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» Elterritorio
Fecha: 28/12/2025 11:00
Opinión El rol del Estado y los desafíos que vienen Durante décadas, una parte importante de la dirigencia política argentina habló de inclusión social, de cuidar a los más vulnerables y de proteger a quienes menos tienen. Sin embargo, casi nunca hubo una autocrítica real sobre los resultados de ese modelo. La inclusión se confundió con asistencia permanente y muchos políticos se asumieron como salvadores, administrando a discreción el dinero del esfuerzo de los contribuyentes. En lugar de generar condiciones para que las personas puedan desarrollarse por sus propios medios, se terminó administrando la pobreza y aumentando de manera constante la presión sobre el sector que invierte, produce y sostiene la economía real. Se instaló la idea de que es el Estado el que debe resolverle los problemas a la gente, cuando en realidad el crecimiento genuino lo generan las personas trabajando, invirtiendo, emprendiendo y asumiendo riesgos. Desde nuestra mirada, el rol del Estado debe ser el de una mínima expresión posible: garantizar reglas claras y previsibilidad, sin reemplazar ni limitar la iniciativa individual. El Estado no produce riqueza cuando administra dinero público sin asumir el mismo riesgo de fundirse que enfrenta un privado. Achicar el Estado para poder bajar impuestos es devolverles libertad a quienes se animan a arriesgar su capital y generar crecimiento. En ese sentido, los programas de estímulo al consumo, como los programas Ahora, pueden funcionar como un paliativo en determinados momentos, pero no solucionan los problemas de fondo. El verdadero cambio estructural pasa por reducir la carga impositiva y permitir que el sector privado crezca sin depender de parches transitorios. Ese modelo de Estado sobredimensionado se sostuvo, además, con déficit fiscal crónico. Año tras año, el gasto público que pasó de representar alrededor del 25% del PBI en 2003 a cerca del 50% en 2023 se financió por encima de los recursos genuinos, recurriendo de manera sistemática a la emisión monetaria. Se puso el carro delante del caballo: primero se asistía y luego se veía de dónde sacar los recursos. El problema no fue sólo emitir, sino el efecto que eso tuvo sobre la confianza en la moneda. Cuando una moneda pierde credibilidad, deja de cumplir su función como reserva de valor y como referencia para la toma de decisiones. La desconfianza en el peso afecta directamente las expectativas. Cuando la gente anticipa que la inflación va a continuar, actúa de manera racional desde lo individual: adelanta consumo, gasta a cuenta y evita ahorrar en moneda local. Ese comportamiento termina generando un círculo vicioso: emisión para financiar déficit, pérdida de confianza, expectativas de más inflación y, finalmente, más inflación efectiva. Con el tiempo, la inflación deja de ser sólo un fenómeno económico y pasa a ser un fenómeno cultural. La sociedad aprende a vivir desconfiando de su propia moneda. Los comerciantes usan el stock como forma de ahorro, las empresas se cubren como pueden y el peso se convierte en un instrumento de paso, que quema en la mano. Sin embargo, no todos pueden defenderse igual: los sectores de mayores ingresos acceden a stock, dólares o instrumentos financieros, mientras que los más vulnerables no. Así, la inflación termina funcionando como una transferencia silenciosa de recursos desde quienes tienen menos hacia quienes están en mejor posición. Por eso la inflación es profundamente regresiva y el resultado está a la vista: políticas que se presentaron como justicia social terminaron desembocando, en 2023, en más del 50% de la población bajo la línea de pobreza, en un país que produce prácticamente los mismos bienes y servicios que en 2011. Este proceso también explica por qué Argentina creció tan poco en las últimas décadas. Desde 1983 hasta hoy, el país apenas logró crecer alrededor de un 30%, mientras que otros países de la región, como Chile, crecieron más del 200% en el mismo período. Inflación crónica, crisis recurrentes y un Estado cada vez más grande destruyeron la confianza necesaria para crecer de manera sostenida. La inflación es como un anabólico: en el corto plazo da la sensación de que levantamos más peso, pero en el largo plazo termina afectando seriamente la salud. Hoy estamos atravesando un cambio de paradigma. Cuando una economía se desinfla o deja atrás un régimen de alta inflación, es lógico que no todos los sectores se comporten igual. La inflación generaba una falsa sensación de dinamismo, impulsada por la velocidad de circulación del dinero. En ese contexto, el consumo estaba artificialmente adelantado: la gente salía a gastar porque sabía que el peso iba a valer menos. En Misiones, además, convivíamos con una moneda fuertemente subvaluada y con tours de compras de brasileños que se llevaban mercadería a Precios Cuidados, financiados por nosotros vía impuestos y emisión. Ese escenario ya no existe. El crecimiento actual es heterogéneo: hay sectores que requieren inversión, capital y planificación de largo plazo que comienzan a expandirse, mientras otros deben readaptar su forma de trabajar. Desde el Estado, el desafío es ser eficientes con las cuentas públicas para poder seguir bajando impuestos y recuperar competitividad. El consumo masivo, acostumbrado a la urgencia inflacionaria, se ve más afectado, pero no se trata de una crisis estructural, sino de una recomposición hacia un modelo más sano y sostenible. La desconfianza histórica en el peso también explica por qué el mercado financiero argentino se volvió tan pequeño. Durante años, el ahorro se canalizó casi exclusivamente en dólares o en stock, y el mercado financiero dejó de cumplir su función principal: canalizar ahorro hacia inversión y financiar a personas y empresas que quieren crecer. No se trata de timba financiera como algunos dicen, sino de un mercado financiero que sirva de respaldo a la reactivación. Para que eso cambie, se necesita estabilidad. La estabilidad mejora las expectativas, y las expectativas permiten tasas de interés más bajas. Cuando vuelve el financiamiento, vuelve la planificación y vuelve el crecimiento. Un ejemplo incipiente de este proceso es el crédito hipotecario: aunque todavía queda camino por recorrer en materia de tasas, hoy una persona puede empezar a evaluar comprar una vivienda en lugar de pagar un alquiler, sin depender de subsidios o programas como el Procrear, financiados por todos los contribuyentes. El desafío es claro: dejar atrás el crecimiento rengo basado en inflación, recuperar la confianza y construir una economía donde el trabajo, la inversión y el crédito vuelvan a ser los verdaderos motores del desarrollo. Es un camino que requiere esfuerzo y constancia, después de muchos años de desorden acumulado, pero es el único posible para crecer de manera genuina y sostenible y dejar un país mejor a las próximas generaciones. 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