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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 15/01/2025 12:46
Un profundo análisis del juicio por jurados en la Argentina (Adobe Stock) Presente en la Constitución Nacional desde 1853 y dormida desde entonces, la comunidad jurídica celebra la puesta en práctica del juicio por jurado, al día de hoy vigente en 12 provincias (las últimas en sumarse fueron Santa Fe y Salta, a principio y fines del 2024, respectivamente). La sociedad acompaña con beneplácito este movimiento o, al menos, eso revelan las encuestas a quienes integraron jurados en las distintas jurisdicciones. No vengo, en estas líneas, a repasar las bondades del sistema, bien sabidas y que comparto. Vengo a plantear que su incorporación debe armonizarse con los progresos, notables, que Argentina ha consolidado en aspectos procesales concretos y que son totalmente ajenos al modelo anglosajón, de donde Alberdi adoptó esta forma de enjuiciamiento de los “crímenes comunes”. En Estados Unidos, por ejemplo, cuando el imputado, declara, lo hace juramento de decir verdad, cosa prohibida desde siempre en nuestro país, porque vulnera la garantía que protege a toda persona contra su autoincriminación. Allí no existe la figura de la querella (que es la víctima constituida como tal en el proceso penal), pues se entiende que la fiscalía defiende los intereses del ofendido; acá al menos desde el Código Procesal Penal de 1991 (en pleno proceso de cambio por el sistema acusatorio) la víctima adquiere voz y voto, y no depende del fiscal, que en realidad representa los intereses de la sociedad (art. 120 CN), que no necesariamente o en igual medida se identifican con los suyos. Allí el “double jeopardy”, principio que veda la doble persecución penal, no es tanto una cuestión de garantías del inculpado, como en estas latitudes, sino de poner límites al poder estatal, que tiene una sola chance de obtener condena. Y finalmente, en Estados Unidos, el juicio por jurados representa una porción muy pequeña de los casos que llegan a tribunales, no supera el 4 o 5% del total existente, porque la inmensa mayoría de los casos se resuelven antes de la instancia del juicio, por acuerdo abreviado (plea deal, plea agreement o plea bargain). Entonces, la demora (justificada o no) en hacer realidad la letra de la Constitución que habla de los jurados populares nos coloca en la ventajosa situación de poder comparar, de poder entender qué aspectos de ese sistema no funcionan (porque, no nos engañemos, los norteamericanos son críticos a su respecto) y qué aspectos del proceso penal nosotros hemos desarrollado satisfactoriamente, para que la adopción del modelo de juicio por jurados sea superadora. Como cuando adquirimos un atuendo por la web y necesitamos entallarlo a nuestro cuerpo, es perfectamente válido que al adoptar este modo de enjuiciamiento importado le hagamos los ajustes necesarios para no ignorar nuestros progresos en materia procesal penal. De lo contrario, compramos un enlatado ajeno a nuestra tradición jurídica que, insisto, es diversa y es fundadamente buena. Algo de ello ya se hizo, por ejemplo, con el sistema de las mayorías necesarias para arribar a un veredicto de culpabilidad, pues mientras la Corte norteamericana en Patton vs United States (1930) exige unanimidad en la votación de los 12 jurados, varias provincias adoptaron sistemas alternativos, como Córdoba (pionera en la materia y única que aplicó un sistema escabinado en 2004) que requiere mayoría simple (7 sobre 12), Neuquén, que requiere 8, San Juan, que establece un piso de 10 para los delitos sancionados con prisión perpetua y 8 votos en los demás casos. Otros modelos, como el de Chubut, Santa Fe y Salta, establecen el recaudo de la unanimidad, pero transcurrido un plazo razonable, admiten una mayoría de 10 votos. Y, fundamental, es remarcar, nuestra Corte convalidó esta creatividad local en el fallo Canales (2/5/2019), en el criterio de que la Constitución Nacional no exige una votación especial para el juicio por jurados (solo para el juicio político, en cuyo caso demanda 2/3). Otro de los puntos distintivos del sistema es que anula la bilateralidad recursiva, es decir, el derecho a solicitar, tanto la defensa como el fiscal, la revisión del fallo, según sea perjudicial o favorable al enjuiciado. Esto desaparece, porque solo el condenado puede impugnar, lo que sintoniza con la doctrina de nuestra propia Corte, que en Arce (14/10/1997) dejó establecido que el derecho al recurso está reconocido, en la Convención Americana de Derechos Humanos y el Pacto de Derechos Civiles y Políticos, solamente a favor de la persona y no del Ministerio Público en tanto órgano acusador. Sin embargo, ciertas provincias fueron avanzando para reconocerle a aquel la posibilidad de plantear la revisión de la sentencia absolutoria cuando haya prueba de que el jurado ha sido extorsionado, sobornado o amenazado (caso de Mendoza, Neuquén, Santa Fe y Río Negro). Aún, cuando esta posibilidad de poner en crisis la cosa juzgada, fraudulenta o coaccionada importa un progreso, se sigue ignorando a un sujeto clave, históricamente ninguneado en el proceso penal, que es nada menos que la víctima. Y esto, pienso, tiene la mayor trascendencia, por dos motivos. Primero: porque el legislador provincial, en todos los casos, ha reservado el juicio por jurados para los delitos más graves, aquellos que hieren la sensibilidad social. Entonces, impedir que un ser humano ultrajado sexualmente (máxime si es menor de edad) o que los familiares de un muerto, puedan requerir la revisión de la condena, asoma evidentemente injusto. Ellos no son el Estado ni detentan el poder de persecución penal, que es el fundamento por el cual al fiscal se le concede, en el texto de los Tratados de Derechos Humanos, una única posibilidad de obtener castigo. En segundo lugar, porque como se supone que el jurado tiene la mayor legitimación para impartir justicia (es el pueblo y, por tanto, soberano) no se le exige la fundamentación de su voto. O sea, los jurados no explican los motivos por los que se pronuncian a favor de la culpabilidad o inocencia del imputado, lo que puede generar mayor frustración a la víctima y sus vínculos cercanos, aunque el razonamiento probatorio pueda inferirse a partir de las instrucciones del juez. Tan personas son el inculpado como el ofendido, lo que me inclina a afirmar que debe reconocerse a este último la posibilidad de recurrir el veredicto de “no culpabilidad”, en hipótesis de manifiesta arbitrariedad. Nuestro país tiene, desde 2017, la Ley 27.372 de Víctimas de Delito, a quienes se les garantiza protección judicial (art. 5), incluso con un enfoque diferencial en razón de la edad, género, preferencia u orientación sexual(art. 4 inc. b y 6) y el derecho a recurrir (art. 82). La postura de nuestro Alto Tribunal guarda sintonía con estos avances, inclusive desde antes de la sanción de dicha norma, pues en Santillán (13/8/1998) reconoció a la querella participación autónoma en el proceso, y luego en Juri (27/12/2006) no obstruyó su recurso, invocando el acceso a justicia reconocido convencionalmente como canal de conexión. En suma, no es una herejía no someternos a la ortodoxia de la de la cultura norteamericana ni de su máximo exponente judicial respecto de una institución anclada en siglos, pero que usan en contadas ocasiones, porque una réplica ciega implicaría desconocer la autoridad de nuestros propios precedentes, nuestras leyes y nuestra trayectoria jurídica, de los cuales debiéramos estar orgullosos. Menos, si la Corte de Estados Unidos profesa axiomas como que “el jurado tiene un poder irrevocable para emitir un veredicto de no culpabilidad, incluso por razones inadmisibles” (McElrath v. Georgia, 2024), avalando una impunidad írrita que nadie debiera tolerar.
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