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Parana » AnalisisDigital
Fecha: 28/12/2025 10:22
Joaquín Morales Solá Un país donde es excepcional lo que debería ser habitual. ¿Ejemplo? Uno muy reciente. El país tendrá presupuesto por primera vez desde 2023. Teóricamente, Javier Milei gobernó dos años con un presupuesto confeccionado por Sergio Massa y Alberto Fernández. Como eso es imposible, debemos aceptar que la Ley de Administración Financiera es demasiada laxa cuando le otorga al Presidente la facultad de prorrogar el presupuesto del año anterior y, encima, modificar sus partidas. No le prohíbe, además, prorrogarlo por segunda vez, como sucedió en el gobierno de Milei. Nunca otro presidente tuvo durante dos años el mismo presupuesto. Papel mojado. Los juristas no se han puesto de acuerdo sobre la legalidad de la segunda vez, porque aquella ley hace referencia a un año terminado sin la aprobación del próximo presupuesto cuando faculta al Poder Ejecutivo a seguir trabajando con el presupuesto anterior. Ni siquiera se sabe con certeza, por lo tanto, si fue legal gobernar dos años con el mismo presupuesto, que no es el mismo desde ya. Ese vacío legal le concede al presidente argentino un enorme poder para administrar los recursos públicos, un poder discrecional y arbitrario. Solo Cristina Kirchner usó la facultad de prorrogar el presupuesto -un solo año, eso sí- cuando estuvo en minoría en el Congreso entre los años 2009 y 2011. Bienvenida la normalidad, entonces. Es probable que Javier Milei aspire a convertirse con este presupuesto, aunque no solo con el presupuesto, en la tercera experiencia en 40 años de democracia que trató de cambiar profundamente la estructura de la economía argentina. Las dos veces anteriores no lo lograron. ¿Lo logrará Milei? Una economía cerrada y protegida, de espaldas al mundo, y un Estado voraz y confiscatorio fueron la argamasa con la que se construyó la Nación de las últimas generaciones de argentinos. Algunos empresarios, no todos, se especializaron en recorrer los pasillos del poder antes que en aprender a competir en el exterior. Hace poco cerró una conocida empresa fabricante de electrodomésticos. ¿Qué pasó? ¿Dejó de vender? Nada de eso sucedió. Es una empresa extranjera a la que antes no le permitían importar los productos terminados de su país de origen, pero sí le permitían importar los insumos de esos productos -con el precio subsidiado del dólar oficial-, ensamblarlos aquí y vender los bienes terminados al precio del dólar real. El margen de ganancia era enorme, pero esa ventaja se terminó cuando el gobierno de Milei decidió permitir una mayor importación y eliminar el impuesto supuestamente solidario del 30 por ciento que impuso Alberto Fernández al precio del dólar. Así no, dijeron, y levantaron la planta de ensamblaje que tenían en la Argentina. Es el espejo en el que se ven los empresarios de Tierra del Fuego, beneficiados con una ley de promoción industrial que Alberto Fernández prorrogó hasta el año 2051. No pocos hombres de negocios sienten nostalgia de los tiempos de Sergio Massa, tal vez el político actual que más cultiva el arte de pedir y dar favores a los empresarios. De hecho, el exjefe de Gabinete Guillermo Francos denunció públicamente que para autorizar importaciones de insumos en tiempos de Massa a través del sistema SIRA (Sistema de Importaciones de la República Argentina) se pagaban coimas. No sé si algún juez lo investigará, subrayó Francos. Así, la Argentina se convirtió en uno de los países con la economía más cerrada del mundo. También es cierto que la competencia requiere de igualdad de condiciones y que los empresarios argentinos deben vérselas con un régimen impositivo depredador (nacional, provincial y municipal) y con un sistema judicial parcial que ha hecho ricos a los abogados de los sindicatos; también ha contribuido al enorme poder de los gremios y al de sus también ricos líderes. La consecuencia es desastrosa: el empleo privado no creció en los últimos 13 años en el país, mientras los trabajadores informales son ya más del 50 por ciento del mercado laboral. Los sindicatos, y sobre todo la decadente CGT, no hacen alusión nunca