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  • Historias funerarias: los ladrones de muertos

    » Los Andes

    Fecha: 28/12/2025 09:19

    Entre el cementerio, los muertos y las historias funerarias se desplegó una de las caras más siniestras del progreso médico moderno. En la Gran Bretaña de los siglos XVIII y XIX, la ciencia avanzó al ritmo de tumbas abiertas, cuerpos robados y un mercado clandestino que convirtió la muerte en mercancía. La anatomía como necesidad y como transgresión A mediados del siglo XVIII, la disección humana dejó de ser una rareza para convertirse en una práctica central de la medicina moderna. Comprender el cuerpo exigía abrirlo. Hospitales, escuelas privadas y anfiteatros anatómicos reclamaban cadáveres con urgencia, convencidos de que sin ellos no había cirujanos competentes. La ley británica, sin embargo, solo autorizaba la disección de criminales ejecutados. El castigo incluía esa última humillación pública: el cuerpo expuesto y abierto ante estudiantes. El problema era que las ejecuciones no alcanzaban. La demanda superó rápidamente a la oferta legal. El caso británico: cementerios saturados y alarma social Las epidemias, la pobreza urbana y las tragedias colectivas colmaron los cementerios eclesiásticos. En 1741, una parroquia elevó un desesperado pedido al Parlamento: Tan llenos de cuerpos que resulta difícil cavar otra tumba sin sacar a la superficie otros cadáveres corruptos, lo que es ofensivo para los habitantes y para la razón. Entre 1750 y 1832, período que culminaría con el Decreto de Anatomía, los saqueos de tumbas se multiplicaron. Los estudios médicos exigían cuerpos frescos, y los camposantos se transformaron en reservas involuntarias. Redes de informantes y el oficio de profanar tumbas Los resurreccionistas no actuaban al azar. Funcionaban mediante redes de informantes: sepultureros, enterradores, empleados de compañías funerarias, funcionarios locales y hasta parroquias enteras participaban del negocio para obtener su tajada. Trabajaban en grupos pequeños, siempre de noche, guiados por la luz temblorosa de una linterna. Su método estaba perfectamente calculado. Cavaban un pozo hacia uno de los extremos del ataúd a veces con palas de madera, más silenciosas y colocaban la tierra sobre una lona para no dejar rastros. Un saco amortiguaba el ruido al abrir la tapa. El peso de la tierra quebraba la madera y permitía extraer el cuerpo. Desnudo, atado y embolsado, el cadáver desaparecía en menos de treinta minutos. Los indigentes ofrecían menos resistencia incluso después de muertos: sus cuerpos solían yacer en fosas comunes abiertas durante semanas, a la intemperie, hasta completarse. Allí, la profanación era casi invisible. Violencia, multitudes y justicia por mano propia Cuando eran descubiertos, los resurreccionistas quedaban a merced de la población. En febrero de 1830, un cementerio de Dublín fue escenario de una auténtica batalla. Dolientes y ladrones de cadáveres se enfrentaron primero a gritos, luego con armas de fuego. Hubo una lluvia de balas, proyectiles y perdigones, seguida de lucha cuerpo a cuerpo con picos y herramientas, hasta que los profanadores se retiraron. En 1832, tres hombres fueron detenidos cerca de Deptford, Londres, transportando los cadáveres de dos ancianos. El rumor de que habían sido asesinados desató la furia popular. Una multitud rodeó la comisaría, y cuarenta policías apenas lograron impedir que los prisioneros fueran linchados por vecinos convencidos de que merecían morir. Robar muertos vivos: hospicios, casas y velatorios El saqueo no se limitaba a los cementerios. Algunas mujeres eran pagadas para hacerse pasar por familiares afligidas y reclamar cuerpos en hospicios. Varias parroquias miraban hacia otro lado: el procedimiento reducía costos funerarios. También se robaban cadáveres de casas mortuorias. En una ocasión, el criado del célebre cirujano Astley Cooper debió devolver tres cuerpos, valuados en más de treinta libras, a una casa mortuoria de Newington. El riesgo era alto: muchos difuntos eran velados públicamente antes del entierro. Ni siquiera las residencias privadas estaban a salvo. En 1831, The Times denunció que un grupo de resurreccionistas irrumpió en una casa de Bow Lane y se llevó el cadáver de una anciana mientras amigos y vecinos la velaban. Según el diario, los ladrones actuaron con la más repugnante indecencia, arrastrando el cuerpo por el barro de la calle con sus ropas mortuorias. También se sustraían cuerpos de prisiones, hospitales navales y militares, muchas veces sin autorización alguna. Hospitales que se alimentaban de sus propios muertos Aunque algunos cirujanos rechazaban trabajar con cadáveres humanos y preferían modelos de cera, moldes de escayola o animales, otros no tenían reparos. Excavaciones modernas en el Hospital Real de Londres parecen confirmar una sospecha inquietante: la escuela se abastecía casi exclusivamente de los cuerpos de sus propios pacientes fallecidos. Rejas, jaulas y el intento de proteger a los muertos El miedo se materializó en hierro. Los mortsafes, jaulas y rejas cubrieron tumbas recientes. Se levantaron torres de vigilancia. No se defendía solo un cadáver, sino una creencia profunda: la resurrección de la carne y el derecho al descanso eterno. La muerte como negocio y la exclusión de los pobres En este clima surgieron las empresas de pompas fúnebres. El funeral se convirtió en símbolo de estatus. Más clavos, más hierro, más seguridad. Los cementerios privados desplazaron a los eclesiásticos. Los ataúdes retirados se vendían como leña. La muerte entró de lleno en la lógica del mercado, y los pobres los más numerosos quedaron expuestos, incluso después de morir. El final legal de los resurreccionistas En 1832, la Ley de Anatomía permitió a las escuelas médicas utilizar cuerpos no reclamados de hospitales y hospicios. El robo de cadáveres perdió sentido, pero la solución dejó una herida ética profunda: el progreso científico se sostuvo, una vez más, sobre los cuerpos de los más desamparados.

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