupos criminales, como los carteles de la droga, las organizaciones terroristas, las maras o distintas agrupaciones mafiosas, y hasta el delito de cuello blanco -grandes estafas- o la corrupción desde la política. Como ya irá entendiendo mi esforzado lector, las metas que se le asignan al “derecho penal” son de las más altas, algo así como un efectivo solucionador de cualquier conflicto que se le ponga en su camino. Sin misericordia, el legislador penal debiera entonces cargar contra el delincuente que sustrae una billetera en un medio de transporte tanto como contra el político que cobró tres veces una obra pública que no terminó, o contra la violencia en los estadios de fútbol y la venta de drogas de diseño en las fiestas electrónicas. Por supuesto que el legislador penal posee una y solo una herramienta para cumplir su cometido: la ley penal, la norma. Con uno o dos artículos del código penal debiera entonces bastar para solucionar los homicidios, por ejemplo. Si el artículo 79 del Código Penal Argentino dice: “Se aplicará reclusión o prisión de ocho a veinticinco años, al que matare a otro…”, pues santo remedio, ese aspecto está cubierto; ocupémonos ahora de las estafas que después nos tocan los robos o las violaciones… Sin embargo, se ve cotidianamente que a pesar de las precauciones que han tomado los legisladores desde Hammurabi hasta ahora, y que la mayoría de la sociedad las cumple, siempre hay “clientes” para el derecho penal. Sin olvidarnos entonces del derecho penal y de su escasa posibilidad de solucionar conflictos, volvamos ahora a la incapacidad de los políticos y de sus políticas para resolverlos. Hablemos entonces de “política criminal” o mejor dicho de los medios que quienes nos gobiernan utilizan para mantenernos seguros como sociedad. Y es acá donde el enfoque debe ser preciso, porque es la acción estatal más directa y agresiva que se conoce en las sociedades modernas: la que impone la violencia estatal -la cárcel- ante la conducta no querida. ¿Y cuáles han sido hasta ahora las medidas que nos ofrecen nuestros políticos para combatir la criminalidad? Si bien se mira, toda política criminal que se pretende novedosa, empieza por reformar el Código Penal. Se agravan penas para el delito de moda, se rediseñan leyes penales, o se establecen nuevos parámetros: Si se reproducen en redes sociales o en los medios de comunicación, videos de “entraderas”, se sube la pena para ese delito. Lo mismo sucede con las sustracciones en la vía pública, los homicidios de policías, los de mujeres, las carreras de perros o la presencia de sitios de venta de estupefacientes. Nada escapa al ojo del legislador, que sube y sube las penas como fórmula mágica, respondiendo así al pretendido reclamo social de mano dura frente al delito. Este fenómeno se conoce como “inflación penal” y no es otra cosa que un desmedido número de disposiciones que procuran sancionar al delincuente describiendo su conducta o agravando la ya existente. Tal vez lo que al lector hoy le resulte difícil es ver al delito más allá de la maldad que entraña, simplemente como un negocio. Por supuesto que no hablamos de los homicidios cargados de pasión criminal o de los delitos contra la integridad sexual si se quiere. Me refiero a las sustracciones en la vía pública, las entraderas, las estafas, la trata de personas o la comercialización de estupefacientes entre otros. Son delitos con una fuerte connotación económica, mediante los cuales su autor busca, indefectiblemente un provecho, una contraprestación contante y sonante: el ladrón vive de lo que roba. Más de treinta años de abogado penalista me han enseñado eso: si no es negocio robar un auto, los autos no se roban o, francamente, se roban mucho menos. Pero vamos a los números de nuestra inseguridad cotidiana. Se roban casi doscientas motos por día en el país. Como la fuente de estos datos es la asociación que nuclea a las compañías aseguradoras, es razonable pensar que el número es mucho mayor aún: solo se roban 200 motos de las que están aseguradas, en un contexto en que la informalidad de los motovehículos es indiscutible. Claro que se roban estando estacionadas o mientras son utilizadas. De ahí el alto índice de agresiones contra la vida de los conductores, al ser un ilícito eminentemente violento. Hermosos tótems con luces azules que han sido diseminados por toda la ciudad de Buenos Aires, sin duda nos ayudan a sentirnos seguros. Cualquiera que viva en algún barrio porteño, no tardará más de unos pocos minutos, aún de madrugada, para ver por su ventana una luz azul intermitente. Sin embargo, las motos siguen desapareciendo y lo mismo sucede con los celulares o con las ruedas de los autos estacionados en la vía pública. Y en gran medida, los autores de esos hechos son ladrones torpes, peligrosos, que no miden consecuencias a la hora de dañar a sus víctimas con tal de obtener su botín. Esta característica se explica por sí sola: no hay relación entre la idea de obtener un botín de noventa, cien o quinientos mil pesos por la venta de una moto robada, y la perspectiva de pasar 10 años preso por eso. De ahí la torpeza que el elegir esa opción de vida trae aparejada. ¿O será que piensan que la impunidad es la regla? Si se trata de combatir el delito debe tratarse también de combatir el provecho que de él se obtiene. Solo investigando las redes que se tienden para la comercialización de los productos robados es que puede desatarse definitivamente el nudo de la inseguridad ciudadana. Para ello son necesarios los policías de escritorio, los que hacen inteligencia criminal -más importantes tal vez que aquellos que nos cuidan en las esquinas-, y también decisiones ciertamente lejanas al derecho penal, pero que inciden en las estadísticas criminales: Si de robo de motos se trata, pues que nadie sea capaz de comercializarlas o siquiera de utilizarlas una vez sustraídas. Que los controles de tránsito sean constantes y que sea muy dificultosa la informalidad. Si son los celulares los que nos angustian, que se insista con la imposibilidad técnica de su reutilización una vez que son denunciados. Las compañías telefónicas y el estado deben incrementar esa relación -hoy existente- hasta tensar la línea que permita no poder siquiera utilizar algún repuesto de ese celular robado. Hay ejemplos recientes de efectividad en el combate delictual, como ser la constante atención y regulación de los desarmaderos de autos, impidiéndose la comercialización de repuestos de origen espurio. Eso contribuyó en gran medida a alcanzar valores razonables en las estadísticas de esta modalidad criminal. Que los objetivos sean humildes, pero las políticas consistentes. Que las motos robadas diariamente ya no sean 200 sino 150 para el año 2027. Que los celulares no se recomercialicen ni tengan posibilidad de ingresar a la red nuevamente una vez denunciados. Que el delito ya no sea negocio Temas complejos, temas ríspidos y difíciles de tratar sin entrar en discusiones interminables, imposibles de zanjar en estas líneas. Solo invito a la reflexión acerca de esas supuestas verdades incontrastables que se nos presentan desde canales de televisión o artículos periodísticos o charlas de café, sin mucha precisión científica. Verdades que surgen a veces de los análisis hechos por las propias víctimas, cuyas justificadas intenciones no siempre coinciden con el bien común, o siquiera con lo que el legislador termina redactando (por caso, las llamadas leyes “Blumberg” de reforma al Código Penal Argentino del año 2004). Sabrá Ud, lector, si a partir de estas reflexiones logra encontrar alguna respuesta a esos interrogantes que lo llevaron a recorrer estos párrafos.
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