a los que trabajan en negro. Son trabajadores que no tienen beneficios sociales y que no aportan al sistema previsional; esa es también una de las razones que explican las famélicas jubilaciones argentinas. La primera vez que intentaron cambiar la estructura económica argentina fue durante la gestión de Domingo Cavallo como titular de la cartera económica. Pero Cavallo era un ministro. Aunque poderoso ministro, no fue un presidente como lo es Milei. El gobierno de Carlos Menem ya había sacado una ley de severo ajuste fiscal durante la breve administración económica de Bunge y Born. La ley de convertibilidad de Cavallo frenó luego rápidamente la inflación (Menem había tenido su propia hiperinflación, después de la de Raúl Alfonsín) y se crearon las condiciones para la inversión extranjera, que fue en esos años la más alta de las cuatro décadas de democracia. Cavallo, que luchó con un presidente político que aspiraba a la reelección permanente, ni siquiera tuvo a su cargo las privatizaciones de las empresas públicas, gestión que fue sospechada de prácticas corruptas hasta por trascendidos del gobierno de los Estados Unidos. En rigor, las empresas norteamericanas quedaron descartadas de la mayor parte de las privatizaciones, mientras las europeas se hacían cargo de esas compañías antes en manos del Estado. No obstante, la gestión de Cavallo promovió una economía estable durante casi una década, pero no pudo cambiar definitivamente el sistema productivo argentino. La mayoría de los empresarios argentinos prefirió vender sus empresas a capitales extranjeros cuando llegó la hora de competir. La ley de convertibilidad tenía una ausencia: carecía de un artículo que prohibiera el endeudamiento mientras estuviera vigente el sistema. En efecto, tal artículo no existió, y un presidente con necesidades políticas recurrió compulsivamente al crédito porque la ley de convertibilidad prohibía la emisión de pesos sin el respaldo equivalente de dólares en el Banco Central. Inclusive, Cavallo advirtió poco después de que Menem fuera reelegido en 1995 que la ley de convertibilidad había envejecido y que era hora de que se la cambiara por una convertibilidad con una canasta de monedas. Cavallo hasta habló de su proyecto reformista con Rodolfo Terragno, que era un tenaz crítico del atraso cambiario, para lograr el visto bueno de Alfonsín, entonces jefe de la oposición. La convertibilidad era una ley y su modificación necesitaba de otra ley aprobada por el Congreso. Alfonsín aceptó la propuesta de Cavallo, pero Menem se negó a modificar un sistema cambiario del que, también es cierto, los argentinos se habían enamorado. Menem buscaba entonces la re-reelección en 1999, que la nueva Constitución le prohibía expresamente. La Corte Suprema, que él mismo había nombrado en su mayoría, le dijo que ella no podía ignorar la letra explícita de la Constitución que lo enviaba a Menem a su casa cuando terminara su segundo mandato. Un presidente débil, producto de una coalición frágil, como fue Fernando de la Rúa, trató de preservar las columnas esenciales de la política de Cavallo, pero el excesivo endeudamiento que había heredado lo terminaron tumbando dos años después. Luego de varios sobresaltos, el matrimonio Kirchner se hizo del poder y durante 16 años impuso una política estatista y desmedidamente proteccionista. Un férreo cepo les prohibió entonces a los argentinos acceder a los dólares; las empresas extranjeras se vieron impedidas al mismo tiempo de girar dividendos a sus casas matrices. Varias de las empresas públicas privatizadas volvieron al Estado y gran parte de los empresarios regresaron a su vez al ejercicio cotidiano de recorrer los pasillos que conducen hasta los despachos de los funcionarios. Una parte de esa historia se está ventilando en el juicio oral por la causa de los cuadernos, la mejor enciclopedia que existe sobre las prácticas corruptas del Estado. El segundo intento de un cambio estructural de la economía fue el de Mauricio Macri, pero duró solo cuatro años. Ese presidente, que conocía el mundo empresario desde que nació, era crítico del empresariado argentino. No podemos salir fácilmente al mundo porque no estamos