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  • La última mañana de Toro Sentado: cómo la muerte del líder guerrero y espiritual cambió la historia de los pueblos originarios

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 18/12/2025 05:06

    Toro Sentado El amanecer del 15 de diciembre de 1890 llegó helado y cortante a la Reserva India de Standing Rock. La nieve crujía bajo los pasos de hombres armados que avanzaban, y el aire estaba cargado de un silencio tenso, roto solo por el susurro del viento entre los árboles y las casitas de madera. Se acercaban a la cabaña de un anciano de mirada firme, un hombre que ya había visto morir a su pueblo en guerras sangrientas, en la traición de los acuerdos con Washington y en promesas vacías que nunca se cumplieron. Su nombre era Toro Sentado. Los oficiales, armados y decididos a todo, lo habían arrestado en medio de un clima de paranoia y temor. Él no pensaba irse sin hablar, sin aclarar que no era un criminal ni un agitador. La calma que lo acompañaba contrastaba con la tensión que flotaba en el aire, y en sus ojos habitaba la certeza de quien sabe cuál es el precio de la traición. Minutos después, un forcejeo estalló dentro de la cabaña, seguido de un disparo, y luego varios más. Gritos, polvo, confusión. Cuando todo terminó, el líder más influyente del pueblo lakota yacía sobre el suelo, herido, y su cuerpo fue arrastrado a la nieve. Había sobrevivido al Ejército estadounidense, al exterminio de los bisontes, al confinamiento en reservas y a la traición de funcionarios y militares. Pero no sobrevivió a la mañana en que sus captores, en nombre de la ley federal, abrieron fuego contra él. Para su pueblo, su muerte simbolizó la agonía de un mundo que se desmoronaba. Para la historia estadounidense, fue un capítulo decisivo de un conflicto que nunca se cerró del todo. Toro Sentado quedó en la historia como lo que siempre fue: un líder espiritual, político y guerrero que se negó a desaparecer. Toro Sentado en 1885 Orígenes y formación de un líder Toro Sentado nació hacia 1831 en las praderas del actual Dakota del Sur, dentro de la tribu hunkpapa lakota. Su nombre original, Tatanka Iyotake, evocaba la fuerza del bisonte que no retrocede ante la tormenta: firme, sereno, imposible de doblegar. Desde muy joven se destacó por una calma poco común, por su capacidad para escuchar y por una fuerza interior que imponía respeto incluso entre los ancianos. No era un guerrero impulsivo. En combate se movía con estrategia; en las negociaciones, con una precisión casi quirúrgica; en las crisis, con una serenidad que descolocaba a propios y extraños. Antes de los treinta años ya era un líder respetado; antes de los cuarenta, la figura espiritual más influyente entre los hunkpapa. Pero a su alrededor, el mundo cambiaba a una velocidad que amenazaba toda estructura conocida. La llegada de colonos, de tropas armadas, de los ferrocarriles y la caza industrial del bisonte estaban desgarrando el modo de vida lakota. Toro Sentado entendió entonces que su misión no era solo pelear batallas, sino proteger la identidad de su pueblo. Durante las décadas de 1860 y 1870, los Estados Unidos sellaron con los lakota y otras naciones de las Grandes Llanuras una serie de tratados —como los de Fort Laramie de 1851 y 1868— que, en teoría, reconocían vastos territorios ancestrales, garantizaban derechos de caza y uso exclusivo de la tierra, e incluso prometían suministros y la prohibición de asentamientos blancos. Sin embargo, estas promesas fueron quebradas casi de inmediato. La fiebre del oro en las Black Hills, la expansión de las líneas ferroviarias y la presión colonizadora empujaron al Gobierno a recortar territorialmente lo que él mismo había garantizado. Las Black Hills, tierras sagradas para los lakota, fueron ocupadas por mineros y soldados pese a estar protegidas por tratado. La ruptura sistemática de estos acuerdos precipitó el confinamiento forzoso de los pueblos originarios en reservas, la pérdida de tierras fértiles y la dependencia absoluta de suministros gubernamentales. Muchos líderes —entre ellos Toro Sentado— rechazaron firmar nuevos pactos que implicaran renunciar a sus territorios o aceptar condiciones humillantes. Su postura firme lo convirtió en un referente político y espiritual para su pueblo y en un problema para Washington. Su notoriedad creció aún más en 1876, en los meses previos a la batalla de Little Bighorn, cuando, según la tradición, tuvo una visión en la que soldados estadounidenses caían como langostas. Ese mensaje fue interpretado como un augurio de victoria y fortaleció el ánimo de miles de guerreros lakota, cheyenne y arapaho. Aunque Toro Sentado no encabezó el combate en el campo, su influencia espiritual fue decisiva en la movilización indígena. La derrota del general George Custer y su Séptimo de Caballería marcó un hito, pero también desencadenó una reacción federal feroz: una campaña militar diseñada para aplastar cualquier forma de resistencia. La persecución posterior obligó a Toro Sentado a buscar refugio en Canadá