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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 09/02/2025 02:31
María, en un retiro espiritual que la decidió a consagrar su vida a Dios (Imagen Ilustrativa Infobae) María tenía 17 años cuando se escuchó por primera vez. Una voz en su interior le repetía su vocación religiosa. Hasta entonces había sido una adolescente corriente, con novios, salidas y amigas, pero ahora quería ser monja. Dedicar su existencia a Dios y a los más necesitados. Esto desató en su vida una revolución interna y externa, más digna de los infiernos que de los paraísos. Antes de soñar con el “hábito” Era la menor de tres hermanos de una familia de clase media porteña donde la educación era relativamente importante. Los dos varones mayores se educaron, de principio a fin, en la escuela pública, pero para María su madre quería algo distinto. Para la secundaria de su hija escogió un colegio privado religioso en el barrio de Flores de la ciudad de Buenos Aires. Fue así que María descubrió el mundo de las monjas, esas mujeres consagradas a Dios que se vestían de pies a cabeza de blanco. Por esos años tuvo varios novios. El primero a los 14. En su casa no se rezaba a la hora de comer, no se iba a misa y la religión no era algo importante, pero para María, poco a poco, comenzó a serlo. A través de las hermanas, su contacto con la religión se volvió profundo e intenso, y no demoró en aflorar la idea de su vocación religiosa. “Era como un sistema natural de captación de voluntades. Tenía 15 años cuando la hermana que llegó a la escuela para comandar la rectoría me captó. Llamó mi atención de manera total. Calculo que yo tenía carencias maternas que me hicieron más vulnerable y ella, con habilidad, me fue llevando. Yo buscaba protección, una madre contenedora, lo que no tenía en casa. Porque, en ese tiempo, mi mamá era alcohólica, no me prestaba atención y andaba como ausente en mi vida. La falta de presencia materna, como veía que tenía el resto de mis amigas, me hacía sentirme muy sola. Era claramente una adolescente susceptible de ser cooptada. La que se había convertido en mi protectora me invitó a un retiro que hacían en la provincia de Córdoba, donde había un noviciado. Cuando volví de ese retiro espiritual ya lo tenía decidido: me iría de mi casa para tomar los hábitos. Habían conquistado mi punto más vulnerable. Así fue que a los 17 años decidí ingresar en la congregación donde pasaría casi nueve años. Entré con ideales de cambiar el mundo y de vivir al servicio de los que más lo necesitan”. Esa decisión de María requería una comunicación urgente. El siguiente paso fue anunciarlo a su familia. “Fue un bombazo contarlo en casa. Mi mamá se opuso desde el primer momento. Yo le respondí, muy bien asesorada por las hermanas, que si no me dejaban iba a realizar una presentación judicial para vencer toda resistencia. No solo se oponían mis padres, también mis amigas que fueron a hablar con mis hermanos quienes intentaron hacerme razonar. Pero las hermanas religiosas me habían preparado para esto: me habían explicado que tenía que resistir y evitar todas las tentaciones demoníacas, obstáculos que los demás me pondrían en el camino. Estaba ciega y así lo hice. Mi hermano mayor me lleva diez años y se mostró totalmente en contra de mi decisión. Me habló mucho, me rogó. En realidad, todos hicieron lo que tenían que hacer para que yo viera lo que no podía ver y no vi. Tenía mis ilusiones y expectativas depositadas en esa vida religiosa perfecta que me prometían y no me pudieron mover de ahí”. Incluso uno de sus novios de adolescencia, hermano de una de sus compañeras, se atrevió a ir al colegio a hablar con las religiosas para pedirles que dejaran tranquila a María. No sirvió de nada. María conversó con sus padres sobre su decisión, ya asesorada por las hermanas (Imagen Ilustrativa Infobae) María no puede evitar reflexionar sobre lo que acaba de contar de su decisión adolescente: “Hoy, después de muchos años de terapia, veo que ingresar al convento fue también una manera de escaparme, de evadirme del abandono que sentía. De situarme en un refugio