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  • Día 735: triunfo de Kast redefine el mapa político y deja al progresismo acorralado

    Parana » Informe Digital

    Fecha: 15/12/2025 14:12

    La derecha que reivindica el gobierno militar de Augusto Pinochet chile-ya-votaron-jeannette-jara-y-jose-antonio-kast.phtml">ganó ayer en Chile por más de dieciséis puntos frente a una candidata del Partido Comunista: 58,2% para José Antonio Kast del Partido Republicano contra 42,8% para Jeannette Jara, del Partido Comunista. Este resultado coloca al progresismo latinoamericano y global ante una encrucijada: si se radicaliza con candidaturas abiertamente comunistas, pierde; si vira al centro, como ocurrió en Argentina con Sergio Massa, también pierde. ¿Debe entonces desplazarse hacia la derecha o convertirse en una suerte de “atrapa todo”? Frente a una de sus crisis más profundas, el progresismo debe redefinir su identidad y diseñar programas que efectivamente transformen la vida de las personas cuando gobiernan. Es una consigna fácil de enunciar, pero claramente difícil de concretar. El progresismo perdió en Argentina, Bolivia, Honduras, Guatemala, Ecuador, Argentina, Paraguay y Estados Unidos, sólo hablando del continente americano y en los últimos dos años. Obtuvo victorias en Uruguay y México. Además, encabeza gobiernos como el de Lula da Silva en Brasil —quizás la experiencia más exitosa— y el de Gustavo Petro en Colombia; sin embargo, ambos sufrieron duros reveses en las elecciones municipales de medio término. En Venezuela y Nicaragua ya se habla de dictaduras que, aunque pueden utilizar un discurso de izquierda progresista, persiguen a la oposición, restringen la libertad de prensa y celebran elecciones fraudulentas. Estos casos son empleados por la derecha como emblemas de los supuestos fracasos del progresismo y la consigna “no queremos ser Venezuela” se convirtió en un argumento recurrente. Con todo esto, es evidente que el progresismo atraviesa un mal momento y que el electorado lo sanciona cada vez que hay elección. Conviene señalar que cuando el progresismo triunfa, lo hace por márgenes estrechos: Lula ganó por 1,8% y Joe Biden por 4% en 2020. En cambio, las victorias de la derecha suelen ser contundentes: 16 puntos en Chile; en Honduras el candidato oficialista del progresismo terminó tercero; lo mismo ocurrió en Bolivia. En Argentina, Javier Milei le ganó a Massa por 11,5 puntos. Comenzaremos analizando la victoria de Kast en Chile y luego evaluaremos qué debates se pueden extrapolar al resto de la región. Para dimensionar la derrota de la izquierda en Chile mostraremos algunos gráficos: primero de la primera vuelta y luego de la segunda. Como se aprecia, el gráfico muestra una derrota histórica de la izquierda desde la recuperación democrática en Chile. En la primera vuelta Jara obtuvo un 28%: salió primera, pero con un porcentaje muy bajo y seguida por tres candidatos de derecha. Ahora veamos la segunda vuelta. Ambos gráficos comparan la performance de la izquierda en distintas elecciones y muestran que Jara queda al menos cinco puntos por debajo de otras candidaturas. Ese retroceso es significativo. ¿Quién ganó ayer en Chile? ¿Qué piensa exactamente Antonio Kast? Ideológicamente, Kast se define como un conservador social y un liberal clásico en lo económico, y representa una ruptura con la derecha tradicional chilena de Chile Vamos, algo parecido al PRO argentino. Su plataforma se articula en torno a pilares de orden, tradición y libre mercado. Es un férreo opositor del aborto, del matrimonio igualitario y de la agenda de género, promoviendo valores católicos y familiares tradicionales. Aboga por un Estado mínimo en lo económico, con una fuerte reducción de impuestos y del gasto público, favoreciendo a la iniciativa privada. Un rasgo central y muy polémico de su perfil es su cercanía y reivindicación explícita de la figura del exdictador Pinochet. Kast ha defendido públicamente el régimen militar (1973-1990), sosteniendo que Pinochet evitó que Chile cayera en el comunismo y, aunque reconoció que hubo violaciones a los derechos humanos, consideró que los logros económicos y de orden del régimen deben ser valorados. Esta postura lo distingue del resto de la clase política: consolida una base nostálgica y anti-progresista, pero le genera amplio rechazo en el centro y en la izquierda. Sus principales ejes de campaña, que le permitieron alcanzar altos niveles de votación (llegar al balotaje en 2021 y lograr la mayoría en la elección de consejeros constitucionales en 2023), se centran en: – Orden y Seguridad: Aboga