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  • La decadencia de un imperio y las reglas de la barbarie

    Concordia » Diario Junio

    Fecha: 09/02/2025 11:57

    El Imperio Americano, el más poderoso en la historia de la humanidad, probablemente sea el más breve. Ha sustentado ese título por un décimo del tiempo que duró el Imperio Romano en Europa y por un centésimo de lo que duró el Imperio de Oriente. Y nosotros estamos asistiendo, en este siglo XXI, a su derrumbe, no sin antes sufrir un caos propio de quienes se resisten a reconocer que su tiempo histórico ha terminado, como cuando finalizó el europeo. Les corresponderá a dos potencias antagónicas en sus ideologías ser los ejecutores de esos ciclos de «fin de la historia» para algunos. China terminará con esa rara excepción histórica llamada «el siglo de la humillación» y volverá a ser la mayor potencia económica, como lo fue por milenios. Solo hay que asomarse a la verdadera historia para conocerlo. Lógicamente, se espera que lo aprendido por China en estos últimos cien años no la convierta en un imperio tipo anglosajón, con esa rara tenacidad de someter pueblos en el planeta. Otra nación que puede ser el «soporte tecnológico y militar» es la Federación Rusa, que, una vez superado el fracaso de la Unión Soviética, supo rescatar desde sus escombros el verdadero nacionalismo y orgullo ruso, que había sido sepultado después de haber derrotado al nazismo en su propia tierra, con un costo inconmensurable desde el punto de vista humano y económico. Ahora sabemos que la derrota de la soberbia OTAN, respaldada por el Imperio Americano, está a la vuelta de la esquina. Y es precisamente en este contexto que el nuevo «aprendiz de emperador», Donald Trump, pretende ser Augusto y Augústulo al mismo tiempo. Podríamos desear que el reemplazo de «hegemonías» no se cumpla como ocurrió con Gran Bretaña y EE.UU. luego de la Segunda Guerra Mundial. Ahora las diferencias entre un bloque y otro son sustanciales, y, sobre todo, la obsesión anglosajona de no permitir ninguna competencia global nos promete un conflicto mayor. Noroccidente no solo se encuentra enfrentando a un nuevo ejemplo de China y Rusia, sino también a su pobreza nacional, que no se debe medir por su capacidad bélica destructiva. (Como dirían en el barrio: los números no le cierran). Más allá de su poder material, lo que a Noroccidente le preocupa es lo que lo ha movido por generaciones: la necesidad de abortar ejemplos de éxito que no sean el «único modelo posible»: el capitalismo de las corporaciones. El éxito anglosajón no se basó en el capitalismo, sino en el imperialismo de ultramar. Por eso tiene 800 bases de control en el planeta. Los países capitalistas que cumplieron la función de proveedores coloniales a precio de miseria fueron más capitalistas que EE.UU. Pero no hubo distribución de riqueza, ¿se entiende? Ahora el ejemplo del éxito anglo-capitalista comienza a degradarse por la pérdida de poder global y por sus graves contradicciones internas, propias del mismo capitalismo. Estas afloran en forma cruda, como el hecho de que más de un millón de personas viven en las calles de EE.UU., con 300 muertos por día por fentanilo y otras epidemias de adicción, masacres periódicas, odio étnico para disimular una despiadada lucha de clases, estudiantes universitarios endeudados de por vida (mientras que aquí, por ahora, la educación es gratuita), criminalidad que no puede ser reducida, fascismo en ascenso y reconocido —cosa que hace pocos años era impensable— y el reconocimiento, tanto desde la derecha pobre como desde los capitalistas ricos, de que la democracia ya no funciona. Las élites han terminado de secuestrar eso que se llama democracia y multiplican sus arcas invirtiendo en guerras del fin del mundo. Ahora bien, si por un lado la política de «ejemplo exitoso» (por así decirlo, la derecha) y las narrativas sobre las democracias y la libertad han entrado en pánico y en una catarsis de confesión, por el otro lado, la «izquierda», con algunos tabúes y anacronismos, ha quebrado hace tiempo… Por eso, de repente, millones de habitantes del imperio comienzan a considerar obviedades como: El patriotismo es otra forma de silenciar la verdad y mantener la justicia con los ojos vendados. El problema no es la democracia, sino su sustituto: el secuestro de todo un país y del mundo por la oligarquía tecno-financiera anglosajona. El fracaso del dogma liberal de que las corporaciones privadas lo hacen mejor y más barato. La criminalidad y corrupción descontroladas de los gobiernos paralelos, como la NSA, la CIA, Wall Street y Silicon Valley. El quiebre del consenso sobre el rol bondadoso del imperio, asociado a sus tentáculos de extorsión como el FMI, el Banco Mundial y la OMC. La compra de políticos y senadores (igual que aquí) y la influencia de los mayores lobbies en Washington, como el lobby israelí de AIPAC. Lo nuevo es que, al mismo tiempo que la política fascista de los superricos toma el poder en la Casa Blanca, una nueva y creciente minoría ha salido del clóset con una nueva forma de conciencia de la verdadera lucha de clases. Ya el nuevo emperador mora en la Casa Blanca. Como diría Oriana Fallaci en «El lento suicidio de Occidente», los une el odio y el orgullo. Mientras tanto, aquí, el «pequeño gorilita desquiciado» no hace más que emular al «orangután naranja».

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