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» Clarin
Fecha: 18/12/2025 20:42
Este artículo está planteado desde el sentido común, no desde una lectura partidaria ni desde un revisionismo interesado. Ese sentido común que enseña que la Constitución es la piedra basal de la República; que la ley debe ser igual para todos; que la justicia no puede depender de la emoción del momento; y que, cuando el poder se aparta de la ley en nombre de una causa superior, siempre termina dañando a la Nación. Marguerite Yourcenar decía que “el enemigo del fanatismo es el sentido común, pero pocas veces logra ganarle la batalla”; y George Orwell expresó: “En tiempos de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario”. Ambas citas otorgan sentido a este artículo, que desarrollamos en dos ejes. Uno, la simetría estructural entre el modo en que el Estado ejerció el poder en los años setenta y el modo en que hoy lo ejerce a través del sistema judicial. Otro, el poder de lo simbólico como herramienta para legitimar ese poder sin límites. Cuando hablamos de simetría estructural no equiparamos hechos ni confundimos planos. La violencia estatal de los setenta, con su dimensión letal, no es lo mismo que la violencia jurídica contemporánea. Lo que sostenemos es algo distinto: que ambas comparten una misma matriz de ejercicio del poder, fundada en la excepcionalidad como método. En 1975, los Decretos 261, 2770, 2771 y 2772 ordenaron a las Fuerzas Armadas “aniquilar el accionar subversivo”. Este concepto funcionó como llave de una transferencia de soberanía desde la ley hacia la necesidad. Se normalizó la excepción: el Estado, invocando la salvación de la Nación, se permitió apartarse de sus propios límites jurídicos. Cuatro décadas más tarde, la excepción retornó bajo otra gramática. A partir de 2003, con una Corte Suprema recompuesta a la medida del gobierno de turno, los fallos Simón (2005) y Mazzeo (2007) reinstalaron causas por hechos ya juzgados, fundando su legitimidad no en la legalidad penal estricta, sino en una moral histórica y en una lectura retroactiva de fuentes internacionales. En ese camino, se interpretó el artículo 118 de la Constitución Nacional como si fuera una fuente penal sustantiva, en abierta contradicción con el artículo 18. El eje se desplazó del Derecho penal de acto hacia una forma de “Derecho penal del enemigo”. Aquí es indispensable aclarar el verdadero sentido del artículo 118. La historia constitucional demuestra que su incorporación respondió a una finalidad estrictamente procesal y competencial. Nuestra Constitución copia casi literalmente su antecedente de la Constitución de los Estados Unidos, donde esta cláusula —la conocida “define and punish clause”— tenía un propósito inequívoco: que los delitos “contra el derecho de gentes” (lo que hoy denominaríamos derecho internacional público) no fueran juzgados por jurados populares sino por tribunales técnicos, porque se entendía que los jurados carecían de la formación necesaria para evaluar ese tipo de conductas. Es decir, se buscó asegurar competencia especializada, no crear nuevas categorías de delito ni permitir interpretaciones penales retroactivas. Por eso, ningún juez puede atribuirle un sentido sustantivo que jamás tuvo, sin vulnerar la voluntad del constituyente y, con ello, el principio de legalidad del artículo 18. Convertir el artículo 118 en un generador de punibilidad retroactiva es una desviación constitucional de extrema gravedad institucional. Federico Morgenstern llamó a este proceso “Derecho Penal de Carátula”: un sistema en el cual la denominación moral del delito antecede y sustituye a la demostración jurídica de los hechos. “Genocida”, “represor”, “terrorista de Estado” dejan de ser hipótesis acusatorias para transformarse en sentencia social anticipada. En esta lógica se inserta una afirmación reciente del juez de la Corte Suprema Ricardo Lorenzetti, a quien se le atribuye haber dicho: “Los juicios de lesa humanidad fueron un reclamo de las calles que los jueces supimos escuchar.” Esta frase es una confesión institucional. Porque un juez no está para escuchar la calle: está para escuchar la Constitución. El Poder Judicial no es el eco de las mayorías, sino su límite. Cuando un tribunal se