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  • ¡Es la población, estúpido!

    » La Prensa

    Fecha: 27/12/2025 00:42

    UNA MIRADA DIFERENTE ¡Es la población, estúpido! Hace 10 años esta columna analizó este tema para un diario extranjero. Tiene sentido y es hoy imprescindible repasar y agregar conceptos. Pocos profetas socioeconómicos más escarnecidos que Thomas Malthus, el clérigo, economista, sociólogo y demógrafo inglés, que al filo del siglo XIX expuso su teoría sobre el crecimiento exagerado de la población mundial. Sostuvo en ese importante ensayo que el temor a la miseria era un fuerte regulador del crecimiento demográfico y que si no se tomaba conciencia de los riesgos, el número de habitantes crecería hasta que los recursos no fueran suficientes para mantenerlos y se llegase a una pobreza (y miseria) generalizada. La población crecía geométricamente, y los recursos lo hacían aritméticamente, con lo que, de no detenerse el crecimiento demográfico, el resultado fatal sería inexorable, fue su argumento central. La teoría económica clásica -y con el tiempo la realidad- demostraron temporalmente su error. La producción de alimentos creció exponencialmente con la incorporación constante de tecnología y conocimiento, la revolución industrial destruyó empleos pero creó muchos más, y el consenso generalizado pasó a ser que la población creciente retroalimentaba de algún modo la economía, con lo que -por alguna fórmula que nunca nadie explicitó- la ortodoxia del bienestar se proyectaría infinitamente. Esto se correspondía con el principio de la llamada ley de Say: Toda oferta crea su propia demanda. Lo que más adelante fue redondeado como argumento con la concepción keynesiana de que toda demanda crea su propia oferta. Si bien para muchos esas formulaciones son contradictorias, en realidad son conceptos complementarios. La industria electrónica ha demostrado dramáticamente el primer axioma. A nadie se le hubiera ocurrido necesitar imprescindiblemente un walkman, un fax, una laptop, un celular, un USB, un Netflix o una plataforma de streaming hace nada más que medio siglo. Menos un auto eléctrico. Y que esa demanda haya sido forzada, inducida, provocada por el marketing y el avance tecnológico, no cambia el hecho de que esa demanda haya convalidado o hecho prosperar la oferta. En otros términos, el fabricante intuyó la demanda y se anticipó a satisfacerla. El panadero o el ganadero no se anticiparon en cambio a la demanda. Fue la demanda la que lo movilizó. Edison no generó la demanda de luz con su oferta de electricidad. Le demanda de luz existía y él la satisfizo de otra manera que con velas y gas. Escaseces ominosas Entradas ya dos décadas y media del siglo XXI, quienes descalificaron al curita deberían repasar sus descalificaciones. Si bien su profecía sobre la escasez de alimentos no se cumplió (gracias a Argentina, Uruguay, Brasil, Nueva Zelanda y otros, no a Europa) hay otras escaseces que suenan más ominosas que la que Malthus imaginó. Por ejemplo el trabajo. Esto se viene evidenciando desde mediados de la década de 1970, donde muchos estudiosos ubican el fin del crecimiento del bienestar americano que nace con el auge de las leyes de patente del siglo XIX y los colosales inventos y desarrollos, como el teléfono, el telégrafo, el automóvil, el ferrocarril, la electricidad, nunca luego igualados en su potencia creadora de empleo y bienestar hasta nuestros días. No sólo que el tipo de consumo y el auge de la tecnología ha reducido y sigue reduciendo la demanda laboral proporcionalmente, (la IA es un ejemplo fácil), sino que el crecimiento de la población pasó de ser de 1.650 millones en 1900 a 6.300 millones en 2000 y a 8.200 millones en la actualidad. Esa demanda potencial, ha generado probablemente su propia oferta, pero cada vez menos pueden pagar lo que demandan, y nadie está dispuesto a producir lo que se demanda a pérdida. El pobre Karl Marx tendría un problema si tratara hoy de defender sus teorías