donde seguir siendo niña. Ese lugar que elegí, en sociología, se llama sociedad total, porque es un sitio donde vos encontrás todo sin tener que salir. Te aniñás para siempre porque no manejás dinero, tenés que pedir permiso para cada cosa que hacés y perdés contacto con la realidad. Te infantilizás y evitás crecer. Crecer era mi terror”. Nadie pudo con su convicción: María se haría monja. Dentro de los muros del convento El 28 de enero de 1990 María se subió a un ómnibus con destino a la ciudad de Córdoba. Su madre y una amiga de su madre la acompañaron hasta el noviciado. De ese viaje de muchas horas por la ruta casi no recuerda nada. Iba como encandilada. “Al principio de mi vida en comunidad me sentí contenida. Yo era postulante, el primer paso para ser monja, y éramos seis compañeras. Algunas de la misma edad, otras más grandes. Nos hicimos amigas. Vivíamos en la casa generalicia, un convento bastante moderno donde las postulantes teníamos un sector de habitaciones. Había, además, una capilla, el comedor, un jardín inmenso y, en un edificio aparte, estaba la comunidad de la superiora general y sus consejeras. Dentro del convento todo se maneja como un gobierno. Todo está regulado: la economía, el comportamiento, la educación. Es, como te dije antes, una sociedad total que funciona con independencia de todo reglado externo. De hecho, hay una estricta constitución propia que rige dentro de la congregación”. Ese primer año fue entretenido para María. Ir y venir entre mujeres vestidas con sus hábitos blancos de mangas largas y velos negros o blancos -según su grado de compromiso- la hizo sentirse protegida. Con eso le alcanzaba para la felicidad. Al menos por ahora. Se levantaban a las seis de la mañana y lo primero que hacían era asistir a misa. Luego, desayunaban y rezaban. Terminadas las plegarias se dirigían a las tareas que tenían asignadas. La campana indicaba la hora del recreo y de sentarse a tomar mate con el resto. En este punto María salta y remarca: “Comías, comías y comías. En todos los años que estuve engordé como treinta kilos. Entré flaca con menos de 52 y ¡salí pesando 80! Eso es un desastre alimenticio. Comíamos alimentos muy calóricos y teníamos cero actividad física. Terrible”. En el verano solían ir a la casa que la congregación tenía en las sierras cordobesas. Cada tanto las postulantes, si estaban solas, se bañaban en el río: “Nunca podías mezclarte con las más grandes”, aclara María, “Pero era un soplo de libertad”. De votos y pecados veniales Al año, cuando terminó el postulado y antes de entrar al noviciado, le mandaron a confeccionar su primer hábito. Al tomarle las medidas, la monja/modista le dijo muy sorprendida: “¡Cuánto hace que no veo a alguien flaco! Eso ya lo vamos a arreglar”. María recuerda no haber entendido el comentario. Años después, dice, sí que lo comprendió. “Como te dije antes yo pesaba unos 52 kilos en ese momento. Pero cuando dejé la congregación estaba enorme con treinta kilos de más. Te sonará raro pero adentro no estaba bien visto ser flaca y ¡tampoco ser porteña!”, se ríe María. A pesar de su sonora risa, cuando dice “adentro” percibo que transmite otra palabra que podría ser “encierro”. Un encierro voluntario, claro. Cuando comenzó el noviciado, etapa que dura dos años, comenzó a usar ese hábito con velo blanco. Todavía la ilusión brillaba. “Estuve en una casa de campo viviendo con mis seis compañeras, más otras seis que estaban en segundo año, y con una superiora a la que recuerdo con mucho afecto. Pasamos momentos agradables y nos divertíamos bastante. A veces trasgredíamos algunas reglas. ¿Cuáles? Pavadas. Por ejemplo, decir que íbamos a un lado e íbamos a otro y de paso nos tomábamos una cerveza. Creo que esas pequeñas cosas nos salvaron de la locura”, afirma. María no habla con dramatismo, conversa con soltura. Se nota que valora ejercer la libertad de palabra y de movimiento. Es algo que aprendió con las vueltas de la vida y la terapia sostenida. Cuando comenzó el noviciado, empezó a usar el hábito blanco (Imagen Ilustrativa Infobae) “Yo era rebelde y esos años me costaron mucha salud mental. Empecé