guía por el clamor popular, el fallo deja de ser un acto de razón y se convierte en un gesto de militancia. Del mismo modo, debemos reconocer que en los años setenta la conducción política y militar también escuchó el clamor social de la época. Bastaba leer los diarios de esos años para advertir un consenso amplio, transversal a partidos, sindicatos, Iglesia y sectores sociales, respecto de la necesidad de poner fin a la violencia terrorista. Así como hoy advertimos el riesgo de que el Poder Judicial se guíe por la calle, también debemos admitir que aquella conducción, enfrentada a una violencia extrema, actuó bajo la influencia directa de un reclamo popular tan extendido como urgente. Por eso afirmamos que la Argentina muestra hoy rasgos propios de un Estado de Opinión, donde la moral colectiva comienza a reemplazar al Estado de Derecho. Y cuando una garantía se elimina para un grupo, mañana puede eliminarse para cualquiera. El poder de los símbolos: la antesala del poder sin ley Cuando un poder quiere actuar sin límites, rara vez comienza por cambiar leyes; antes cambia símbolos. El símbolo desactiva la razón y activa la emoción. Y cuando la emoción domina, el límite desaparece. En la Argentina, esa operación simbólica tuvo varios hitos. Todo comienza con la frase atribuida en su momento a Néstor Kirchner: “La izquierda te da fueros.” Un concepto que encubrió los actos de corrupción más grandes de la historia argentina. Y la corrupción no es solo robar dinero: también es robar la verdad. En ese marco, el número 30.000 se erigió en mito fundante. Quien menciona las cifras oficiales, 8.753 desaparecidos, es etiquetado de inmediato como “negacionista”. Queremos ser claros: no debió haber habido ni un solo desaparecido. Pero otra cosa es usar un símbolo para desplazar la legalidad. Esto permitió la construcción de la figura del uniformado como “mal absoluto”: el represor irredimible, el enemigo moral de la comunidad. El militar dejó de ser persona para convertirse en estereotipo moral. Esa lógica terminó alcanzando incluso a quienes nunca participaron en los hechos de los setenta. En este marco se vuelve evidente la desigualdad moral entre víctimas. Si quien ejerce la violencia, aun legítima, es militar, se aplica la imprescriptibilidad absoluta. Si el victimario es un terrorista, como en el caso del coronel Argentino del Valle Larrabure, reina el silencio. Para el relato dominante, los más de 17.000 atentados cometidos por las organizaciones armadas quedan relativizados, pese a que constituyeron la violencia sistemática más extendida que sufrió la sociedad argentina en aquellos años. El poder del símbolo es tan grande que logra invertir los lugares. Si en los años setenta nos hubieran dicho que el ideólogo de una organización responsable de cientos de muertes, entre ellas la masacre en el comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal, tendría una estación de subte (NdR Rodolfo Walsh), o que cuadros orgánicos de Montoneros ocuparían cargos electivos como diputados, senadores o ministros, habríamos pensado que era imposible. Sin embargo, ocurrió. No por azar, sino como resultado de una reconfiguración simbólica deliberada. Para dimensionarlo, basta imaginar si dentro de cuarenta años un narco como “Guille” Cantero o “Pequeño J” fuese homenajeado en una estación de subte o nombrado ministro de Seguridad. Hoy parece impensable. Y, sin embargo, eso —en otra escala histórica— es lo que ocurrió con muchos cuadros armados de los setenta: fueron resignificados por el relato dominante. Nuestro punto no es comparar fenómenos distintos, sino advertir que, cuando el relato se impone sobre la verdad histórica, la sociedad pierde su criterio moral. Y en ese vacío, cualquier actor violento puede ser transformado en héroe si el poder decide resignificarlo. Volver al Derecho, no al pasado Escribimos estas líneas como militares, pero sobre todo como ciudadanos. Fuimos formados para obedecer la ley, no para sustituirla; para defender instituciones, no para destruirlas. No proponemos impunidad ni negación de responsabilidades. Proponemos algo más simple y más exigente: que ningún poder vuelva a colocarse por encima de la Constitución.
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