de la plusvalía y del valor-trabajo, pulverizadas por las realidades actuales tanto en el campo de los sistemas de producción como en el tipo de bienes que se demanda. La demanda de empleo mundial está largamente satisfecha. La demanda de bienes, que podría motorizarla, está limitada por la capacidad económica de la población. Un solo ejemplo: de la práctica de elegir a qué hijo beneficiar con sus ahorros para poder pagar sus estudios universitarios, los norteamericanos han pasado a procrear un solo hijo, para no pasar por semejante disyuntiva. Un libro profético Hace 30 años Jeremy Rifkin publicó su libro El fin del trabajo, donde profetizaba con crudeza y pesimismo (¿u objetividad?) lo que hoy está ocurriendo mundialmente. A partir de allí se produjo un surtido, una lluvia de supuestas soluciones, que fueron evolucionando con cualquier rumbo y con cualquier razonamiento. Desde el salario o renta mínima universal a la reducción drástica de las horas de trabajo. Se supone con ellas que las empresas deberán pagar mucho más caro a su personal, en compensación por el trabajo que hacen los robots, la inteligencia artificial y demás. Y que el Estado conseguirá los fondos de algún lado para compensar cualquier efecto de esa falta de demanda. Una solución que parece inspirada en la anécdota de Henry Ford, que se suponía pagaba bien a su personal para que éste pudiera comprarle los autos que fabricaba. Un subsidio a la demanda que, aún si la leyenda fuera cierta, sería impracticable e infinanciable a nivel global. El trabajo es, guste o no a quien fuere, un bien como cualquier otro. Toda reducción de demanda o aumento de oferta tiende a disminuir el salario o la cantidad de empleos. Sin quererlo, las leyes y la acción sindical que tratan de preservar esas conquistas sociales o derechos adquiridos terminan por conseguir un resultado opuesto al que buscan. Curiosamente, también aquí se terminan mezclando las teorías y las ideologías. Como la población reclama crecientemente bienes y servicios del Estado, (medicina, educación, casa habitación, subsidios, pensiones por diversas razones, ahora renta universal y menos horas de trabajo y dentro de poco empleo estatal obligatorio) el futuro es necesariamente inflacionario, con desaparición del ahorro y de los ahorros acumulados, el propio capital. Y el capitalismo, obvio. Los sistemas de jubilaciones en el mundo muestran claramente el efecto. El llamado sistema de reparto termina siendo un déficit fatal para cualquier Estado. Hay quienes creen que eso se soluciona incorporando muchos más posibles trabajadores, más población y evitando el trabajo en negro. Grave error. Si no hay competencia, no hay manera de que el empleo crezca en cantidad. Con lo que aumentar la población estimulando los nacimientos o la inmigración, (suponiendo que se trate de una inmigración laboriosa y responsable que no se dedique a gozar de los beneficios sociales y los servicios públicos), el problema empeorará. Aun cuando todos los inmigrantes islámicos, bolivianos, haitianos o cualquier otro tuvieran vocación de trabajar, los países no podrán brindarle trabajo. Pueden brindarles subsidios, jubilaciones, pensiones, empleos públicos inútiles, superfluos y caros. Pero eso redundará en inflación, pérdida de ahorros de los que sí trabajan, desestímulo general de la economía y reparto de pobreza. No importa el nombre que tenga la seudo teoría detrás de ese solidarismo. Un proceso fatal Hay una suerte de fatalidad en el proceso. Los sistemas de jubilación llamados eufemísticamente de reparto no podrán sostenerse, porque la simple relación entre los aportes y los montos jubilatorios no cerrará jamás. Y cuando se sostiene que la solución es permitir el ahorro personal de cada uno, también se está siendo utópico, porque el ahorro sólo es recomendable cuando las tasas de interés no son manipuladas por los Estados, cuando la inflación local y mundial tiende a cero, cuando no se inventan impuestos patrimoniales todos los días