a ver cosas que me parecían contradictorias. La congregación tiene como carisma, desde su fundación, educar para la libertad. Pero absolutamente todas las cartas que me llegaban venían con el sobre abierto y habían sido leídas por mis superioras. El teléfono tenía candado. Si te llamaba tu mamá siempre había alguien al lado tuyo escuchando. No podías salir a la calle sin permiso, nada podías hacer sin permiso. De alguna manera quieren quebrar tu voluntad y que no busques la libertad. Que te sometas a la obediencia. Yo veía la paradoja y, con el paso del tiempo, empecé a cuestionar lo de los votos de obediencia.” Terminado el noviciado empieza el “juniorado” y las hermanas hacen sus primeros votos temporales por tres años: obediencia, castidad y pobreza. Al cumplirse ese lapso, los renuevan por otros tres años. Luego, llegan los votos permanentes. María siguió el camino previsto y tomó sus votos: “Hasta que no pasan los tres primeros años y hacés los votos temporales, no podés volver a tu casa. Mi mamá fue a verme una vez, mi papá y uno de mis hermanos también. Se podían quedar en un ala apartada del edificio y pude compartir algo de tiempo con ellos, no mucho. En esos primeros años, en realidad, casi no los vi. Además, llamar por teléfono resultaba carísimo”. La monja del Renault 12 y un eufemismo “Pasados unos años en la congregación ocurrió lo que puso mi vida patas arriba. Yo tenía 20 y ya había realizado mis votos temporales. Vivía en la casa general, trabajaba en el colegio y estudiaba. Hasta que un día, estando de vacaciones en la casa de las sierras, llegó a nuestra comunidad una hermana que venía desde Misiones. Se llamaba Mercedes. Era bastante más grande que yo, tenía 35 años, y ya había tomado los votos perpetuos. Desde la primera vez que la vi, llegando en su Renault 12 gris, mi vida no volvió a ser la misma. Apenas nos miramos surgió algo muy especial entre nosotras”. En un momento de ese primer día tuvieron que ir a buscar unos cubiertos a otra casa cercana. Fueron caminando Mercedes, bajita, rubia de ojos claros y ascendencia alemana, con María, la porteña alta de pelo castaño. Pegaron onda de inmediato. Cuando la monja Mercedes llegó con su Renault 12 se volvieron inseparables (Imagen Ilustrativa Infobae) “Ella era docente y toda su formación había sido dentro de la congregación. Mercedes venía de una familia muy humilde. Con los años deduje que, quizá, entrar en el convento había sido su salida para escapar de la miseria. Así como en mi caso el motivo fue huir de una realidad familiar.”, confiesa María. Al tiempo, dejaron la casa de las sierras y volvieron a la ciudad de Córdoba para retomar sus actividades habituales. María dormía con las “junioras” (las que ya habían hecho los votos temporales) y Mercedes en el área de las monjas más grandes. Para este tiempo ellas ya se habían convertido en amigas inseparables. “Obviamente éramos monjas, estábamos en un convento, por lo cual disfrutamos de lo que creímos era una hermosa amistad. Pero esa amistad fue creciendo con el paso del tiempo. Nos volvimos muy apegadas y casi que no podíamos no estar juntas. Queríamos compartirlo todo. Cada una tenía su actividad. Ella era directora de la primaria y hacía el profesorado a la noche. Nos las ingeniábamos para vernos en las horas que teníamos actividades en común, pero no nos alcanzaba y buscábamos más excusas para vernos en todo momento. Queríamos pasar tiempo juntas, charlar a solas. A veces la iba a buscar, medio a escondidas. También íbamos los sábados y domingos al colegio porque no había nadie. Recuerdo nuestras largas caminatas por las calles del barrio, haciendo compras y otras diligencias. Siempre queríamos estar una al lado de la otra, en la mesa, en el auto. Teníamos una fuerte atracción física. Buscábamos todo el tiempo el contacto casual de las piernas, de las manos, de las miradas. Nos sentábamos en el piso del colegio y accidentalmente nos rozábamos, siempre con miedo. Vivir una amistad así en un convento no es nada fácil, porque enciende todas las alarmas. Enseguida te comienzan a observar con detenimiento. Ella tenía pavor, yo lo notaba, pero