durante cuatro años. El hambre, la escasez de bisonte y la presión diplomática lo empujaron a regresar a Estados Unidos en 1881. No volvió como un derrotado, sino como un estratega que priorizaba la supervivencia de su pueblo antes que su propio orgullo. Desde entonces quedó recluido bajo vigilancia permanente en la reserva de Standing Rock, convertido en un líder vigilado, pero no silenciado. Bolsa de tabaco y garrote ceremonial de Toro Sentado. Exhibición de la Colección Nativa Americana, Museo Peabody, Universidad de Harvard La vida bajo vigilancia y el peso de un símbolo El regreso de Toro Sentado a Estados Unidos en 1881 no marcó el fin de su liderazgo, sino el comienzo de una nueva forma de resistencia. En la reserva de Standing Rock, vivió bajo vigilancia constante, un control diseñado para silenciarlo sin convertirlo en mártir. Pero su presencia provocaba lo contrario: era un faro en un territorio donde la moral escaseaba y la supervivencia dependía de raciones gubernamentales que llegaban tarde o no llegaban. Para las autoridades, su figura era un problema sin resolver. La memoria de los tratados rotos seguía viva entre los lakota, y él encarnaba esa herida abierta. Los funcionarios temían que su influencia reavivara la cohesión política de un pueblo despojado. Un líder así, aun sin armas, podía desafiar el orden impuesto con solo hablar en una asamblea o recibir visitantes en su tipi. Durante un breve tiempo viajó con el espectáculo de Buffalo Bill Cody, un explorador y showman, donde el público blanco se agolpaba para ver al “jefe salvaje” sin entender quién era realmente. Toro Sentado aceptó la oferta por razones prácticas: necesitaba recursos para su gente. Pero lejos de adoptar el papel que el show esperaba, utilizó cada oportunidad para denunciar la situación de los pueblos originarios y para desafiar, en plena gira, el relato dominante sobre la conquista del Oeste. Al regresar a Standing Rock encontró un clima aún más tenso. James McLaughlin, el agente indio de la reserva, veía en él una amenaza directa. Consideraba que mientras Toro Sentado permaneciera libre dentro de su propio territorio, ningún proyecto de asimilación forzosa sería posible. Para McLaughlin, aquel líder que se negaba a rendirse era un obstáculo político. Para los lakota, era lo último que quedaba de un mundo que se desmoronaba frente a sus ojos. Toro Sentado y Buffalo Bill Cody Profecías, temores y el crimen Hacia 1890 comenzó a expandirse entre varias naciones indígenas un poderoso movimiento espiritual: la Danza de los Fantasmas. Decía que los ancestros volverían, que los bisontes regresarían a las llanuras y que la tierra se sanaría. Era un mensaje de esperanza en un tiempo de hambre y despojo, un intento de reconstruir emocionalmente lo que las armas y los tratados rotos habían destruido. Para el Gobierno estadounidense, en cambio, eso parecía el germen de un levantamiento masivo. La tensión aumentó en las reservas. Y aunque Toro Sentado no practicaba la Danza de los Fantasmas, su reputación como líder espiritual lo situaba en el centro del temor oficial: si él la respaldaba, el movimiento podía tomar un cariz político que escapara a todo control. McLaughlin, convencido de que debía actuar antes de que eso ocurriera, ordenó su arresto. Antes del amanecer del 15 de diciembre de 1890, la quietud de Standing Rock se quebró. Un grupo de policías indígenas —miembros de la agencia policial de la reserva— llegó a la vivienda de Toro Sentado para arrestarlo, cumpliendo órdenes de las autoridades federales. Eran nativos como él, pero vestían la autoridad del Gobierno estadounidense y cargaban la tensión de un tiempo en disputa. La noticia de la detención corrió rápido y, afuera, sus seguidores comenzaron a reunirse en la penumbra helada. Bastó un intercambio de gritos, un empujón, un intento torpe de arrancarlo de su hogar para que la escena se volviera explosiva. Hubo forcejeos, armas que se levantaron en medio del caos y, finalmente, disparos que desgarraron la madrugada. En segundos, la confusión se transformó en una balacera descontrolada. Toro Sentado cayó abatido con dos heridas mortales, junto con varios de los suyos. Así, en un enfrentamiento breve y caótico, terminó la vida del líder que había desafiado ejércitos enteros y cuyo nombre seguía encendiendo la esperanza de su pueblo. Su hijo, Crow Foot, también murió. Su muerte estremeció a las naciones lakota y llegó como un presagio oscuro: apenas dos semanas después, las tropas estadounidenses perpetraron la masacre de Wounded Knee. El mundo que Toro Sentado había intentado proteger estaba al borde del abismo, pero su legado no se extinguió. Con los años, su figura trascendió fronteras y relatos. Tatanka Iyotake se convirtió en símbolo de dignidad, resistencia y soberanía espiritual. Su memoria persiste en Standing Rock, en canciones, en discursos, en ceremonias y en la conciencia de un pueblo que aún escucha la enseñanza que marcó su vida: un verdadero líder no retrocede ante la tormenta.

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