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  • Regreso a las fuentes de la diplomacia estadounidense: el aislacionismo

    » Clarin

    Fecha: 30/12/2025 06:20

    El periplo de los Estados Unidos desde su originario aislacionismo hacia su frenético presentismo no parece reflejar un auge de poder, sino el inexorable deterioro de uno de sus componentes más destacados, la Auctoritas. Se trata de un elemento bien conocido a los filósofos políticos, que por ser esquivo no es menos sustancial a la hora de asegurarse un mando eficaz sin abierta coerción, por la sola razón de ser creíble, respetable y respetado. La Estrategia de Seguridad Nacional dada a conocer a principio de diciembre, es una prueba más de este desliz. Sus autores no son animales políticos a la manera clásica, ya que muestran no tener el mínimo interés por explicar los cimientos sobre los cuales entienden basar la política exterior del país, a no ser que alguien considere que el lema América First brinde una brújula convincente. Aunque esto fuera así, no se entiende por qué los demás gobiernos tendrían que reconocerle Auctoritas a un sujeto que les escupe claramente en la cara y que no tiene ningún respeto e intereses comunes con ellos, a no ser que se trate de lucros veniales; y que hace, además, amplio uso de la fuerza para imponer su voluntad -medidas militares, bofetadas, tarifazos, ultimátum y otro tipo de maniobras inspiradas en una versión vulgarizada del poder del pater familiae pre-moderno. Tal vez, un regreso a las fuentes podría iluminar a Trump (y nosotros) sobre la existencia de otras soluciones a esta indecorosa carrera cuesta abajo, soluciones que, en el pasado, fueron aislacionistas o intervencionistas, según la época, el grado de desarrollo de Estados Unidos, los objetivos ideales de sus gobiernos y, finalmente, los intereses de los grupos de poder más influyentes. Pero, siempre se apoyaron en una visión del mundo y en una interpretación de sus dinámicas, para exponer algunas propuestas de progreso (del mundo y del país), mayoritariamente orientadas a la paz como marco necesario para el desarrollo interno de las virtudes republicanas. Ya que el documento de Trump hace referencia a la predisposición al no-intervencionismo de los Founding Fathers como postura preferencial de Estados Unidos, aunque advierta, con típica inconsistencia trumpiana, que, para un país con tantos y diferentes intereses la adhesión rígida a este principio no es posible, miremos un poco lo que opinaban algunos de los proceres sobre esta materia. Tomemos, por ejemplo, la fulgurante imagen con la cual Thomas Jefferson en 1812, ya terminada su presidencia (1801-1809), quiso sintetizar lo que habían sido y serían todavía las bases de la seguridad de su país En una carta privada, o sea con la franqueza que permiten los intercambios personales, Jefferson propuso trazar una línea de demarcación entre la guerra y la paz ubicada en el meridiano del Atlántico medio. Que de este lado de esa línea expresó el prócer no se cometa ningún acto de hostilidad, y que el león y el cordero reposen juntos en paz. Que, por lo contrario, todas las naciones europeas permanezcan del otro lado de ese límite, y allí continúen sus disputas y sus guerras, sin que ninguna de ellas traspase esa línea para violentar la tranquilidad de este hemisferio. Como es notorio, la práctica de la doctrina Monroe de 1823, que transformó estos auspicios en política de estado y fue vista al principio por los patriotas latinoamericanos como una garantía de su independencia, no fue fiel a sus bases ideales: los corderos sureños se dieron cuenta rápidamente del apetito del león con el cual le había tocado convivir -arreglándoselas algunos con pequeñas heridas, otros con mayores percances (a México, por ejemplo, se le quitó el 55% de su territorio). Pero lo que quedó firme fue el rechazo a mezclarse con Europa y con sus disputas y sus guerras, interpretadas frecuentemente, en aquellos tiempos, como efectos de las monarquías, sistemas políticos inicuos, de los conflictos dinásticos y de los caprichos personales de los soberanos. Nadie mejor que John Quincy Adams, sexto presidente de los Estados Unidos (1825-1829), logró incorporar estas ideas en una política exterior de alto vuelo. Hijo de un renombrado embajador (que sería el segundo presidente del país, John Adams), vivió desde su adolescencia en muchos países de Europa, cuyos idiomas y filosofías aprendió con entusiasmo, y fue, todavía joven, ministro plenipotenciario en San Petersburgo (1809-1814), desde donde siguió con extraordinaria perspicacia la desastrosa campana napoleónica contra Rusia. Ecos de esta experiencia se volcarían en un célebre discurso pronunciado, en calidad de secretario de Estado, el día del aniversario de la independencia del país, el 4 de julio de 1821. Su patria, proclamaba, no iría al extranjero en busca de monstruos que destruir. Recomendaría la causa general de la libertad y de la independencia de todos por el apoyo de su voz y por la benigna simpatía de su ejemplo. Pero con la conciencia de que si alguna vez se alistara bajo banderas que no fueran las suyas aunque fuesen las banderas de la independencia extranjera, se vería involucrada, más allá de toda posibilidad de salida, en todas las guerras de interés e intriga, de avaricia, envidia y ambición individuales, que asumen los colores y usurpan el estandarte de la libertad. Los principios fundamentales de su política cambiarían insensiblemente: de la libertad, pasarían a la fuerza. Podría convertirse en la dictadora del mundo. Pero ya no sería la dueña de su propio espíritu. Proféticas palabras Sobre la firma Newsletter Clarín

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