no decíamos nada. De nada de eso se hablaba, solo intentábamos vernos y estar juntas”. María explica, no sin ironía, que estas relaciones estaban terminantemente prohibidas en la constitución de la congregación y tenían un nombre concreto: amistades particulares. “No podías tenerlas. Pero de eso no se hablaba. En realidad era un eufemismo para no mencionar el lesbianismo”, admite. Es que las amistades particulares con acceso carnal son consideradas un pecado mortal. Gravísimo. No lo dice ella. Lo digo yo y con riesgo de equivocarme. Pero no me quiero adelantar, porque todavía no había pecado, solo existía el deseo. Las atravesaban los inconfesables “malos pensamientos”. Lo cierto es que, rápidamente, a María y a Mercedes las empezaron a observar. Pasaban demasiado tiempo juntas. Llamaron a Mercedes y le advirtieron que pusiera distancia prudencial con María. La amenaza no funcionó. María no se asustaba fácil. “Con cierto temor y todo seguimos encontrándonos en secreto. No dimos mucha bola”, reconoce, “Porque nosotras defendíamos nuestra amistad que era pura, transparente, amorosa, no había nada que ocultar… Hasta que sí hubo algo que ocultar”, revela. A pesar de las advertencias, María y Mercedes continuaron encontrándose en secreto (Imagen Ilustrativa Infobae) El amor prohibido Todo ocurrió un fin de semana de descanso en la casa de las sierras de la congregación, la misma donde se habían conocido. “Es una casona estilo inglés, ubicada en la punta de un cerro, con balcones bellísimos mirando al río. Un paraíso. Fuimos varias hermanas. La casa es muy grande. Mercedes y yo buscamos compartir dormitorio y justo se dio que en el nuestro no había durmiendo nadie más. Ya habíamos viajado juntas a campamentos y a encuentros religiosos a otras provincias, pero esta vez fue distinto. Esa noche cuando nos fuimos a dormir, nos pusimos a charlar como siempre, pero en el aire se respiraba electricidad, tensión. Atracción pura. De alguna manera, nos fuimos acercando cada vez más. Parecía que mi corazón se me iba a salir de lugar y me temblaba el cuerpo. A ella también le pasaba lo mismo. Hasta que estuvimos tan cerca que nos besamos. Fue el beso más tierno y dulce que jamás experimenté hasta el día de hoy. Un beso tembloroso, lleno de amor, lleno de miedo, lleno de culpa. Besos y caricias con las que nos descubrimos. Fue como salirse fuera del tiempo y del espacio. Nada nos importó más que ese momento en que finalmente se rozaron nuestros labios… Aunque las circunstancias no nos permitirían vivir ese amor mucho tiempo más”. ¿Hasta dónde llegaron sexualmente? María, sin tapujos ni falso recato, aclara que hasta dónde pudieron: “Pensá que para dos monjas ya era un montón besarse y tocarse de esa manera”. Los besos y tocamientos prohibidos por la constitución religiosa siguieron durante casi un año: “Si no se avanzó más fue porque ella no podía hacerlo. La culpa era más fuerte. Era reticente, aunque me quería con locura. Lo sé bien”. Lo cierto es que a pesar de los cuidados el enamoramiento trascendió al secreto de a dos. O quizá era visible en sus ojos iluminados. El murmullo de lo que pasaba entre ellas provocó que a Mercedes la trasladaran, de manera intempestiva, a otra ciudad de la provincia. Ocurrió en menos de veinticuatro horas y, cuando se lo anunció, María dice que pensó que moriría de dolor. Mercedes, en cambio, logró mantenerse en su eje de apariencia inmutable. “Ella era muy fría, pero yo lloraba”, recuerda María, “Cada una en una comunidad distinta intentamos mantener la comunicación. Nos escribíamos, nos hablábamos como podíamos. Si hubiera habido celulares, como existen ahora, todo podría haber sido distinto. Cierto es que ella no tuvo el valor de vivir ese amor, de dejar todo y fluir con lo que sentíamos. Una vez, estando las dos paradas en una escalinata del colegio en el que trabajábamos y antes de que nos separaran de esa manera, me dijo: ‘Nada, absolutamente nada de lo que sucede alrededor me importa más que vos’. Nunca más en mi vida volvieron a decirme algo tan fuerte”, admite María emocionada. "‘Nada, absolutamente nada de lo que sucede alrededor me importa más que vos", le dijo Mercedes al despedirse (Imagen Ilustrativa Infobae) A partir de ese momento la relación fue por carta y teléfono. “Con mis compañeras no hablábamos del tema, pero algunas de ellas fueron cómplices llevando y trayendo cartas y cassettes grabados. Le enviaba a Mercedes canciones cantadas por mí, ¡hoy serían como podcasts!”