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Usuhahia » Diario Prensa
Fecha: 23/12/2025 23:38
Cuando se ataca a los ambientalistas acusándolos de denunciar un determinado problema ambiental y no hablar de otros, no se hace más que exponer una falacia con el objeto de desviar el eje del debate. No se busca debatir el problema planteado, sino evitarlo, corriendo el eje de la discusión hacia otro hecho distinto. Primero, el hecho de señalar una amenaza concreta no implica negar ni justificar otras. La capacidad de una persona, un colectivo o una organización para advertir sobre un daño ambiental específico no los convierte en responsables de denunciar todos los problemas existentes al mismo tiempo. Nadie exige a un médico que trate todas las enfermedades de un paciente antes de poder diagnosticar una de ellas. Por otra parte no todos los impactos son equivalentes ni tienen la misma escala o responsabilidad institucional. Un proyecto de salmonicultura industrial autorizado por el Estado, con respaldo normativo y consecuencias sistémicas sobre el ambiente, no es comparable con un conflicto urbano puntual, que requiere otras herramientas de control y resolución. Mezclar ambas cosas es confundir deliberadamente niveles de análisis. Este tipo de argumento suele ocultar una omisión clave cuando se habla de proyectos industriales, en donde el Estado es actor central porque autoriza, promueve o habilita. En cambio, en muchos conflictos ambientales urbanos, el problema no es la falta de denuncia ciudadana, sino la falta de control y aplicación de la ley por parte del propio Estado. Cuestionar un proyecto no exonera a las autoridades de sus propios deberes ni tampoco al resto de la comunidad a controlar y asumir sus propias batallas. Exigir coherencia absoluta como condición para opinar es, en realidad, una forma elegante de silenciar. Si solo pudieran hablar quienes denuncian todo, todo el tiempo y en todos los frentes, nadie podría hablar nunca. La participación ciudadana no funciona por totalidades, sino por compromisos concretos. Es por lo menos sugerente que se critique a los que se manifiestan preocupados por las salmoneras, bajo el argumento que antes o paralelamente no denuncian la caca de la bahía de Ushuaia. Sobre todo porque se trata de problemáticas que le corresponde al Estado, controlar o solucionar. Entonces, por un lado, apoyan al Estado que quiere instalar salmoneras que contaminarán gran parte de nuestras costas y mares y, por el otro, responsabilizan a los ambientalistas por no visibilizar o hacer algo ante la contaminación por la falta de tratamiento de los líquidos cloacales. “Defender el ambiente implica exponerse, incomodar, perder simpatías, ser estigmatizado. Criticar desde la inacción, en cambio, no tiene costo alguno”. Cuestionar a grupos sociales por que no se hacen cargo de todos los problemas ambientales, apunta a una estrategia profundamente injusta que se ha naturalizado en muchos debates públicos. Lo que suele ocurrir es que se traslada la responsabilidad colectiva hacia quienes sí actúan, mientras quienes no hacen nada se reservan el rol de jueces. Se exige a los ambientalistas —o a cualquier ciudadano comprometido— una coherencia absoluta, una omnipresencia imposible y una eficacia total, como si defender el ambiente fuera un cargo rentado, una función profesional permanente, y no un ejercicio voluntario de un grupo de ciudadanos. Pero esa actitud encierra algo peor. Quienes señalan esas supuestas “contradicciones” no lo hacen para ampliar la defensa ambiental, sino para invalidarla. No buscan que se proteja también el bosque talado, la bahía contaminada o una mala urbanización: buscan que no se hable de nada. Es una crítica estéril, que no suma acción ni compromiso, solo desmovilización. Además, esta lógica desconoce algo esencial, el ambientalismo o el compromiso ciudadano no es un partido político con agenda popular. Es fragmentado, responde a amenazas concretas que emergen en territorios específicos. Pretender que abarque todos los conflictos es desconocer su naturaleza y, en el fondo, exigirle lo que ni el Estado cumple. También hay una carga simbólica muy fuerte en esa exigencia, se reclama “neutralidad” o “equilibrio” a quienes se comprometen, mientras se acepta la pasividad absoluta de quienes no asumen ningún compromiso. Defender el ambiente implica exponerse, incomodar, perder simpatías, ser estigmatizado. Criticar desde la inacción, en cambio, no tiene costo alguno. El hecho de que ciudadanos comunes deban alzar la voz ya es, en sí mismo, la evidencia de que hay autoridades que no cumplen con su trabajo. En definitiva, no es razonable exigir a quienes hacen algo que hagan todo, mientras se absuelve a quienes no hacen nada. Una sociedad madura no critica el compromiso, lo reconoce, lo acompaña y, sobre todo, se pregunta por qué ese compromiso es necesario. Porque cuando la defensa del ambiente recae solo en voluntarios, el problema no son los ambientalistas, es el vacío que otros han dejado, es el desconocimiento o insensibilidad de quienes gobiernan. Aquellos que les molesta la deforestación urbana o “la caca” de la bahía, deben entender que la solución no es cuestionar a quienes defienden determinadas causas con efectos parecidos porque les parece que “no hacen nada con otros problemas”. Deben entender que ellos también pueden asumir un rol participativo, activo y reclamar a quienes son responsables de evitar dichos males. En conclusión, las sociedades maduras se construyen sumando miradas, no exigiendo que, quienes se comprometen en defensa de algo, deban también hacerse cargo de la falta de compromiso de otros.
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