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  • Infancia fugaz

    » Diario Cordoba

    Fecha: 24/12/2025 07:22

    Hay épocas que envejecen a los niños como quien seca una flor entre páginas. La nuestra, tan aficionada a la velocidad, ha decidido que la infancia es un trámite: un vestíbulo del consumo, una sala de espera donde el pequeño aprende -antes que a leer- a desear. En lugar de crecer, los críos «se actualizan»; y el asombro, que debería ser su pan, se les raciona como si fuera azúcar. Rousseau, que aún creía que el niño era un mundo entero por desplegar, advertía en su ‘Emilio’ contra la educación que fuerza al brote a ser tronco antes de tiempo. Nosotros hemos refinado esa violencia con tecnología doméstica: no hace falta gritarles; basta con darles una pantalla para que el mundo les grite por nosotros. La tableta se ha vuelto niñera, catecismo y parque: una trinidad que mantiene la casa en silencio, como si el silencio fuese paz y no, muchas veces, anestesia. Y mientras tanto, los adultos nos concedemos indulgencias: «Están entretenidos», decimos, como quien compra una coartada para la conciencia. Se confunde presencia con proximidad: estamos, sí, pero cada cual dentro de su pecera luminosa. Así la crianza se externaliza; y el niño, que debería ser mirado, es administrado: pantallas, premios, horarios, distracciones. Una logística del afecto. Luego está la adultización sentimental: niños opinadores, pequeños fiscales, aprendices de cinismo. Se les entrega el léxico de las guerras culturales y se les roba el idioma del juego. Y sin juego no hay alma que ensaye la libertad. Chesterton defendía que los cuentos de hadas no engañan al niño: le enseñan que el mal existe... y que puede ser vencido. Pero si a la fábula la sustituimos por el algoritmo, el dragón no es derrotado: se convierte en menú. Todo esto se disfraza de progreso. Se repite que así los niños «van preparados», cuando lo que van es precoces, que no es lo mismo. Preparar no es adelantar; es cuidar. «Dejad que los niños se acerquen», dice el Evangelio, y uno sospecha que hoy no los dejamos acercarse ni a sí mismos: los apartamos de su propio corazón con un carrusel de estímulos que no concede tregua. Neil Postman llamó a esto «la desaparición de la infancia»; quizá no desaparezca, pero se nos está quedando sin calendario. La infancia no se acorta por falta de juguetes; se acorta por falta de tiempo humano. Falta mesa sin prisas, paseo sin objetivo, conversación sin pantallas, aburrimiento fértil. Ortega y Gasset intuyó que, cuando la vida se reduce a pura ocupación, ya no vivimos: nos vamos gastando en el tráfago; y ese tráfago, hoy, lo heredan los más pequeños como si fuese un destino inevitable. Tal vez la tarea sea sencilla y heroica: devolverles el mundo en tamaño real. Un árbol que no se desliza con el dedo, un silencio que no da miedo, un relato contado a la luz de una lámpara. Y, sobre todo, una mirada adulta que no dimita. Porque la infancia, cuando se la deja ser, no es un prólogo: es una patria. *Mediador y escritor - Cortada la N-432 a la altura del Lobatón tras un accidente de tráfico - Un viaje a Cazorla que vale 20.000 euros: 'Todavía no me lo creo - El 'efecto CVC' sitúa al Córdoba CF en el decimotercer puesto del reparto televisivo en Segunda

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