para ayudar a los más necesitados Creer que un aumento de la población por el camino que fuere va a resolver el problema es un acto de extremo optimismo que orilla la falta de análisis. Peor que la baja población es inventar una nueva población sin chances serias de conseguir empleo y en cambio con chances muy firmes de subirse a algún sistema de subsidios que ocasione un aumento de impuestos, una confiscación de ahorros y una redistribución de la pobreza. El problema poblacional argentino, o europeo, o americano, es insoluble y tiende a empobrecer a toda la sociedad. Uruguay, por ejemplo, tiene la misma relación que Argentina de jubilados. Se agrava porque algunos sectores políticos prometen mejorar los haberes, y para peor, luego intentan cumplir esas promesas. Tampoco es exclusivo. Pasa en casi todo el mundo. Cuando se advierten los despropósitos proteccionistas de Trump, no solamente hay que atribuirlos a su desconocimiento, su prepotencia o su ambición. Está tratando de conservar empleos de industrias obsoletas, o que no tienen mercado para sus productos, o que no tienen la tecnología ni el equipamiento para producir más barato, encareciendo los productos que venden al ponerles un impuesto a los insumos que necesitan, que, justamente, son estratégicos en la mayoría de los casos. Las escuela austríaca y la longevidad La escuela austríaca de economía, que se ha caracterizado por comprender y aceptar la acción humana como único motor económico y por puntualizar las fallas de los mecanismos que tratan de evitar esos efectos y los de las decisiones de los gobiernos, sostiene que la única manera de enfrentar cualquier problema de oferta y demanda es facilitando y forzando a la competencia. Eso es lo que no hace Trump. Eso es lo que no hace ningún sindicato. El desastre está garantizado. Es cierto que competir, cuando se trata del empleo, implica un gran esfuerzo de formación, un gran esfuerzo de vocación de trabajar, una capacidad de disciplina y contracción importante y sobre todo, la tolerancia de poder aguantar más tiempo del que a cada uno le gustaría para resolver su problema. Despreciar y penar ese esfuerzo y castigarlo en favor de quienes por la razón que fuere no han logrado trabajar y obtener un ingreso que le permita ser autoportante, no soluciona el problema de los marginados, que ya se han vuelto definitivamente marginales, pero en cambio penaliza y empobrece a quienes sí han recorrido duros caminos como si sus logros fueran un delito. De ahí a la pobreza general hay un paso. Los estadounidenses que sufrieron a Hoover y Roosevelt lo entenderían mejor. En países como Argentina, la vocación de no competir es, además-debe aceptarse sin rodeos- un mal que aqueja a grandes empresarios, que cacarean su supuesta generación de empleo para extraer o justificar extraer ventajas legales e ilegales del Estado. Y eso también tiene un peso no menor en el problema. Una parte muy relevante del problema, aunque sea excelente desde el punto de vista del ser humano, es la longevidad. No solamente la jubilación se vuelve cada vez más impagable por la sobrevida y la pensión por viudez, sino por la cantidad de medicamentos y tratamientos que han permitido esa sobrevida, que hace que la demanda tienda a infinito. ¿Quién sería tan despiadado de negarle un remedio o tratamiento que puede salvarle la vida a alguien? Nadie. ¿Qué sociedad lo toleraría? Ninguna. Eso hace que el Estado -que es el seudónimo que se le impone al ser humano para que no se dé cuenta de que él es el que paga- deba hacerse cargo de todos esos costos, proceso en el que termina dañando a los que tienen algún sistema de salud subsidiado, o a quienes pagan por un sistema de salud privada. Por supuesto que la acción del estado también fracasa, pero se queda con la sensación de que hace algo para ayudar a la pobre gente. Aún con ese mecanismo imperfecto e ineficiente, la medicina logra prolongar la vida de modo espectacular, con lo que la población termina agolpándose en