por una política de “mano dura” contra la delincuencia, el narcotráfico y la inmigración ilegal. Propuso la construcción de zanjas en la frontera norte para frenar la migración y pretende otorgar más poder y respaldo a las Fuerzas Armadas y Carabineros, incluso en zonas conflictivas como la Araucanía. – Lucha Anti-Corrupción y Burocracia: Denuncia lo que llama el “Estado obeso” y la corrupción política, prometiendo reducir de manera drástica el tamaño del Estado, el número de ministerios y los cargos de confianza política. – Defensa de la Identidad Nacional: Se presenta como guardián de la identidad chilena y de la estabilidad, contraponiéndose a lo que considera la “destrucción” institucional impulsada por la izquierda y los movimientos sociales desde el estallido social. Kast supo capitalizar el descontento ciudadano frente a la crisis de seguridad, la inestabilidad política y la percepción de ineficacia de la izquierda en el gobierno, posicionándose como la opción radical y sin complejos del conservadurismo chileno. Durante la campaña, Kast reivindicó la dictadura de Pinochet y dijo: “A Salvador Allende lo derrocó el pueblo. No es que los militares se levantaron enojados y le dijeron: ‘Te vas’. Fue el pueblo de Chile que le solicitó a las Fuerzas Armadas que hicieran un pronunciamiento militar, y yo eso lo valoro”. Además, destacó la “obra movilizadora” de la dictadura militar y el trabajo de su hermano como ministro dentro de la cartera militar. Ahora, Milei, que festejó el triunfo de Kast, tendría que ponderar algunas implicancias. Contradictoriamente, una victoria de la derecha en Sudamérica haría que Milei no sea el único aliado de Trump en la región: sería otro socio potencial al que atender y, eventualmente, brindar apoyo. ¿Competirá Kast por la amistad estratégica de Trump junto con el propio Milei? Recordemos que Chile históricamente mantuvo una política más pronorteamericana que Argentina. El periodista chileno del medio Bio Bio, Tomás Mosciatti, explicó la derrota de Jeannette Jara y afirmó: “La izquierda ha perdido los sectores populares por los discursos identitarios, como el feminismo descalificador de los demás”. Es interesante esta lectura de la izquierda quedándose atrapada en lo identitario, una bandera más vinculada a la clase media urbana y sin capacidad para resolver problemas concretos de la clase trabajadora, como las largas jornadas laborales o la inseguridad. El periodista Facundo Pedrini, director de Contenidos en Crónica y analista político en varios programas de streaming, conectó la derrota de Massa y la de Jeannette Jara con una observación aguda: “Se trataba de bajar la pobreza, no de terminar con el patriarcado”. Añadió que esto quedó en evidencia en el cierre de campaña de Massa, cuando festejó y cantó con alumnos del Pellegrini —un colegio porteño preuniversitario hiperpolitizado y, si bien público, de ingreso por examen y frecuentado por sectores de la clase media de la Ciudad de Buenos Aires. Pedrini llamó “la revolución de los incluídos” al último período del peronismo y a la influencia de La Cámpora, señalando que se preocuparon más por la batalla discursiva que por los problemas reales. Esta tensión entre las banderas identitarias progresistas y las reivindicaciones populares es compleja: por ejemplo, el derecho al aborto y la identidad de género transforman la vida de mujeres pobres y de la población trans en situación de vulnerabilidad, cuya esperanza de vida puede rondar los 40 años. No obstante, es llamativo que muchas de estas banderas sean sostenidas principalmente por jóvenes universitarios y profesionales de alta formación académica, colectivos que no siempre sufren en carne propia las problemáticas de los sectores populares. La ola del feminismo en nuestro país que estalló con el #NiUnaMenos movilizó a amplios sectores de mujeres populares —víctimas de violencia y familiares de mujeres asesinadas— y surgió mayormente en oposición al kirchnerismo. Fue el 3 de junio de 2015, a meses del fin del gobierno de Cristina Kirchner , y muchas demandas apuntaban al Estado: se lo acusaba de no fiscalizar a la justicia y a la policía, y de no atender a las víctimas. Con el tiempo, algunas demandas del feminismo se fueron alejando del sentir de los sectores populares y el propio kirchnerismo ganó presencia en representarlas. Es curioso cómo se llegó a minimizar que Cristina evitó que se discutiera el aborto durante sus doce años de mandato, y ahora aparece reivindicada por buena parte de esos sectores. Probablemente, todo esto contribuye a que muchas banderas del feminismo sean percibidas como