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  • Peludé y Frócil: el fútbol como excusa, la vida como tema

    » La voz de San Justo

    Fecha: 28/12/2025 09:27

    Jaime Peludé y Marcelo Frócil se reencontraron sin saberlo en la biblioteca del diario. Amigos desde los 11 años, hablaron del baby, la Liga Regional y otras experiencias en el fútbol, pero también de las noches, las adicciones, las pérdidas y las lecciones que deja la vida. La charla arranca sin apuro. Todavía está fresca la sorpresa del reencuentro y ninguno parece tener demasiadas ganas de ir directo al cuestionario. Se interrumpen, se corrigen, se ríen de recuerdos que aparecen de golpe y que no siempre llegan completos. Hay nombres que se pisan, fechas que se confunden y una certeza que se repite: el fútbol fue el punto de partida, pero no alcanza para explicar todo lo que vino después. Dale, vamos por el principio. ¿Dónde jugaron en el baby? Marcelo Frócil se adelanta, como si volviera a ser chico por un rato. Yo arranqué en Nueva Italia. La cancha quedaba donde hoy funciona una empresa, cerca de la estación de servicio. Pero en su recuerdo no hay direcciones ni mapas, sino imágenes sueltas, casi de película. Cuando debuté tenía cinco años. Eran los cebollitas. Siempre digo lo mismo: me bajaron de una planta. Se ríe. No exagera. El baby era así: improvisado, de barrio, con pibes que entraban a la cancha casi sin darse cuenta. Frócil vivía a pocas cuadras, en lo que entonces se conocía como Primero Mayo y hoy es barrio José Hernández. No estaba bien definido el barrio en ese tiempo. Hoy los mezclan, pero antes era otra cosa. Con los años, Nueva Italia cambió de nombre y de forma. Defensor Sportivo, los orígenes del tiro, el primer contacto serio con el fútbol. Ahí empecé a incursionar de verdad. Cebollita, cinco o seis años. Jaime Peludé escucha y asiente. Cuando le toca hablar, el recorrido es distinto, pero el espíritu es el mismo. Yo jugaba en Barrio Jardin. Vivía atrás de la Peña La Puerta. Después vino Don Orione, los Cafarena, un técnico amigo de su papá y una decisión que hoy parece impensada. Me iba en bici. Tenía nueve años. Solo. Siempre iba así. El baby, para ellos, no fue solo un paso. Fue aprender a moverse, a llegar, a arreglarse con lo que había. Canchas que se rotaban, viajes cortos, equipos que parecían más grandes. Hablan del Nacional. A veces venían pibes de otros lados para reforzar recuerda Jaime. Te daba la sensación de que eran más grandes, era como si tuvieran 3 o 4 años más. De Devoto, de Instituto agrega Frócil. En esa época pasaba. Los dos jugaron el primer Campeonato Nacional de Baby Fútbol. Corría 1976, tenían once años. Justo a tiempo para entrar y, sin saberlo, también para despedirse. Entré justo y me fui justo dice Frócil. En ese nacional. Jaime sonríe. Son de la misma camada. De la misma época. De cuando el fútbol todavía no pedía explicaciones. La Liga, el barro y lo que no se ve El paso del baby a la Liga Regional fue natural. También fue brusco. Ahí ya no alcanzaba con jugar bien. La liga siempre fue dura dice Frócil. Muy dura. Aparecen nombres, clubes, campañas que se pisan unos a otros. Mayo, Sportivo, Santa Clara, Antártida, Las Varillas, Suardi, Miramar. El mapa se arma entre los dos, a veces con dudas, a veces con certeza. Yo donde iba, me instalaba resume Jaime. Siempre fue así. En el medio surge un tema que atraviesa toda la charla y que ninguno esquiva: la disciplina. O, mejor dicho, la falta de ella. Él era más responsable que yo admite Frócil, señalando a su amigo. Yo jugaba más por cumplir que por una ambición personal. No hay reproches. Hay diagnóstico. Aprendimos a cobrar porque alguna vez nos pagaron dice Jaime. Si no, capaz que hubiésemos jugado por el sudor nomás. La frase queda flotando. Como tantas otras. Porque en San Francisco, durante años, se repitió la misma idea: había jugadores que podían haber llegado más lejos. La disciplina es fundamental coinciden. En el fútbol y en cualquier cosa. Pero enseguida aclaran que no se trata de dar lecciones. Yo tomé una forma de vida que era mía dice Frócil. No sentía quedarme a dormir o cuidarme para jugar. No se hacen los vivos. Tampoco se castigan. Hablan desde el lugar de quienes ya hicieron el balance. La Liga Regional, dicen, los marcó para siempre. Por la exigencia. Por los viajes. Por las injusticias. Por los títulos que costaron años y los que no llegaron nunca. No es fácil salir campeón remarca Jaime. Nunca salís solo. Siempre es con un equipo. La charla avanza, se desordena, vuelve atrás. Como pasa cuando dos amigos repasan una vida entera sin mirar el reloj. Y todavía falta lo más pesado. Cuando la noche también juega La charla se corre de a poco del fútbol. No de golpe, no forzada. Aparece sola, como aparecen los temas importantes cuando hay confianza. Nadie baja la voz, nadie dramatiza. Hablan como dos tipos que ya hicieron el recorrido y no necesitan esconder nada. Todo lo que yo hice, no lo hagas dice Marcelo Frócil. No fumés, no tomés, no salgas. No lo dice como advertencia ajena, sino desde la experiencia propia. Yo tomé una forma de vida que era mía. No sentía quedarme a dormir o cuidarme para jugar al fútbol. Simplemente eso. Jaime escucha, asiente y suma contexto. No se trata de señalar culpables