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Parana » Analisis Litoral
Fecha: 13/12/2025 09:22
WhatsApp Facebook Twitter Messenger Copy Copied 0 Shares En el país de las corporaciones silenciosas —esas que casi nunca aparecen en la tapa de los diarios pero deciden más de lo que admiten— el Gobierno abrió una de las discusiones más profundas de los últimos años: la eliminación de la matriculación obligatoria para profesionales. Abogados, escribanos, médicos, contadores… todos atravesados por un sistema que, lejos de mejorar la calidad del ejercicio, terminó convirtiéndose en un peaje institucionalizado. Desde Análisis Litoral venimos señalando hace tiempo que esta reforma no solo es necesaria: es de sentido común. Y que, a pesar de eso, muchos eligen no verla por conveniencia, silencio cómplice o defensa de privilegios. La iniciativa —que, como era previsible, lleva la impronta de Federico Sturzenegger— propone algo elemental: que un profesional habilitado por una universidad pueda trabajar con su solo título, sin estar obligado a pagar tributos permanentes a un colegio profesional que, en la práctica, no le devuelve nada concreto. Hoy, en Argentina, tener un título no alcanza. Para ejercer se exige una matrícula periódica y, en muchos casos, el pago de bonos por cada trámite, acto jurídico o intervención profesional. El resultado es una red de cajas millonarias sostenidas por la obligación de aportar, no por la confianza ni por la utilidad real. Lo llamativo es que, cuando se busca justificar ese esquema, las respuestas giran siempre en torno a frases como “garantizar derechos”, “cuidar la ética” o “proteger a la sociedad”. Consignas repetidas hasta el cansancio que se desarman cuando se observa cómo funcionan los colegios en la vida real y a quiénes terminan beneficiando. El ejemplo más contundente fue la pandemia. Mientras miles de abogados reclamaban poder trabajar —literalmente, para no pasar hambre—, los propios Colegios de Abogados se presentaron en los expedientes judiciales en contra de sus matriculados, sosteniendo que no tenían legitimidad para defender su derecho al trabajo. Una escena surrealista pero real: la institución que debía representarlos terminó boicoteándolos. Esa contradicción deja al descubierto lo esencial: los colegios profesionales dejaron de ser órganos de representación y pasaron a funcionar como estructuras de poder. El rol político de estas entidades es tan visible que sorprende que aún se intente negarlo. Autoridades colegiadas que luego buscan lugares en el Consejo de la Magistratura, dirigentes que saltan a listas legislativas, estructuras internas dominadas por sectores partidarios tradicionales. Lo que debería ser un ámbito de actualización técnica, debate profesional y defensa corporativa se transformó en una maquinaria de financiamiento político sostenida por matrículas obligatorias. Por eso no sorprende que figuras como Jimena de la Torre salgan a defender el statu quo con discursos sobre “garantizar derechos”: más que derechos, lo que se defiende es el control de las cajas. El verdadero debate no pasa por eliminar colegios, sino por terminar con la afiliación forzada. La propuesta apunta a convertirlos en lo que siempre debieron ser: asociaciones voluntarias. El que quiera aportar, participar y sostener un colegio profesional, que lo haga. El que no, que pueda ejercer igual. Mientras el profesional tenga su título debidamente asentado en el organismo correspondiente —un consejo de educación, un registro oficial o el ministerio que regule la actividad— no existe razón objetiva para impedirle trabajar. El título habilitante debería ser suficiente; todo lo demás es carga adicional sobre la labor profesional. Esa carga no es solo burocrática. Es económica y previsional. Las leyes provinciales de matrícula obligan, además, a aportar a cajas previsionales profesionales cerradas, sin posibilidad de elección. Allí también se juega una parte central del debate: la libertad del profesional para decidir dónde aportar para su jubilación. Hoy, muchos están atados a sistemas que exigen aportes elevados y, aun así, garantizan jubilaciones mínimas. Cuando se plantea la posibilidad de elegir, aparecen los sectores que viven “prendidos como sanguijuelas” de esas cajas, aferrados a un esquema que solo se sostiene por imposición legal. Cuando el aporte deja de ser obligatorio, muchos deberán salir a buscar legitimidad donde antes solo había obligación. Por eso la resistencia es tan feroz. No es ideológica. Es económica. Es política. Es la reacción lógica de estructuras que nunca tuvieron que competir ni demostrar utilidad real. De allí surge la pregunta que desvela a muchos dirigentes colegiados: ¿cuántos matriculados quedarían si la inscripción dejara de ser obligatoria? La respuesta, probablemente, explique la urgencia por frenar el proyecto. La eliminación de la matrícula obligatoria no es solo una reforma normativa. Es una reforma cultural. Termina con el monopolio histórico de sectores que sobrevivieron no por eficiencia ni representación, sino por obligación legal. En tiempos donde la sociedad exige menos castas, menos intermediarios y menos estructuras opacas, este debate es inevitable. Desde Análisis Litoral sostenemos que permitir trabajar sin peajes corporativos es un acto básico de justicia. La reforma no elimina derechos, no destruye profesiones ni desprotege a nadie. Elimina privilegios. Y deja expuesto quiénes se beneficiaron durante décadas de un sistema cerrado, caro y profundamente desconectado de la realidad de los profesionales. Es lógico que algunos griten. Es saludable que, esta vez, no puedan frenar el debate.
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