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» Clarin
Fecha: 23/12/2025 08:24
Hay una cita de Bertrand Russell que robé a Vila-Matas y que guardo desde hace años para ver en qué escrito podía usarla. Y ahora creo que encontró su destino: «Sí, señores. Hace mal tiempo y estamos esperando a que cambie. Pero es mejor que haga mal tiempo a que no haga ninguno, y mejor que estemos esperando a que no esperemos nada». Esta cita me convirtió en un «esperador» profesional sin proponérmelo. Pero, en verdad, para los venezolanos el mal tiempo es cosa vieja. Aunque no siempre estuvimos esperando a que cambiara. Ahora, en esta nueva espera, pienso en una especie de sátira de Los funerales de Mamá Grande, de Gabriel García Márquez, que me persigue a todas partes. Este personaje tan latinoamericano y tan intenso, Mamá Grande, aseguró su matriarcado macondiano creando una intrincada maraña de consanguinidad que hizo del crecimiento de su familia un círculo vicioso y dañino. La revolución venezolana versionó este sistema reproductivo para consolidarse y crecer. Lo hizo cediendo espacios y soberanía al terrorismo, a las guerrillas colombianas, al narcotráfico y, sobre todo, al régimen cubano. Se entregó a quienes cree comparten sus mismos enemigos. Y quienes no aceptan estas alianzas —como la Magdalena de los Funerales, la sobrina menor de Mamá Grande— son desterrados, si es que no han partido antes por cuenta propia. En el relato garciamarquiano, María del Rosario Castañeda y Montero, con apenas veintiún años, salió de los fuegos del velatorio de su padre convertida en la soberana absoluta de Macondo, a la que debían doblegarse. Una dignidad autoheredada que todos aceptaban sin cuestionar. Y, desde el principio, hizo creer que su potestad era eterna. Por eso, a los habitantes de los seis poblados del distrito de Macondo les costaba creer que Mamá Grande estuviera muriendo. La razón era más que obvia: celebrar su muerte si no fuera cierta sería una traición a pagar con la vida. Pero ahora parecía inminente, irreversible, y un buen día, «Mamá Grande emitió un sonoro eructo y expiró». Con la muerte viene el desvelamiento póstumo inevitable. Resulta que la «paz social» y el poderío de Mamá Grande emanaban de tres baúles de cédulas electorales falsas que sus protegidos usaban después de ejercer su propio derecho al sufragio: los muertos de hacía un siglo también votaban sumisos a quien Mamá Grande ungía. Y, en tiempos tormentosos, armaba a sus «partidarios» y embestía contra sus críticos. Luego salía a socorrer a las víctimas como una santa piadosa y venerable. Apenas terminaron los funerales de Mamá Grande, sus protegidos «desenterraron los cimientos para repartirse la casa». Dice el relato que la gente suspiró con alivio o cansancio, cuando «la tumba fue sellada con una plataforma de plomo». Comenzaba así una «nueva época»: los gobernantes podían decidir por su buen criterio, y la gente llevaba su intimidad con libre albedrío. Y hasta podían «colgar sus toldos» a conveniencia porque la única que osaría contrariarlos se pudría bajo una tapa de plomo. Solo «faltaba que alguien sacara su taburete» a la puerta y contara esta historia «para lección y escarmiento» de los futuros macondinos. Eso es lo que pasa cuando se espera: la imaginación se dispara y se nos vienen encima asociaciones delirantes e inesperadas. Pero, ciertamente, es mejor esperar a no esperar nada. Sobre la firma Newsletter Clarín
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