en condiciones de competir ni con Brasil o Chile, solía repetir con cierto desdén no bien asumió la presidencia. Pero les permitió a los argentinos acceder a los dólares porque levantó el cepo que había instalado Cristina Kirchner al día siguiente de asumir. El síndrome de abstinencia de dólares de la sociedad argentina se pudo medir por la cantidad que compró en poco tiempo: 20.000 millones de dólares. El error de Macri fue aceptar una política de ajuste gradualista en lugar de un shock inicial que pusiera orden en las cuentas públicas. Es verdad que entonces la sociedad no estaba, como lo estuvo en 2023, preparada para un severo ajuste de los recursos del Estado. Cristina Kirchner y Axel Kicillof habían tenido la destreza de dejar un Estado con una crisis terminal, pero silente y sin síntomas aparentes. No obstante, Macri se entusiasmó con poner en marcha un tratado de libre comercio del Mercosur con la Unión Europea que se estaba negociando desde hacía más de 20 años. Tuvo la suerte de que el entonces presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, le pidió que se hiciera cargo de las negociaciones. Sabes más que yo de ese tema. ¿Por qué no te haces cargo?, le propuso Bolsonaro. Macri aceptó en el acto, y su canciller, Jorge Faurie, actual embajador en Chile, consiguió la firma del tratado con los europeos, aunque era una primera firma. Faltaba todavía la aprobación del pleno de los presidentes de ese continente y del parlamento de cada país europeo. El tratado les daba a los empresarios argentinos 10 años para que encararan su inserción en el mundo, según repetían Macri y Faurie. No obstante, hubo rechazos de varios sectores del empresariado argentino porque consideraban que quedaban en una situación perdidosa ante las empresas de Europa. El gradualismo del ajuste de Macri lo llevó a requerir de permanentes créditos en el mercado financiero internacional, hasta que este dijo basta. El mercado se empalagó de bonos argentinos, se escuchó describir entonces a un alto funcionario de Macri. Para peor, Donald Trump había llegado por primera vez a la Casa Blanca. Amigo personal de Macri desde hacía 20 años, el disruptivo líder norteamericano anunció el plan de infraestructura más importante de la historia de los Estados Unidos, hiperbólico como siempre. El plan no se concretó nunca, pero los bancos y los fondos se llevaron los dólares a Estados Unidos convencidos de que tal programa necesitaría de créditos. Macri se quedó aquí sin crédito por esas dos razones. Amigos al fin y al cabo, Trump le abrió las puertas del Fondo Monetario Internacional, pero el precio del dólar comenzó una etapa de inestabilidad, que concluyó con otro cepo. Macri tuvo que llegar al déficit cero que antes había esquivado en pocos meses y cuando debía enfrentar su reelección. La perdió en manos de Alberto Fernández y Cristina Kirchner, que ampliaron el cepo al dólar y volvieron a cerrar la economía. Ese gobierno se olvidó del tratado de libre comercio con la Unión Europea, coalición que tenía -y sigue teniendo- sus propios críticos del acuerdo con el Mercosur. El país en ruina que dejó esa diarquía kirchnerista promovió el inesperado triunfo de Milei. Al revés de Macri, Milei promovió el déficit cero desde el primer día. La sociedad era otra, también. El Presidente actual levantó parcialmente el cepo al dólar y comenzó un embrionario proceso de apertura de la economía. La abstinencia era grave: los argentinos compraron en dos años 30.000 millones de dólares para ahorro o viajes. Milei cree que la política solo debe fijar las reglas generales de la economía y luego meterse lo menos posible en ella. Una previsible reacción opositora surgió en el empresariado, que le teme a la transición entre una economía sobreprotegida y una economía competitiva con la producción extranjera. El país se mece ahora entre ese horizonte de modernidad, que debería incluir la modernidad del propio Estado, o el regreso de nuevo a un modelo viejo, en el que prevaleció un capitalismo de Estado. (*) Esta columna de Opinión de Joaquín Morales Solá fue publicada originalmente en el diario La Nación.
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