ni de buscar excusas. Era una época, una manera de vivir el fútbol y la juventud. No había tanta vida nocturna como ahora dice, pero nosotros la inventábamos. Éramos traviesos agrega Frócil. No malos. La noche aparece como parte del paisaje. A veces liviana, a veces más pesada. En algunos casos, demasiado. Jaime cuenta su paso por Rosario, el regreso a San Francisco en un contexto desordenado, los fines de los 80, los saqueos en el país, el quiebre. Yo ya conocía las drogas dice, sin rodeos. Y cuando me volví de Rosario lo hice con una mano adelante y otra atrás. Habla de trabajos circunstanciales, de vender sandías en la ruta, de volver a empezar desde cualquier lado. Era pibe. Y me veía ahí. El fútbol vuelve a aparecer como sostén. Un contacto, un club en Las Varillas, una posibilidad inesperada que lo devuelve a una cancha. Pero el problema seguía latente. Más adelante, Jaime pone el foco en el alcohol. En el momento exacto en que entendió que algo se le estaba yendo de las manos. Llorando le pedía a Dios que me sacara ese vicio. No quería tomar más. Cuenta el tratamiento, la decisión, el proceso. No habla de milagros, habla de trabajo personal. De ahí se sale. Es difícil. Muy difícil. Pero se sale. Jaime cuenta que estuvo un año en rehabilitación, antes de la pandemia. Un año completo para frenar, mirarse y reconstruirse. Había que sanar cosas dice. Si no, te volvés loco. No hay orgullo ni vergüenza en su tono. Hay convicción. Uno tiene que hacerse cargo agrega. Nadie te salva si vos no ponés lo tuyo. La charla no se vuelve sermón. Se vuelve humana. Coinciden en algo que repiten varias veces, casi como un acuerdo tácito: salir es posible, pero no es gratis. Requiere decisión, tiempo y una enorme honestidad con uno mismo. El logro no es salir un día dice Frócil. El logro es sostenerlo. Jaime asiente. El silencio que sigue dice más que cualquier frase. Los que ya no están En algún punto, la charla ya no necesita preguntas. Fluye sola. El fútbol queda definitivamente en segundo plano y aparecen las pérdidas, esas que no se entrenan ni se pueden gambetear. Hablan de padres, de abuelos, de madres que se fueron rápido, de velorios atravesados por la pandemia y de despedidas incompletas. Historias que se cruzan, que se espejan, que se entienden sin demasiadas explicaciones. Marcelo suma una de las más duras. La muerte de su hermana por una mala praxis y el instante exacto en el que tuvo que darle la noticia a su padre. Cuando me vio la cara, ya sabía. Hace una pausa breve. No hay dramatismo, pero el peso está ahí. Después de eso no fue el mismo. Ahí lo ayudé a morirse dice, sin vueltas. Porque ya no pudo salir de esa tristeza. Y enseguida aparece la herida más profunda. La pérdida de su hijo, con apenas dos años de vida. Un problema cardíaco congénito, una primera operación que había salido bien y la expectativa de una segunda intervención. Cuando tenía meses lo operaron y salió todo bien recuerda. Iba a necesitar otra cirugía a los dos años. Esa también salió bien, pero después le agarró una bacteria y se lo llevó. No hay adjetivos. No hacen falta. El silencio ocupa su lugar. Hablan entonces de fe. No como consigna ni como discurso aprendido, sino como sostén. Como una forma de no quebrarse del todo. Si no sanás eso, te volvés loco dice Marcelo. Yo lo tengo asumido. Re sanado. Jaime escucha y asiente. Coinciden en algo que atraviesa toda la charla: aceptar no es olvidar, es aprender a convivir con lo que duele. No hay que morirse triste dice Frócil. La frase queda flotando. Simple. Contundente. Hablan de sabiduría, de memoria, de los que no están pero siguen presentes de otra manera. De brindar en silencio. De imaginar a los viejos sentados en la mesa, acompañando sin hacer ruido. Cuando sos chico no lo entendés dice Jaime. De grande te das cuenta por dónde va la vida. El cierre, afuera Cuando salen a la calle para las fotos, la charla sigue. Ya no importa si queda grabada o no. Caminan despacio, se ríen, se señalan lugares que activan recuerdos. La ciudad pasa alrededor, pero ellos siguen metidos en lo suyo. El vínculo está intacto. El fútbol los juntó cuando eran chicos. Los volvió a juntar ahora. Pero ya no es el centro. Es apenas el punto de partida. Vinimos a hablar de fútbol dice Marcelo, pero el fútbol es vida también. Señala una pelota, como si necesitara apoyarse en algo concreto. ¿Ves esta redonda? Está llena de corazones, de amigos. Porque el fútbol es eso. No hay épica forzada ni frases para el aplauso. Hay balance. Hay paz. Hay una sensación compartida de haber atravesado mucho y de seguir acá, de pie. Se despiden sin dramatismo. Como siempre lo hicieron. Con un apretón de manos, una sonrisa cómplice y la promesa implícita de no volver a perderse. Amigos desde los 11 años. La charla se apaga de a poco, pero no se corta. Afuera, mientras caminan para las fotos, siguen hablando como siempre, sin grabador de por medio. El fútbol fue la excusa para reencontrarse, para revisar el pasado y para entender el presente. Como en la canción La vida tómbola de Manu Chao, cada uno eligió vivir a su manera. Con aciertos, con errores, con pérdidas y con fe. Y con la certeza de que, al final, la vida no se juega sólo dentro de una cancha.

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