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Paraná » 9digital
Fecha: 23/12/2025 10:12
* Después de cortar el pasto, vuelve la luna al patio, los cascarudos tropiezan con los yuyos sueltos, el rocío se aproxima para regar la noche en esta pequeña parcela de tierra. Tenemos hijos, perro, flores que caen cuando quieren desprenderse de su planta, platos nuevos y otros apenas cachados, la porcelana sin esmalte, la apertura del comienzo mostrándose ante nuestros ojos, la textura primera de las cosas con las que otras cosas se hacen, la historia del arte del objeto en el que cenamos, apoyamos nuestros alimentos, carnes, verduras, hortalizas, cereales, grasas patinando la esponja astringente. Tenemos un patio y algunos pájaros que bajan a tomar agua, las palomas que se sientan en las palmeras, las moras que aparecieron en una vara, los azahares recomponiéndose de un árbol casi seco. Desenrollamos la manguera, estiramos desde la punta un cuello como de cisne, miramos las nubes, buscamos formas en las nubes, escuchamos las voces de nuestros vecinos, respondemos mentalmente a sus diálogos, nos fatigamos con las cosas que pensamos, nos aliviamos por no ser dueños de esos alaridos, nos avergonzamos por soltar ladridos a destiempo, caprichos infantiles en bocas envejecidas y nos jactamos de ser niños pese al tiempo. Abrimos pozos en la tierra, quitamos los cascotes, esquivamos la sombra o la buscamos, enterramos brotes nuevos, reorganizamos el jardín, lo podamos, lo dejamos que crezca salvajemente con sus guías despatarradas de hiedras, de jazmines que arrasan con su aroma, de pinos que buscan la altura más profunda hacia arriba y al fondo de todo lo que pisamos. Organizamos cenas como si fuesen inalterables nuestros planes contra los del universo, sabemos cuántas sillas, cuántas copas, cuántas ensaladas, las porciones repartidas y calculadas como un ejercicio matemático, nos creemos genios. Buscamos en los símbolos nuestra historia, quién armó ante nuestros ojos el primer pesebre, quién nos dijo son las doce en punto, quién encendió la primera chispa, quien la mantuvo cada año de nuestras vidas con el calor necesario para seguir creyendo que es posible transmitir la fe. Repetimos los ritos, los choques con la velocidad justa para que el cristal no se parta, escuchamos el grito de la alegría aún con el vino tiñendo el mantel como una mancha sangrienta que se esparce en el cemento, con las rosas marchitas en los floreros, con las velas derretidas en los centros de mesa, dejamos las discusiones en el rincón hechas un ovillo, perros flacos de nuestra vida, acariciamos su lomo, perdonamos el dolor, le damos su medalla y su nombre, rascamos la panza ardida de pulgas por nuestras culpas nunca resueltas. Y miramos a nuestros muertos, les prometemos no olvidarlos, les agradecemos la sucesión sanguínea, se las desobedecemos, se las cuestionamos, nos desafiliamos de la sangre, decimos que el tiempo es nuestro y nos lo creemos. Enterramos los odios, cortamos la tormenta con la navaja que guardamos en la cintura cerca del cordón umbilical que decimos ya haber dejado caer para siempre. Agradecemos la vida a nuestras madres, ponemos sus palabras en nuestra boca, agradecemos a nuestros padres y nos llenamos de silencio, de humo, de tabaco, de burbujas en los párpados. Esta noche y las venideras, somos dueños del amor que damos, del egoísmo que fuimos, de la generosidad en los panes que sobran y besamos antes de tirar a la basura junto con los corchos, a los bordes grasosos de la carne, las servilletas con labial. Decimos gracias por esta comida, por los ojos que no nos esquivan, por los hijos que se alejan y vuelven como en un rulo de Dios y anunciamos una felicidad enjuagada, una felicidad verdadera, una felicidad obligada porque se nos imprimió que la merecemos aunque a veces se oculte, como la luna que no podíamos ver porque el pasto estaban tan alto en el fondo que nos tapaba el cielo. Pero ayer, mi amor, cortamos las malezas, juntos barrimos sus restos y sin hablar creímos que se podía todo de nuevo mientras el menor de nuestros hijos dormía inclinando su cuerpo a la tierra colgado sobre la hamaca. Y bailamos con la música de las estrellas suelto el cuerpo de uno y del otro, pero bailamos juntos y creímos escuchar el canto de un pájaro que aún no existe. *
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