mero discurso. Pero quizá lo que realmente quiebra el andamiaje discursivo progresista es que, cuando surgen problemas que afectan a las mayorías populares, se les dé la espalda; así, reivindicaciones que la sociedad percibe como atendidas por el Estado terminan siendo señaladas como culpables de las postergaciones reales de la población. Mientras Alberto Fernández decretaba el “fin del patriarcado”, avanzaba un proceso de pérdida de poder adquisitivo que produjo un fenómeno emblemático de su gobierno: trabajadores formales por debajo de la línea de pobreza. Volviendo a Chile, los analistas advierten que buena parte del triunfo de la extrema derecha se anunció con la derrota del referéndum constitucional promovido por el gobierno de Gabriel Boric. El rechazo al Apruebo en el plebiscito de septiembre de 2022, que rechazó la propuesta de nueva Constitución impulsada por la Convención y respaldada por Boric, se explicó en buena medida por una desconexión entre la élite constituyente y las prioridades ciudadanas, en especial las de los sectores populares. Gran parte del análisis posterior coincidió en que el proyecto fue percibido como un texto “demasiado enfocado en lo identitario y no en las mejoras reales a los sectores populares”. Diversos analistas y figuras políticas chilenas señalaron que la Convención se centró en temas sensibles para una minoría progresista y académica, dejando de lado los problemas concretos que afectan la calidad de vida de la mayoría. El exministro de Hacienda Nicolás Eyzaguirre sostuvo que la propuesta constitucional se excedió en la consagración de derechos sin explicar cómo se financiarían, lo que generó temor a la inestabilidad económica y a un aumento de impuestos insostenible. En esa línea, el analista Patricio Navia argumentó que el texto fue “maximalista”, término recurrente en la prensa, y que priorizó una “agenda de la identidad” por encima de las demandas materiales del chileno promedio. El concepto de “plurinacionalidad” fue uno de los más cuestionados y ejemplificó esa desconexión. La propuesta de sistemas judiciales y autonomías territoriales para pueblos originarios generó temor entre la población no indígena. El ex presidente Ricardo Lagos expresó su inquietud por la posible fragmentación del Estado y la inseguridad jurídica que implicaría un concepto tan amplio e impreciso. Lo que para el ala más a la izquierda de la Convención era central, muchos ciudadanos lo interpretaron como una amenaza a la unidad nacional y un riesgo de crear ciudadanos de primera y segunda categoría. Otro punto clave, señalado por la expresidenta de la Concertación y figura de la centroizquierda Carolina Tohá (quien luego se integró al gabinete de Boric), fue el error de comunicación de la Convención: no supo “traducir” sus grandes conceptos en beneficios cotidianos. El votante no percibió en el texto soluciones claras para la delincuencia, las largas listas de espera en salud o el elevado costo de la vida, que eran sus principales preocupaciones al momento del plebiscito. La percepción popular, amplificada por la campaña del Rechazo, fue que se priorizaron los derechos de la naturaleza, la plurinacionalidad y una serie de órganos burocráticos por sobre el acceso a vivienda o la seguridad. La inexperiencia política y el sectarismo de convencionales de izquierda y movimientos sociales resultaron determinantes. El sociólogo Eugenio Tironi observó que muchos miembros de la Convención actuaron más como activistas que como redactores de una carta fundamental, generando escándalos y frases grandilocuentes que alienaron a la ciudadanía. Tironi describió el proceso como una “olla a presión identitaria” que olvidó a los “ciudadanos de a pie” y sus necesidades prácticas. El desenlace fue que la Convención, nacida con amplio respaldo tras el estallido social, terminó con bajos niveles de aprobación; la gente votó “en contra de la Convención, no en contra de una nueva Constitución”, una distinción sutil pero relevante que varios analistas, entre ellos el politólogo Cristóbal Bellolio, destacaron. La falta de una defensa coordinada y temprana por parte del gobierno de Boric, que intervino solo de manera parcial y tardía, tampoco ayudó a contrarrestar la narrativa del miedo que capitalizó la derecha. En suma, la derrota del Apruebo fue la victoria de un sentido común pragmático que consideró al texto, en palabras de sus críticos, como “un programa de gobierno maximalista de izquierda” disfrazado de Constitución. Desde esa perspectiva, la discusión ya no sería tanto izquierda, derecha o centro, sino arriba o abajo y entre roles