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    Parana » Radio La Voz

    Fecha: 29/12/2025 17:27

    La historia del derecho occidental no se forjó en la comodidad de los consensos, sino en la tensión permanente entre poder, verdad y justicia. Dante Alighieri lo supo de la manera más cruel: expulsado de Florencia por una conjura política disfrazada de moral pública, condenado no por delitos probados sino por haber quedado fuera del equilibrio de facciones. El exilio de Dante no fue solo territorial; fue simbólico. Se buscó expulsarlo del espacio de legitimidad, convertirlo en una figura sospechosa, indigna de pertenecer a la república que había servido. Algo de esa lógica antigua pero siempre vigente reaparece cuando el juicio político, la información pública o el periodismo se utilizan no como instrumentos de control institucional, sino como armas de desgaste personal, orientadas a construir culpabilidades sociales antes que responsabilidades jurídicas. El derecho de acceso a la información pública, heredero de la tradición republicana romana y consagrado constitucionalmente, nació para controlar al poder, no para sustituir al debido proceso ni para fabricar climas emocionales adversos. Su ejercicio exige generalidad, objetividad y finalidad institucional. Cuando se lo recorta selectivamente para focalizar en una persona, se lo vacía de contenido republicano y se lo transforma en una herramienta facciosa. El reciente intento de juicio político contra una vocal del Superior Tribunal de Justicia expuso con nitidez esta desviación. No hubo una imputación jurídicamente consistente de mal desempeño, tal como lo exige la Constitución, la jurisprudencia de la Corte Suprema y la doctrina más autorizada. No se acreditó abandono del cargo, morosidad estructural, violación concreta de deberes funcionales ni daño institucional alguno. Lo que sí hubo fue una construcción narrativa, alimentada por recortes periodísticos, inferencias morales y una acumulación de sospechas presentadas como hechos. El dictamen legislativo que rechazó la acusación no salvó a nadie: simplemente restituyó el debate a su cauce constitucional. Recordó algo elemental en cualquier república seria: el juicio político no es un escenario para dirimir antipatías, ni una extensión del escándalo mediático, ni una tribuna para la indignación selectiva. Es un mecanismo excepcional, de estricta legalidad, que exige pruebas, tipicidad y responsabilidad institucional. Sin embargo, el daño ya estaba hecho. Y ahí aparece el rol más preocupante: el del periodismo que abandona la investigación para abrazar la moralización, y el de dirigentes políticos que, lejos de actuar como contrapesos, se prestan al clima de época. Cuando se mezclan gastos públicos, biografías personales, vínculos familiares, lecturas ideológicas y juicios implícitos sin un hilo jurídico conductor, no estamos ante control republicano, sino ante escarnio sofisticado. Más grave aún es cuando ciertos dirigentes con responsabilidades institucionales claras eligen amplificar estas operaciones. No por convicción jurídica, sino por cálculo político, oportunismo o temor a quedar desalineados del relato dominante. En esos casos, el problema ya no es una jueza, sino la degradación del sistema de pesos y contrapesos. Porque cuando el Legislativo actúa como caja de resonancia del ruido mediático, deja de controlar al poder y empieza a administrar sospechas. La República romana advertía que la publicidad sin criterio podía ser tan peligrosa como el secreto absoluto. La transparencia debía servir al bien común, no a la lucha faccional; debía iluminar, no incendiar. Dante fue expulsado en nombre de una moral pública manipulada por el poder. Hoy, bajo ropajes modernos, asistimos a intentos similares de expulsión simbólica: no mediante el destierro físico, sino mediante la erosión reputacional, el señalamiento permanente y la sospecha como método. Defender la institucionalidad no es defender personas. Es defender reglas. Es sostener que el control debe ser serio, que la crítica debe ser rigurosa y que el periodismo cuando abandona la verificación para abrazar el relato deja de fortalecer la democracia y empieza a corroerla. La transparencia es un valor demasiado importante para permitir que se la convierta en un arma. Y el juicio político es una herramienta demasiado grave para transformarla en un episodio más del espectáculo público. Cuando eso ocurre, no se daña solo a quien se apunta: se debilita la República entera.

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