. Nunca más se volvieron a ver hasta que María dejó el convento. Separadas por las normas María siguió adelante como pudo dentro de la congregación. Hasta llegó a realizar sus votos permanentes. Fue trasladada a Mendoza para dirigir una escuela. Sus dudas y rebeldías las llevaba enquistadas en algún sitio de su esqueleto y se hacían sentir. En el año 1999 María tenía casi 27 años y estaba con atención psicológica y psiquiátrica y medicada por depresión. Estaba en crisis. Un día de esos tocaron el timbre de la casa donde vivían con otras monjas. Traían algo, pero ella observó que la hermana que había ido a atender la puerta había vuelto con las manos vacías. Le pareció muy curioso. “Yo estaba en alerta y sospeché de ese movimiento. Cuando la madre superiora se fue a hacer unos trámites al centro, fui directo a su habitación y entré. Era algo que no debía hacerse, pero no me importó nada. Me introduje en su cuarto y revisé todo. Era como una película y yo me había convertido en detective. Busqué por todos lados hasta que encontré en un ropero una caja forrada con papel floreado. La abrí y descubrí que estaba llena de cartas dirigidas a mí. Cartas de amigas y muchísimas de Mercedes que nunca me habían dado. Todas abiertas. Agarré la caja con su contenido y corrí a encerrarme en mi habitación. Me puse a leer página por página. Cuando llegó la superiora se armó una discusión muy fea. Me gritó que qué había hecho, que yo era la manzana podrida. Enloquecí y le contesté sin reparos. Le recriminé que era una monja retrógrada que violaba mi intimidad. Le dije, además, que abrir correspondencia ajena constituía un delito. Esa misma tarde hablé con la superiora general y le avisé que me iba, que dejaba la vida religiosa. Me había ayudado mucho que mi psicóloga no era de la congregación sino alguien ajeno. Ella fue la primera que me dijo que me tenía que ir de inmediato de la congregación y me derivó con un psiquiatra quien me medicó con antidepresivos. Yo no tenía ganas de vivir y no hablaba con nadie, ni con mi familia, al respecto. Encontrar esa caja se convirtió en el momento bisagra de mi vida porque me permitió dar el portazo que tanto necesitaba”. Volver al mundo María advierte que la decisión de dejar los hábitos siempre es dura: “He visto a muchas monjas enfermar psiquiátricamente. Si te pasás cuarenta años adentro es como que no podés irte nunca. Sentís que no sos nada ni nadie cuando te sacás el hábito. Si a mí me costó después de casi nueve años volver a insertarme en la sociedad, no quiero pensar qué pasa cuando son décadas. Cuando salís en tu vida hay un agujero inmenso, imposible de llenar”. Ese día de 1999, después de la pelea, las cosas cambiaron de rumbo. Ya no habría más una monja, normas y votos sino una joven común que tendría que ver qué hacía de su vida. Su superiora le consiguió el dinero para el pasaje de avión y para comprarse ropa para quitarse el hábito y poder volver a la calle. María relata divertida que, en ese momento, contó con el apoyo de sus queridas alumnas quienes la acompañaron a elegir y comprar lo que se iba a poner. También fueron a despedirla al aeropuerto mendocino de El Plumerillo. En Aeroparque la esperaban su madre y un hermano. María terminó dando un portazo a la congregación y enfrentó su nueva vida (Imagen Ilustrativa Infobae) “Estaba tan confundida y mareada... Era rarísimo. Mi hermano me dio un abrazo inmenso y me dijo bienvenida. ¿Lo ocurrido con Mercedes? No se lo conté a nadie. Eso me lo guardé”, rememora, “El retorno no fue nada fácil. Me puse en contacto con gente y conseguí empezar a dar clases. Entré un tiempo después en un grupo de investigación sobre educación. Y bueno, me fui reciclando. Cuando volví yo ya había perdido la noción de lo que era el dinero así que cuando