ejecutivos o discursivos. Probablemente la población, desesperada por problemas crecientes que los gobiernos no resuelven —recordemos el estallido social de 2019 en Chile— busque respuestas urgentes y efectivas. Tal vez eso ofrezca la derecha: un discurso directo, sin eufemismos, que promete soluciones drásticas y señala identificables adversarios a los que responsabiliza de la situación: Kast habla de inmigrantes venezolanos y Milei de la casta política. Si el progresismo y la izquierda lograran explicar con claridad que favorecerán a las mayorías sociales y lo hicieran con decisión, probablemente tendrían un punto de partida para reconstruir una mayoría y mantenerse en el poder. El caso exitoso de Zohran Mamdani en Nueva York, que ganó prometiendo congelar alquileres y ofrecer transporte gratuito, es paradigmático en ese sentido. No hace falta ir tan lejos. En la primera década del siglo XXI, los progresismos hoy derrotados fueron hegemónicos porque ofrecieron mejoras concretas a los sectores populares. El kirchnerismo, con sus doce años, fue hasta ahora el gobierno más prolongado de la historia argentina; además existió una ola de gobiernos progresistas en la región y Barack Obama gobernó Estados Unidos durante dos mandatos. En Latinoamérica se conjugaron entonces dos factores que ya no están presentes y que hicieron de aquellos años una experiencia distinta a la actual: el boom de los precios de las materias primas y los estallidos sociales. Los gobiernos progresistas tuvieron mayores ingresos por exportaciones de commodities y, frente a grandes movilizaciones como el Caracazo, el octubre boliviano o el 19 y 20 de diciembre en Argentina, el establishment decidió ceder parte de la renta para la redistribución. Cuando los precios de las materias primas cayeron y la situación volvió a la normalidad, esos gobiernos se quedaron sin “nafta”, o más precisamente, sin dólares. La segunda ola de gobiernos progresistas —Alberto, Boric, el Lula actual, Petro y otros— enfrenta hoy un escenario con menos recursos y un fenómeno mundial dominante: la financiarización, la creciente transferencia de riqueza desde la producción hacia lo financiero, y la desmaterialización de la economía. Gran parte del producto bruto ya no depende de bienes materiales fácilmente gravables dentro de una geografía fija, lo que dificulta cada vez más la tributación al 1% más rico, que en las últimas dos décadas captó cerca del 50% del crecimiento mundial sin que esa riqueza se redistribuyera al 99% restante. Es un problema global de esta nueva etapa del capitalismo líquido que aún no encontró un ciclo redistributivo comparable al del período 1930-1980. Frente a esa realidad, el progresismo avanzó con reivindicaciones discursivas e identitarias —en general, las más económicas de sostener— y fue blanco fácil de una derecha que articuló un mejunje ideológico difícil de entender pero muy eficaz: la idea de que el feminismo, el gasto público, los políticos y la diversidad sexual son garantes de un statu quo que perjudica a la gente común y atenta contra la familia. Antes, la derecha era percibida como elitista, aristocrática y antipopular. Ahora, el progresismo, con un discurso políticamente correcto que parte de una supuesta superioridad moral, parece formar parte de una élite: esa “revolución de los incluídos” de la que habla Pedrini. Quizá por eso en Chile Kast pueda reivindicar a Pinochet, mientras que en Argentina Victoria Villarruel y Milei deban maniobrar para no reivindicar abiertamente a Rafael Videla. Pinochet estabilizó la economía y sentó las bases de un modelo que perduró; obviamente cometió crímenes atroces, como la dictadura argentina, pero para amplios sectores esa estabilización lo hace reivindicable. La dictadura argentina, además de los crímenes de lesa humanidad, terminó en medio de un caos económico y una derrota militar estrepitosa. Por otra parte, el trabajo sostenido de los organismos de derechos humanos en Argentina fue una lucha inquebrantable que no debe obviarse: frente a discursos de “unidad nacional” que exigían el olvido y la amnistía a los militares, jamás se rindieron. A diferencia de España o Chile, en Argentina la memoria fue impulsada por madres, abuelas e hijos de desaparecidos y se consolidó como política de Estado. En Chile y España, por ejemplo, la política de “dejar el pasado atrás” promovida como pacto democrático abrió la puerta a que hoy la derecha no solo no olvide el pasado, sino que pretenda reivindicarlo. Producción de texto e imágenes: Matías Rodríguez Ghrimoldi TV/ff

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