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» Diario Cordoba
Fecha: 26/11/2024 02:28
En 1991, la tercera ola del feminismo empezaba a tomar fuerza desde muchos ámbitos y lugares. Uno de ellos fue Olympia, en el estado de Washington, donde un grupo de mujeres de la escena cultural publicaron el fanzine Riot Grrrls!, posiblemente sin imaginar la importancia que iba a tener a nivel internacional. Con el espíritu DIY (Do It Yourself; Hazlo tú misma, en castellano) como bandera, Kathleen Hanna, Molly Newman, Jenny Smith, Tobi Vail y Allison Wolfe, hartas y enfadadas, usaron las herramientas que tenían a mano –desde fotocopiadoras a guitarras– para impulsar un movimiento de protesta contra el machismo y las desigualdades. Al albor de aquella revolución se gestaron algunos de los discos más importantes de la época como el Bikini Kill de la banda homónima, que aún sigue en activo y con muchas seguidoras. Una de ellas es Leyre Marinas, que ha tomado al movimiento y sus antecesoras como punto de partida de su ensayo Fucked Feminist Fans. Los orígenes del #MeToo desde la cultura pop musical, recientemente publicado por la editorial Dos Bigotes. El libro está basado en su tesis doctoral, que llevó a cabo guiada por su condición de admiradora de aquellas creadoras. Esa investigación la condujo por caminos que había transitado menos y finalmente trazó un arco de conocimiento que llega prácticamente hasta nuestros días, en el que aparecen figuras que van desde Anita Hill a Britney Spears. Su trabajo está dividido en dos partes: un primer bloque de registro histórico y un segundo, más teórico, que se centra en “la mediación y la mediatización de eventos específicos donde la cultura pop y los feminismos se convierten en el centro”, desarrolla en la introducción del ensayo. “Empecé analizando sobre todo el punk y las Riot Grrrls, porque soy fan y porque es el estilo musical que más me gusta”, dice Marinas a El Periódico de España. Pero el ensayo se inicia con un análisis sobre la figura de la grupi –previa a las enfadadas de Olympia– y su evolución a lo largo de los años desde que la revista Rolling Stone acuñó el término en un artículo de 1969 titulado The Groupies and Other Girls. Básicamente, se referían a las chicas que seguían a sus bandas preferidas en sus giras y tenían relaciones (sexuales y/o de cuidados) con sus miembros. Actualmente, el concepto es más genérico y no se utiliza solo en el ámbito de la música, sino que se ha extendido también a los deportes, al cine o incluso a lo personal. “En el libro digo que soy grupi de mis amigas”, comenta la escritora. Desde otros ámbitos del periodismo, como el de la moda, hicieron que el personaje fuese cool y lo convirtieron en un sujeto con agencia. “Ahora tienen su propia voz y muchas han salido denunciando los abusos que había antes”, afirma. El fenómeno fan no ha tenido tanta suerte porque no ha conseguido librarse de la concepción que se tiene de sus integrantes, totalmente infantilizadas. Un ejemplo reciente es el de la mofa que se generó alrededor del comportamiento de las admiradoras de Taylor Swift en sus conciertos: chicas, en su mayoría, dispuestas a esperar durante horas para ver de cerca a la artista ataviadas con merchandising de pies a cabeza. Un nivel de fanatismo no tan alejado al de los hinchas de fútbol, por ejemplo, a los que no se juzga con una condescendencia como la que se aplicó a las swifties. “En esta ocasión también ha sido una forma incluso de desprestigiar a la propia estrella”, señala la escritora. El tipo de seguidores que tenga un artista condiciona la recepción de su trabajo por parte del público y la crítica musical, que puede tacharlo de frívolo o cualquier otro calificativo peyorativo. 'Swifties' en las inmediaciones del Bernabéu antes de uno de los conciertos de Taylor Swift en Madrid. / Diego Radamés Sin embargo, acciones como la del boicot a Donald Trump por parte de la comunidad de fans del género K-Pop (Kpopers) en 2020 o el movimiento de apoyo a Britney Spears en las redes sociales con el hashtag FreeBritney en 2008 demuestran que el poder del fenómeno fan está completamente subestimado. “No es gente desquiciada sino que investiga sobre un caso concreto. En el ejemplo de esta cantante, se descubrió que estaba en una situación de abuso, encerrada por su familia”, explica. El asunto de Britney Spears también sirvió para señalar el abuso al que los paparazzi y la prensa sometían a las artistas femeninas, aunque, en realidad, las normativas de protección que se establecieron fueron en relación a la aparición de sus hijos menores en los medios y no tanto a la de ellas. Son mujeres y están muy enfadadas Entre las muchas etiquetas que el periodismo musical ha inventado a lo largo de su existencia, la de Angry Young Woman es una de las más genéricas. Para pertenecer a ese grupo en los años 90 solo había que cumplir estos requisitos: ser una mujer, cantautora y estar un poco mosqueada. Así, en ese saco de mujeres jóvenes enfadadas entraban desde Alanis Morissette a PJ Harvey sin que su música o incluso su público tuviesen demasiado que ver (al lado de la segunda, la primera era un derroche de felicidad). Pero actuaban solas y decían cosas que podían molestar a una crítica claramente masculinizada, eran una piedra en el zapato más o menos grande pero siempre incómoda. “Eran en su mayoría cantautoras que hablaban de problemáticas como podía hacer cualquier otro cantautor. No era tanto activismo sino más bien contar situaciones por las cuales cualquier mujer ha pasado, como puede ser el despecho o el deseo por diferentes personas. No ser una santa o una puta, como digo en el libro. Si Amy Winehouse llega a salir en el 95, habría sido una Angry Young Woman”, declara Marinas. Para ella, el periodismo musical sigue funcionando más o menos igual al respecto de las artistas. “Da igual que sean Madonna, Alanis Morissette, las Cariño o las Ginebras: como no sean majas están vendidas. Es totalmente una cuestión de discriminación de género. Y si encima están racializadas o son LGTBIQ+, apaga y vámonos”. Y el MeToo para cuándo Fucked Feminist Fans termina, después de analizar todo lo sucedido con el MeToo en Estados Unidos, con un epígrafe centrado en España y titulado Se acabó. En él, la autora habla del beso no consentido de Luis Rubiales a Jenni Hermoso, los silencios alrededor de los abusos en él ámbito académico o el caso del director de cine Carlos Vermut que destapó el periódico El País. Desde entonces ha habido muchas más polémicas y denuncias, la última de ellas la relacionada con el político íñigo Errejón, que dimitió de su cargo como portavoz de Sumar en el Congreso tras las acusaciones de comportamientos machistas y de abuso publicados en el Instagram de Cristina Fallarás. ¿Ha llegado el momento de un auténtico MeToo en el Estado español? A Leyre Marinas le gustaría ser más optimista, pero le parece muy difícil que vaya a suceder. “No lo digo por desanimar a nadie, ni a desalentar que haya denuncias. Estoy a tope con Cristina Fallarás, con cualquier tipo de denuncia, pero no creo que vaya a pasar”, sostiene. No sabe cuál es la razón por la que no termina “de cuajar” porque no considera que haya falta de conciencia social acerca del problema, aunque tiene claro que “hay miedo”. “No hay una red de seguridad, por ejemplo, para mantener el puesto de trabajo ni el anonimato. Y yo creo que todavía hay mucho Harvey Weinstein que no ha salido. Es muy complicado que suceda porque sería destruir totalmente una estructura”, concluye.
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