torno a la senilidad sin opción alguna. Con lo que el problema se sigue agravando. No debería creerse que el autor sugiere que todos los ancianos deben morir, entre otras cosas porque lo comprenden las generales de la ley, aunque el argumento de todas maneras se esgrimirá porque las ideas incómodas siempre molestan y hay que descalificarlas de cualquier forma. Paradojalmente, cuánto más intentan hacer los gobiernos para resolver el problema, más lo agravan. El aumento de impuestos mata a las empresas sobre todo pequeña y elimina la única posibilidad de trabajo de los sectores con menor educación y formación. El intento de sacar de la informalidad a amplios sectores los empuja al desempleo. Aumentar la edad de retiro elimina del mercado laboral a los jóvenes. Poner impuestos a los más ricos termina afectando el consumo de bienes, la demanda laboral y la evasión, aunque parezca un beneficio inmediato, suponiendo que alcance. Ineficiencia y corrupción No se están tomando en cuenta en este enfoque, para no complicar el problema con otros temas, el efecto que la ineficiencia y la corrupción tienen sobre el empleo, reemplazado el trabajador por ejércitos de soldaditos de la droga, del juego o del lavado de dinero, lo que crea otros problemas tal vez más graves en planos no económicos, y también en el déficit, que es donde terminan recalando todos los subsidios, proteccionismos, desestímulos y todas las intervenciones del Estado, que trata de solucionar un problema por el camino más lejano de lo posible y de la eficacia. El tema se complica cuando el ciudadano (llamado Estado) se transforma en votante (llamado pueblo), que en un sistema supuestamente democrático donde el individuo está llamado a cumplir todas las reglas pero el gobernante & amigos no, ejerce su derecho-obligación de elegir quién será el encargado de solucionarle todos sus reclamos, sus faltantes, sus derechos adquiridos y sus derechos humanos crecientes. En ese momento se sella un pacto mentiroso que nadie quiere reconocer que existe, y que el gobernante trata de demostrar que cumple, o al menos posa como si lo cumpliese. Y como se necesita que la población sea pobre e ignorante para evitarse el trabajo de actuar con decencia, responsabilidad y eficacia, se trata subliminalmente de embrutecer al humano (llamado votante). Nuevamente, esta situación no es exclusiva de Argentina, sino que ocurre, más o menos evidenciada, en todas partes. Y en todas partes tiene y tendrá el mismo resultado y el mismo efecto. Disimulada con problemas locales, con corrupciones propias y a medida de cada país y cada gobierno, con enemigos ideológicos, orgas de burócratas tendenciosos, delincuentes y millonarios, discursos diversos, pero con el mismo efecto. Toda esta complicada mezcolanza sociológica termina en inflación o endeudamiento, en definitiva la misma cosa, depende del momento en que estalle. Los treinta años de la llamada globalización o de libertad de comercio que van desde 1992 a 2022 produjo el mayor crecimiento mundial de la economía, y también sacó de la pobreza absoluta a la mayor cantidad de gente de la historia, medida como se quiera. Trump lidera desde su anterior presidencia el movimiento que quiere revertir ese proceso, donde se mezclan más intereses secretos que en la AFA. Luego de ese breve momento áureo de la historia, el retroceso parece ser colosal. La tasa de indigencia y pobreza es elevada y creciente en el mundo, disimuladas en las estadísticas y con el empleo estatal, (que mayormente no es empleo sino gasto público) los subsidios, los impuestos. Y a medida que los gobiernos persistan en esa línea, y los seres humanos (llamados zombies) insistan en pedir más soluciones instantáneas y elegir a quienes las prometen, esas tasas crecerán exponencialmente, como predijo Rifkin. Un poco más de respeto por Malthus. Tomó tiempo, pero finalmente habrá que aceptar que no estaba tan equivocado. ¡Buen año, y hasta febrero!

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