cobré mis primeros sueldos hice desastres”. La casa familiar que encontró María a su retorno no era muy distinta de la que se había ido. Aún así dice: “Sentí una mezcla de liberación y frustración. Mi recuperación, con terapia de por medio, fue un proceso lento. Estaba quebrada, pero mis padres fueron contenedores y fue sanador”. Ese sentimiento inolvidable Una vez fuera del convento siguió comunicándose con Mercedes. Ella, finalmente, accedió a verla y la invitó a la casa de su familia en la provincia de Misiones. María no dudó y viajó. “Fui de visita, pero no pudimos retomar nada. Encontré en ella una barrera, ya no era lo mismo. Ella vivía lo nuestro como un pecado. Cuando intenté acercarme me dijo: ‘Para mí esto es un error’. Respeté su decisión y no quise perjudicarla más. Por el afecto que le tengo no quise lastimarla, la liberé. Mercedes no pudo o no supo cómo seguir y yo lo acepté. Reconozco que me fui decepcionada de Misiones, pero ya estaba. La única opción que había era mantener una amistad y seguir con mi vida”. La amistad siguió adelante. “Nos encontramos muchas veces más en Buenos Aires, cuando ella venía a hacer cursos. La relación se circunscribió a una amistad. Yo había dejado atrás la congregación, las ilusiones de construir un mundo mejor y, también, al amor que no fue y que podría haber sido. Nunca más tuve relación con otra mujer ni me atrajo otra mujer. Estoy casada, tengo hijos y mi vida siguió su curso con tranquilidad. No hablé de mi historia con Mercedes con nadie, solo le mencioné algo a mi compañero actual pero sin demasiado detalle. Un par de años después de dejar el convento conocí al padre de mi hija que hoy tiene 22, pero la pareja no funcionó. En el 2005 encontré en mi camino a quien es hoy mi marido. Con él tuve a mi hijo varón de 16 años y completamos una familia muy linda. A Mercedes la seguí viendo por bastante tiempo más. Ha venido a mi casa de visita, a tomar café y conoció a mis chicos. Creo que ella sintió celos cuando me casé y tuve a mis hijos, pero jamás expresó nada. Le cuesta hablar. Es rígida y muy severa con ella misma. Nos seguimos tratando de esa manera hasta que cometí el error de comentarle que tenía ganar de contar mi historia, quizá de escribir un libro. Eso la descolocó totalmente y la puso muy mal. Me pidió, por favor, que no lo hiciera. Le dije que jamás la nombraría, que no se preocupara. Pero se aterrorizó y nunca más me volvió a responder un solo mensaje”. María fue a visitar a Mercedes a la casa de su familia en Misiones (Imagen Ilustrativa Infobae) Eso ocurrió en el año 2019. Dice María en forma de balance sobre su vida como monja: “Lo que se vive dentro de un convento, tras los muros, es siempre un misterio. Hay muchas vivencias dolorosas porque se vive en un mundo paralelo. A mi parecer hay muchas personas heridas dentro de ese corset de reglas y, de eso, poco o nada puede salir bien”. Le pido que para cerrar que hablemos un poco del amor, del gran amor. Lo piensa. “Jamás la olvidé. Dicen que el verdadero amor llega una vez en la vida. A veces pienso que a mí, tal vez, ese amor me llegó en el lugar y en el momento menos oportuno. A mi marido lo quiero y tenemos una relación hermosa, pero la verdad es que nunca más volví a sentir lo que experimenté en aquel tiempo. También es cierto que el sentimiento quedó anclado tan profundo y de esa manera por lo que no fue, por la prohibición, porque no hubo desgaste, porque no se pudo vivir. Quedó fijado como algo idílico. Pero sí, nunca volví a sentir algo con esa misma intensidad”. María cree que Mercedes sintió celos cuando ella se casó y tuvo hijos (Imagen Ilustrativa Infobae) María narra su historia con una frescura sorprendente. No pareciera habitarla hoy ningún resentimiento por lo atravesado sino que se muestra acunada por la mágica mano de la aventura de seguir viviendo. Está claro. Nunca olvidará a Mercedes. Pero ya, a esta altura, todos sabemos que nadie olvida al primer gran amor. *Escribinos y contanos tu historia. amoresreales@infobae.com * Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas
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